1
Resbaló
en la cocina.
Unas
pequeñas gotas de aceite provocaron que el anciano cayera de bruces contra
el suelo haciendo añicos el plato de comida que sostenía en la mano antes de la
brutal caída. La rotura de la cadera fue inmediata. Adolfo notó en su interior
el crujido seco de su propio hueso. Un grito ahogado fue lo único que pudo
salir de sus labios rígidos paralizados por el dolor. Tembloroso, intentó
incorporarse una y otra vez sin conseguirlo. A ras de suelo podía ver las
patatas fritas desparramadas sobre las baldosas, entremezcladas con pequeñas
piezas del plato que se habían esparcido de forma aleatoria.
Adolfo llamó
a su mujer pidiendo auxilio en vano. Fue un acto reflejo inútil y él lo sabía.
Carmen padecía de Alzheimer desde hacía mucho tiempo. A pesar de escuchar la
voz de su marido, la pobre mujer se limitaba a dar vueltas de un lado a otro
del pasillo incapaz de descolgar el teléfono para marcar el número de
urgencias. Ella percibía la tensión del momento, pero su cerebro no sabía
procesar la información que estaba recibiendo por medio de sus sentidos.
Carmen
rompió a llorar angustiada gritando el nombre de su marido mientras recorría el
pasillo dando pequeños pasitos con sus pantuflas desgastadas. Adolfo pensó en
pedir socorro a los vecinos, pero su hilo de voz apenas inundaba la propia
cocina. Se fue arrastrando como pudo hasta la mesa y agarró tembloroso la pata
de una silla. Haciendo un esfuerzo sublime, levantó la pata y golpeó contra el
suelo varias veces. Nadie respondió. El reloj de carillón marcaba las once
menos cuarto y los vecinos ya se habían acostado. El anciano era consciente de
que el tramo que le separaba del salón para poder llegar al teléfono resultaba
insalvable en aquel trance.
2
Adolfo y
Carmen habitaban una antigua casa de grandes estancias y techos altos con suelo
de madera. Vivían solos desde hacía más de veinte años. De sus tres hijos, tan
sólo Daniel les llamaba a diario para saber cómo se encontraban. Sergio y Celia
se habían desentendido de ellos por completo y ni tan siquiera en las fechas
navideñas eran capaces de visitarles. Daniel habitaba una pequeña buhardilla no
muy lejana al domicilio de los padres. A menudo les traía comida y pasaba un
rato con ellos para mitigar la soledad de los ancianos. El hijo pequeño
alternaba su trabajo de artesano con su verdadera pasión: la poesía. Tallaba
figuras de madera que luego barnizaba para venderlas en un pequeño local de El
Rastro. Ese trabajo apenas le alcanzaba para llegar a fin de mes,
pero se había acostumbrado a su vida bohemia sin grandes pretensiones
económicas.
Daniel vivía
solo. Como única compañía tenía un perro bonachón de pelo beige. Telmo era un
golden que encontró abandonado en un cubo de basura siendo todavía un cachorro
con los ojos cerrados. Lo envolvió en su abrigo y lo llevó a casa para darle de
comer en un cuenco de leche. A los pocos días se dio cuenta de que ya formaba
parte de su vida y lo acogió para siempre bajo su techo. Cinco años después,
Telmo se había convertido en un perro tranquilo y cariñoso.
3
El reloj de pared hizo sonar
las once. A pesar de todo, Adolfo intentó llegar hasta el salón arrastrándose
por la cocina. Albergaba la esperanza de que su hijo Daniel fuera aquella noche
a visitarles, pero no podía quedarse inmóvil sin más aferrado a esa
posibilidad. Conteniendo el dolor, fue desplazándose por el suelo con los brazos
extendidos mientras un rastro de sangre quedaba marcado en las baldosas
blancas. El anciano se había cortado la mano derecha tras el impacto del plato
contra el suelo. Carmen lloraba desconsolada tapándose la cara con las manos.
Adolfo tardó media hora en salir de la cocina hasta alcanzar el pasillo. Logró
llegar al salón a duras penas, completamente extenuado. Alzó la mano para
descolgar el teléfono de la mesa y por fin pudo conseguirlo. Justo cuando iba a
marcar el número de urgencias, se desvaneció.
4
Daniel había pasado toda la
tarde tallando figuras de madera y se encontraba cansado. Estaba terminando un
encargo que debía entregar la semana siguiente y el tiempo le apremiaba. No
tenía pensado acercarse aquella noche por casa de sus padres, aunque al menos decidió
telefonearles para saber cómo se encontraban. Marcó varias veces el número,
pero comunicaba. Volvió a llamar una hora después y la línea seguía ocupada. Se
extrañó mucho, ya que no solían hablar tanto tiempo a esas horas de la noche.
Cogió la correa de Telmo, se puso el abrigo, la bufanda, y salió de la
buhardilla en dirección a la casa. Aquel 30 de enero hacía una noche heladora.
Algunos copos de nieve caían suavemente sobre las calles de Madrid. Daniel entró
en el portal y subió las escaleras. Llamó al timbre, pero no le abrían. Pegó el
oído a la puerta y pudo escuchar los lamentos de la madre. Su corazón se
aceleró. Sacó la llave y la metió en el ojo de la cerradura. Tras forcejear nervioso
durante varios segundos por fin entró. Fue corriendo hasta el salón. El padre estaba
tumbado en el suelo con el brazo estirado en dirección al auricular del
teléfono. La madre permanecía sentada junto a él tiritando de frío y sollozando.
Telmo lamía la cara de Adolfo consciente de que algo no andaba bien. Daniel incorporó
a su padre como pudo recostándole en el sofá para reanimarlo. Llamó al servicio
de urgencias, que nada más llegar al domicilio certificó la rotura de la
cadera. Adolfo tuvo que ser ingresado de inmediato en el hospital. Daniel durmió
aquella noche en la casa acompañando a Carmen.
—¿Dónde está papá? —preguntó la anciana
sentada sobre su cama con la vista perdida.
Daniel se acostó a su lado e intentó calmarla.
Entonces recordó cómo de pequeño su madre le arropaba cantando suavemente hasta
que se dormía. A veces Carmen dejaba sobre su mesilla una antigua cajita de
música que había heredado de la bisabuela materna. Al abrirla, las notas del Para Elisa de Beethoven escapaban del
interior mientras una bailarina de porcelana se movía al compás de la música.
Infinidad de noches en su infancia concilió el sueño escuchando aquella sutil
melodía… Daniel fue al salón, abrió la vitrina de cerezo y cogió la cajita de
música. Abstraído por aquel nostálgico recuerdo le pasó un trapo para quitarle
el polvo. Después la colocó en la mesilla. Durante varios minutos permaneció
acariciando a su madre hasta que por fin se durmió. Al cabo de un rato extendió
una manta y se acostó en el sofá del salón. Estuvo toda la noche dando vueltas
en la oscuridad invadido por los recuerdos de su infancia. Cuando por fin pudo
conciliar el sueño, una pesadilla le hizo volver en sí. Sudoroso y jadeante, se
incorporó del sofá con el corazón acelerado. En esos momentos las imágenes que
había soñado se agolparon en su mente: varias baldosas de la cocina comenzaron
a despegarse del suelo formando el cuerpo de un ataúd, justo en el mismo sitio
donde resbaló su padre.
5
Al día siguiente Daniel
telefoneó a sus hermanos poniéndoles al corriente del percance. Ante su
sorpresa, Celia se ofreció para llevar a la madre a su casa mientras durase la
convalecencia de Adolfo en el hospital. La actitud solicita de su hermana le
extrañó, ya que Celia durante años estuvo ignorando a sus padres con toda la
indolencia del mundo. El desprecio hacia ellos había llegado hasta el punto de
pasar la Nochebuena siempre lejos de sus padres con su otro hermano. Entre
Celia y Sergio existía una complicidad que rayaba lo incestuoso. A menudo se
preguntaba cómo sus dos hermanos podían ser así. Sergio, el mayor de los tres,
era un tipo engreído, prepotente y materialista. Dirigía una empresa de
negocios en la cual tenía a su cargo más de veinte empleados a los que trataba
con despotismo. Su único objetivo en la vida consistía en aumentar la fortuna a
base de negocios fraudulentos. Sergio repasaba una y otra vez las cuentas de la
empresa relamiéndose ante los beneficios alcanzados. Su obsesión por el dinero
era insaciable. Cuantos más ingresos obtenía, más estimulaba su avaricia... Parecía
que todo en la vida le iba a pedir de boca, pero la realidad es que por dentro
estaba totalmente vacío. Era un ser egocéntrico incapaz de sentir empatía por
nadie.
Sergio se
aprovechaba sin escrúpulos de la vejez de sus padres. Tiempo atrás convenció al
anciano para que le pusiera como cotitular de su cuenta bancaria asegurándole
que gracias a una serie de transacciones le procuraría unos intereses
mensuales. De esa forma sibilina fue acumulando ingresos en su propia cuenta a
costa del dinero de su padre. Sergio había llegado al punto de vender un
apartamento en la costa propiedad de Adolfo quedándose con el dinero. Cuando
Daniel le pidió explicaciones al respecto de aquella venta inmobiliaria, Sergio
le aseguró con toda la hipocresía del mundo que los beneficios de aquel piso
irían destinados única y exclusivamente para los cuidados de sus padres, cuando
lo cierto es que con el dinero obtenido por la venta compró otro apartamento en
primera línea de playa donde iba todos los veranos acompañado de su hermana. Al
tener derecho a firma en la cuenta de su padre, Sergio hacía uso de ella hurtando
dinero cuando se le antojaba.
Celia, la
más pequeña de los tres, era una mujer arpía y manipuladora. Para ella su
principal arma siempre fue la mentira, mediante la cual se había ido abriendo
paso a lo largo de su vida. Con frialdad calculadora ponía las miras en sus
objetivos y no tenía escrúpulos a la hora de utilizar a quien fuera necesario.
El culmen de su maldad fue llegar a quedarse embarazada fruto de una relación
al margen de su matrimonio. Durante años mantuvo engañado al marido como si
aquella hija hubiera sido suya. Tras solicitar las pruebas de paternidad, su
cónyuge pidió el divorcio de inmediato.
6
A media mañana Celia se
presentó en casa de los padres y recogió a Carmen para llevarla a su domicilio.
Los días posteriores Daniel estuvo visitando a Adolfo en el hospital. La rotura
de cadera le había postrado en la cama y la intervención quirúrgica debía
realizarse lo antes posible. El día de la operación
estuvo toda la tarde allí para darle
ánimos.
—Ya verás
cómo te recuperas pronto —consolaba a su padre.
—Dios te oiga, hijo. Lo único
que deseo es volver a casa con mamá… ¿Qué tal está?
—Muy bien,
no te preocupes. Celia se la ha llevado con ella.
—¿Celia? No sabes cuánto me
alegro. Últimamente nos tiene abandonados... Y estas navidades han sido tan
tristes... Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que vino a cenar en
Nochebuena.
—No se lo tengas en
cuenta, siempre ha vivido a su aire. Además, a ti nunca te gustó mucho la
Navidad.
—Es cierto... Pero eso tiene un motivo. El entierro del abuelo fue un 24 de
diciembre y aquel suceso marcó a la familia... En fin, siempre hay algo de
tristeza en esas fechas si tus seres queridos no se reúnen.
—Nuestra familia es así, papá —replicó Daniel—. Llevamos mucho tiempo desunidos...
Pero no le des más vueltas. Ahora procura estar tranquilo y ser optimista. Lo
importante es que la operación salga bien y que regreses a casa cuanto antes.
—Tengo
tantas ganas de volver…
—¿Necesitas
que te traiga algo de allí? ¿Quieres el transistor para escuchar la radio?
—Sí, hijo,
por favor, me hará bastante compañía... Y tráeme también mis recortes de
periódico del fútbol. Las enfermeras no se creen que fui jugador del Real
Madrid, aunque es cierto que ha llovido mucho desde la década de los
cuarenta... ¡Qué tiempos aquellos! Sin duda los mejores de mi vida... Fue
entonces cuando conocí a Carmen aquel verano en la sierra... No te puedes hacer
una idea de lo guapa que era tu madre... Cuando íbamos al cine los chicos
en las butacas se daban la vuelta para mirarla... Recuerdo la primera vez que
le pedí bailar en las fiestas del pueblo. ¡La pisé tres veces de lo nervioso
que estaba!
Daniel
sonrió.
—Mañana
tienes aquí los recortes, papá, no te preocupes.
—Y
el transistor, hijo, y el transistor.
—Ahora te van a servir
la cena. Descansa bien, ¿vale?
Daniel le dio un beso en la
frente y salió del hospital con gesto de preocupación. Era consciente de lo
mucho que su padre se había debilitado tras la intervención quirúrgica. Sin
duda los años habían desgastado sus energías, pero aún seguía teniendo
arrebatos de carácter. Adolfo siempre fue un hombre de temperamento fuerte. Con
él tuvo infinidad de discusiones que les hicieron enfrentarse. Sin embargo,
todas esas peleas se habían diluido en su memoria como por arte de magia.
Mientras caminaba con las manos en los bolsillos bajo una tenue lluvia, imaginó
aquella tarde en la sierra cuando se conocieron sus padres. De alguna
manera ese día fue el que por azar le dio la vida años después.
7
Tras la operación de Adolfo,
Daniel estuvo llamando varios días seguidos a Celia sin obtener respuesta
alguna. Cuando por fin la pudo localizar le preguntó cómo estaba Carmen.
—Se
encuentra muy bien, no te preocupes.
—Papá está
deseando verla... Tenemos que llevarla al hospital para darle ánimos. Quiero
hablar con ella. Dile que se ponga.
—Está echada
en la cama.
—En ese
caso, llamaré más tarde.
—Lo siento,
Daniel, pero no va a poder ser. Mamá no se encuentra bien.
—Me acabas
de decir que estaba muy bien. Por favor, Celia, no me hagas luz de gas.
Durante unos
segundos permaneció en silencio.
—Mamá no
está en casa.
—¿Qué?
—Sergio y yo
la hemos ingresado en una residencia.
—No me lo
puedo creer.
—Créetelo,
Daniel. Es lo mejor para ellos. Ya están demasiado mayores para vivir solos.
—¿Cómo
puedes saber lo que es mejor para ellos? ¡Durante veinte años apenas les habéis
visitado!
—Exageras un
poco, ¿no te parece?
—¿Que
exagero? ¡Ni siquiera te has molestado en venir a verles esta Navidad! ¿Piensas
que a ellos no les afecta? ¿Así les pagas todo lo que te han ayudado siempre?
¿Acaso has olvidado ya los cheques que papá te enviaba para tus gastos?
—Puede que por ser la pequeña
hayan tenido un trato de favor conmigo, pero eso es agua pasada. Para que veas
que no soy desagradecida, a partir de ahora quiero que nuestros padres vivan
como reyes.
—¿Cómo reyes
en un asilo? Sabes de sobra que nunca han querido ir a un sitio como
ése. En un asilo es imposible que tengan la misma dedicación hacia
ellos que en casa, y además van a echar de menos todas sus cosas. Su cama, su
sofá, su televisor, sus muebles, sus fotos, sus recuerdos...
—Sergio y yo
lo hemos decidido así, Daniel. No hay vuelta de hoja.
—Sergio y tú, siempre Sergio y tú. Y yo, qué.
¿Acaso mi opinión no vale nada? ¿Con qué derecho me imponéis vuestros
criterios? ¿De verdad os creéis con potestad para disponer de sus vidas a
vuestro antojo? Soy yo el que les conoce mejor. Siempre he estado ahí para lo
bueno y para lo malo. ¿Sabes? No es fácil convivir al lado de dos personas
mayores. El carácter de papá se ha ido torciendo con la vejez. Muchas veces me
ha hecho daño con su manera de ser... Pero eso ahora no me importa. Es mi padre
y no quiero que pase los últimos años de su vida en un asilo.
—Habla con
Sergio —dijo Celia en tono seco.
—No dudes
que hablaré con él. Dame la dirección de la residencia. Voy a ver a mamá.
8
Daniel apuntó la dirección y
se dirigió sin perder tiempo hacia el asilo. Estaba dolido por la manera de
actuar cínica y alevosa de sus hermanos. Una vez más habían maquinado entre
ellos un plan dejándole al margen. Empezaba a tener fundadas sospechas de sus
verdaderas intenciones, que sin duda iban más allá de esa repentina
preocupación por unos padres a los cuales habían ignorado durante años. A pesar
de ello, Sergio y Celia siempre fueron privilegiados en el trato recibido
respecto a Daniel. Nada más cumplir los dieciocho años, Adolfo le compró a
Sergio un flamante coche deportivo. Quizás el hecho de ser el primogénito
le había deslumbrado sin darse cuenta que en realidad su hijo mayor era un tipo
arrogante y egoísta. Celia, la más consentida de la familia, exigía siempre que
todo su vestuario fuera de buena marca. Los caprichos de la hija menor llegaban
a ser irritantes. Sin embargo, Daniel jamás cayó en la vulgaridad de considerar
un agravio comparativo las atenciones de Adolfo respecto a él. Al revés.
Valoraba cualquier detalle recibido por pequeño que fuese. Cuando años más
tarde le regaló un coche de segunda mano, jamás pensó que a su hermano mayor le
había comprado uno caro y nuevo. Todo lo contrario. Se alegró del detalle de su
padre, pues pensaba que ni siquiera lo merecía… Durante unos instantes le
vinieron a la mente recuerdos de la infancia. Desde muy corta edad Sergio había
sido un niño engreído y rastrero. No soportaba perder en los juegos, ya fuesen
las canicas, el parchís o las cartas. Siempre que tenía la oportunidad hacía
trampas y cuando perdía tiraba el tablero por los aires enrabietado o salía del
salón dando un portazo. Celia todos los años pedía para Reyes los juguetes más
caros, aunque a las pocas semanas dejara de interesarse por ellos. También era
capaz de hacer bajar a su madre a la calle para comprar un helado si a la niña
se le antojaba a pesar de la hora que fuera…
Imbuido en
estos pensamientos, Daniel se topó de frente con el asilo de ancianos ubicado
en el barrio de Prosperidad. A simple vista desde el exterior el lugar parecía
agradable, pero lo que se encontró al traspasar el umbral de la puerta
sobrecogió su pecho. Decenas de viejos encerrados en lúgubres estancias
permanecían hacinados en el ambiente más desolador que un ser humano pueda
imaginar. Algunos de ellos estaban sentados en tresillos desvencijados y
mugrientos. Varios miraban al techo o al suelo con expresión hueca y delirante.
Otros caminaban a lo largo del pasillo vestidos con sus batas sucias repitiendo
frases autómatas. Uno con la boca mellada se rascaba el pelo sin parar como si
tuviera piojos. Otro pronunciaba lamentos compungidos mientras se balanceaba de
lado a lado. Los tics nerviosos eran habituales a consecuencia del encierro
prolongado en aquel lugar deprimente. A lo lejos, un anciano con el gesto
desencajado y las manos encogidas gritaba sin cesar: «¡Me quiero morir! ¡Me
quiero morir!». Una vieja con el pelo blanco le acariciaba intentando
consolarle. Junto a ella, en el mismo tresillo, un viejo con aspecto de
retrasado mental se había defecado encima. El hombre sacaba el excremento del
pantalón limpiándose en las mangas de la camisa mientras un hilillo de saliva
colgaba de sus labios. Un hedor insoportable comenzó a invadir la estancia.
—¡Enfermera!
—gritó la anciana— ¡Agustín se ha cagado encima!
Acongojado,
Daniel buscaba a su madre entre toda aquella turba de demencia senil sin poder
encontrarla por ningún sitio. Una señora que arqueaba las cejas con expresión
de locura se acercó hasta él. Cogiéndole por el brazo le miró fijamente exclamando:
—¡Juventud,
divino tesoro, que te vas para no volver!
Daniel salió de la estancia
completamente abrumado. Después de atravesar el pasillo principal por fin
encontró a su madre en un recodo al fondo de una sala sombría. Carmen estaba
sentada en una silla de madera con la mirada triste y ausente.
—¡Mamá!
—exclamó abrazándola—. ¿Cómo estás?
—Bien, hijo,
bien —respondió con voz débil. Era evidente que Carmen se encontraba totalmente
desorientada por aquella nueva situación fuera de su rutina en casa.
—¿Qué tal te
tratan aquí? —preguntó cogiéndole las manos.
Carmen
permaneció en silencio como si ocultara algo.
—Te noto más
delgada, ¿comes bien?
—Sí… Poco,
pero bien…
Daniel se
dio cuenta de que su madre tenía las uñas negras y que el vestido que llevaba
puesto estaba lleno de manchas. En ese instante tuvo que reprimir la rabia que
le desbordaba.
—Voy a volver
pronto a casa, ¿verdad? —dijo mirándole con gesto de esperanza.
Aquella
pregunta se clavó como una daga en su corazón.
—Claro que sí, mamá —respondió
apretando sus manos—. Sólo estarás aquí hasta que papá se recupere.
—¿De verdad?
—insistió la pobre mujer.
Carmen le
miraba con ojos de pena esperando una respuesta.
—Te lo prometo, mamá. Sólo
será cuestión de unos días...
Daniel se sintió muy triste
teniendo que ocultar la cruda realidad, pero sin duda era lo mejor para no
hacerla sufrir más todavía.
—Mira lo que
te he traído —dijo rebuscando en su
abrigo—, tu cajita de música para que la pongas sobre la mesilla.
Daniel dio cuerda a la cajita
y la melodía de Para Elisa comenzó a
sonar. Nunca en la vida aquellas notas le habían parecido tan amargas como en
esos momentos.
—¿Vamos a tu
cuarto y me lo enseñas? —dijo levantándose.
Al llegar a la habitación
no pudo dar crédito a sus ojos. Aquello ya fue demasiado. Carmen compartía
un dormitorio frío y mal ventilado con una anciana en fase terminal asistida
por tubos acoplados a su cuerpo. El alma se le cayó a los pies… Daniel sintió
una repugnancia infinita por Sergio y Celia. Su madre, que había sido la
persona más buena y entregada del mundo, no merecía pasar los últimos días de
su vida en aquel sórdido lugar.
Una hora más
tarde salió de la residencia con los ojos llenos de lágrimas jurándose a sí
mismo que la sacaría de allí, aunque fuese lo último que hiciera en la vida.
9
A la semana siguiente Sergio
se presentó en la buhardilla de Daniel sin avisar como era costumbre en él.
Llamó al timbre y aporreó la puerta con ímpetu. Telmo se puso a ladrar.
—¿Quién es? —preguntó
bostezando mientras se anudaba la bata antes de abrir.
—Soy tu hermano, deberías suponerlo —dijo en
tono prepotente.
—Por supuesto que lo suponía.
Nadie más que tú llama a una casa de esa manera.
Telmo
comenzó a gruñir enseñando los dientes con cara de pocos amigos.
—Ata al
chucho, no vaya a ser que se me tire encima.
—¿Sabes qué
hora es? —preguntó mientras le hacía pasar sujetando al perro.
—Las nueve
y media de la mañana, hora de estar funcionando ya, como todo el mundo.
—Me da igual
lo que haga todo el mundo. A mí no se me ocurre presentarme en casa de nadie
así. Anoche me acosté tarde.
—Como siempre, claro... No
cambias, Daniel. Veo que sigues con tus horarios descabalados.
—¿Has venido aquí para hablarme de mis
horarios? —dijo frunciendo el ceño con cara de fastidio—. Llevo varios días que
no estoy de humor. Lo que habéis hecho con mamá no tiene nombre. Ingresarla en
un asilo en contra de su voluntad... Si papá la viese allí dentro se
derrumbaría.
—Precisamente
a eso venía, a hablar de nuestros padres y...
—¿Has visto
la cara de pena que tiene? —interrumpió Daniel—. ¿Has visto lo deprimente que
es ese lugar?
—Vamos,
vamos, no te pongas melodramático… Allí mamá va a estar rodeada de gente para
que no se sienta sola.
—¿Para que
no se sienta sola? Cuando llegué estaba en una esquina apartada de todo. ¿Sabes
con quién comparte la habitación? Con una enferma en fase terminal. ¿De verdad
crees que ese ambiente es el mejor para su ánimo?
—Pues yo la
he encontrado muy bien, qué quieres que te diga. Ayer estuve en la residencia y
nunca la había visto tan contenta.
—¿Me tomas
el pelo? No puedes hablar en serio.
—Y comen de
maravilla —continuó diciendo Sergio sin escucharle.
—Apenas come
nada. Está demacrada desde que la metisteis allí. Y los supuestos cuidados con
los que la atienden dejan mucho que desear. Llevaba las uñas sucias y el
vestido lleno de manchas por todas partes. No sé si Celia y tú tenéis la
conciencia tranquila, pero mamá no se encuentra a gusto en ese lugar. Nada más
verla, lo primero que preguntó es si iba a volver pronto a casa. Me partió el
corazón.
—No tienes
remedio, Daniel —dijo en tono cínico dándole palmaditas en la espalda—. Siempre
has sido un sentimental... Hazte a la idea de que es lo mejor para ellos. De
acuerdo que vivir en un asilo no es como navegar en un crucero, pero es lo
que les toca. A ti y a mí nos pasará lo mismo... Bueno, qué, ¿vamos a estar en
el hall toda la mañana?
Telmo
comenzó a gruñir mirando tenso al hermano recién llegado.
—No le gustas, Sergio. No le
gustas nada. Los perros captan las vibraciones de las personas.
—Eres muy
amable, hermanito.
—Pasa al
salón —dijo en tono seco—. Voy a prepararme un café.
Daniel fue a la cocina de mala
gana. No soportaba los aires de grandeza de su hermano mayor. Cargó la cafetera
y la puso en el fuego. Sergio se sentó en el salón, sacó un puro de la chaqueta
y agujereó el extremo. Después lo encendió ladeando la cabeza con gesto de
gánster. Tras dar la primera calada, cruzó las piernas, puso el brazo izquierdo
sobre el respaldo del sofá y echó un vistazo a la estancia apretando el puro
entre los dientes. El perro le miraba tumbado en la alfombra sin quitarle ojo
de encima.
—Veo que este
cuchitril sigue igual: todo desordenado y lleno de polvo.
—No he
tenido tiempo de arreglar la casa—respondió Daniel entrando en el salón con el
café sobre una bandeja.
—¿Cuándo vas
a quitar esos pósters de negros? —preguntó refiriéndose a unas fotos de músicos
de Jazz enmarcadas sobre la pared.
—No los pienso quitar —contestó acercando un
cenicero a su hermano.
—¿Tanto te
gustan esos tipos como para verles cada vez que entras aquí? —preguntó Sergio
echando la ceniza con displicencia.
—Me gusta su
música —dijo Daniel cogiendo la taza de café—. Es suficiente motivo para tener
sus fotos en la pared. Louis Armstrong, Charlie Parker, Miles Davis, John
Coltrane... Todos ellos han marcado mi vida. Si hay algo por lo que merece la
pena vivir es por la música.
Sergio le
escuchaba sin lograr entenderle.
—¿No crees
que deberías ir sentando la cabeza? —espetó echando el humo por un lado de la
boca—. Vives como un muerto de hambre.
—¿A qué le
llamas tú sentar la cabeza, a vivir como un yuppie? —replicó mirando fijamente
a su hermano—. Olvídalo. Ese tipo de planteamiento no me interesa en absoluto.
La vida no es una cuenta corriente ni unos números bancarios que engordar. Para
mí hay cosas más importantes.
—¿Qué es más
importante para ti, tallar monigotes y hacer poesías? Vamos, Daniel, despierta
de tu ignorancia. Vendiendo esas baratijas nunca llegarás a nada.
Sergio
siempre se había burlado de la afición de Daniel por la literatura. A menudo le
recriminaba el tiempo que había perdido haciendo poemas en vez de buscarse un
buen trabajo.
—Se come de pan, no de versos —dijo tras darle una calada al puro—, y para
conseguir pan hace falta dinero en vez de poesías. Te lo he dicho siempre y te
lo repito una vez más: el dinero es lo que mueve el mundo. Sin dinero no eres
nadie, sólo un fracasado. Si hubieras aceptado el puesto de comercial que
te ofrecí ahora no estarías tallando figuritas de madera.
—No quiero
trabajar para ti, y menos en una empresa que se dedica a destrozar la sierra
construyendo chalets adosados por todas partes.
—Qué raro
que no sacases a relucir tu vena ecologista... A mí me gusta la naturaleza
tanto como a ti, siempre y cuando sea urbanizable, claro está. No le veo
sentido a los parques naturales si no los puedes disfrutar.
—La
naturaleza no tiene por qué convertirse en un parque temático donde colocar
cubos de basura cada cien metros. Tu empresa no vela por la naturaleza, sino
por la especulación inmobiliaria.
—Puedes
decir lo que quieras, pero gracias a ella nuestras acciones suben en Bolsa como
la espuma y me codeo con gente importante.
—¿A qué le llamas gente importante,
a las personas que manejan mucho dinero? Está claro que tu escala de valores no
tiene nada que ver con la mía. A mí el estatus me trae sin cuidado.
—Vamos, hermanito, no me
vengas con el rollo de que no es más rico quien más tiene, sino quien menos
necesita. Eso sólo son pamplinas; el cuento del zorro y la parra, consuelo para
los fracasados... Todos queremos más, el ser humano es así. El dinero da poder
y respeto. Un hombre sin dinero se convierte en un bulto sospechoso... Con tu
manojo de poesías no vas a llegar a ningún lado. Tienes que cambiar de actitud
si quieres llegar a ser alguien en la vida. ¿Has visto las pintas que llevas
siempre con esos pantalones harapientos y esas blusas deshilachadas? Debería
darte vergüenza, pareces un mendigo.
Daniel le
escuchaba indiferente mientras acariciaba a Telmo, que se había sentado junto a
él.
—Tienes que
mejorar tu imagen. Mírame a mí —dijo incorporándose del sofá—. Un traje bien
planchado es una garantía para el que te ve por primera vez. Y la corbata
siempre da un toque de distinción.
—No me
interesan los trajes ni las corbatas para juzgar a las personas. Sólo me fijo
en el brillo que me transmiten sus ojos.
—Siempre tan idealista... En
fin, no voy a discutir contigo. Me da la sensación de que esta misma charla ya
la hemos tenido un montón de veces.
—Por fin
estamos de acuerdo en algo. Has venido aquí para hablar de nuestros padres, no
para soltarme una vez más lo que piensas de mí, así es que vamos al grano.
Quiero que Celia y tú tengáis una cosa muy clara: esta situación tan sólo va a
ser provisional. No voy a consentir que mis padres estén allí
metidos hasta que se mueran. He prometido a mamá que volvería a casa
cuando papá se recupere y lo voy a cumplir.
—Celia y yo
hemos decidido por mayoría que van a quedarse en el asilo —replicó Sergio.
—No puedes
decidir por votación en nombre de otras personas que además son tus propios
padres. No puedes encerrar a nadie en contra de su voluntad. ¿Crees que papá va
a aceptar vivir allí metido el resto de sus días?
—La vida es
dura, hermano, siempre te lo he dicho —masculló con voz ronca echando el humo—.
El mundo civilizado es una jungla de asfalto... A los ancianos se les aparta
cuando ya no sirven para nada. Te guste o no, papá y mamá son dos viejos
chochos que no saben ni cómo se llaman.
—Son dos
seres humanos que tienen sentimientos y que quieren vivir en su casa.
—Olvídate de
eso. Celia y yo hemos decidido venderla.
El rostro de
Daniel mudó de expresión.
—Repítelo.
—Lo has oído
perfectamente. Vamos a vender la casa. Necesito ampliar mi negocio y ese dinero
me va a venir muy bien... No me mires así, a ti también te conviene. Sacaremos
unos beneficios excelentes de la venta. Yo me voy a encargar de todo, por
supuesto. Y no te preocupes, cuando se cierre el trato me pondré en contacto
contigo. Después podrás comprarte un estudio y salir de esta buhardilla
cochambrosa. Por cierto, deberías pensar también en cambiarte de barrio. En la
calle
no he hecho más que cruzarme con
moros y gentuza.
—¡Haz el
favor de salir de mi casa! —gritó Daniel con rabia.
Telmo
comenzó a gruñir mirando al hermano.
—Me parece
que vamos a tener problemas —dijo Sergio en tono amenazante levantándose del
sofá.
Aplastó el
puro contra el cenicero, se puso el abrigo con gesto impetuoso y se encaminó
hacia la salida. Antes de girar el pomo, se dio la vuelta y dijo señalándole
con el dedo:
—Por las
buenas, lo que quieras. Por las malas, estás perdido.
Sergio se
dirigió a la entrada sin despedirse y salió de la buhardilla dando un portazo.
10
Varios días después Daniel
recibió una llamada telefónica del hospital. El médico había decidido dar de
alta a su padre a pesar de que todavía se hallaba convaleciente. Nada más
colgar acudió presuroso a la residencia para decírselo a Carmen.
—¡Mamá, traigo una buena noticia! ¡Dentro de poco vas a estar otra vez en casa!
Los ojos de
la madre se iluminaron por primera vez en mucho tiempo.
—¿De verdad?
—Voy a sacar
a papá del hospital en cuanto recoja el coche del taller y contrate a una
interna que os haga compañía.
Una leve
sonrisa brotó de los labios de Carmen, que escuchaba a su hijo sentada sobre la
cama del cuarto. Daniel cogió la cajita de música y le dio cuerda. Las notas de
Beethoven esta vez sí que le parecieron armoniosas.
Cinco días
después ya había contratado a una cuidadora y tenía el vehículo reparado. El
viernes por la tarde fue al hospital para recoger a su padre. Estaba ansioso
por que todo volviese a la normalidad después del mal trago que estaban
pasando. Aún tenía grabada en la retina la escena de Adolfo tumbado en el suelo
inconsciente… Se habría sentido culpable de no ser por las muchas veces que le
insistió para que pusieran alguien a su cuidado. Pero Adolfo era tozudo y
orgulloso. Siempre que se lo sugería, contestaba: «¿Acaso piensas que soy
incapaz de valerme por mí mismo?»
Daniel llegó
al hospital, aparcó el coche y subió hasta la tercera planta. Recorrió el
pasillo principal y entró sin llamar en la habitación 327. De repente paró en
seco. En la cama se encontró un enfermo escayolado que le miró con sorpresa.
—Disculpe
—se excusó—, me he equivocado.
Al salir de
la habitación se detuvo frente a la puerta y comprobó que sobre el dintel figuraba
el número 327. Entonces pensó que le habrían trasladado a otro sector del
hospital para pacientes a punto de ser dados de alta. Instantes después junto
al ascensor se encontró con una de las enfermeras que habían estado al cuidado
de su padre.
—Perdone,
busco a Adolfo Pardo. Estaba ingresado en la habitación 327.
La enfermera, que llevaba un carrito con
frascos de suero y paquetes de gasas, le miró extrañada.
—¿No te lo
han dicho tus hermanos? Ayer por la tarde se lo llevaron.
Daniel se
quedó atónito.
—¿Sabes a dónde?
—preguntó sin dar crédito.
—Lo siento,
no me dijeron nada.
Daniel salió
del hospital con paso acelerado, buscó una cabina de teléfono y llamó a su
hermana.
—Celia,
acabo de venir del hospital y me he encontrado a otra persona en la habitación
de papá. Puedes figurarte el susto que me he dado. Está ahí contigo, ¿verdad?
—No, no está
aquí.
—¿Se lo ha
llevado Sergio?
Celia no
contestó.
—He
contratado a una interna para que permanezca al cuidado de los dos. Por la
tarde voy a sacar a mamá del asilo.
—Habla con
Sergio —respondió lacónica.
—¿Para qué?
—Habla con
él —insistió.
—Pero dime
al menos…
Celia colgó
dejándole con la palabra en la boca. Daniel marcó el número de su hermano. Las
pulsaciones iban aumentando a medida que sonaban los tonos de la llamada.
—¿Quién es?
—preguntó Sergio con voz altiva.
—Pásame a
papá, quiero hablar con él.
—No se puede
poner.
—¿Por qué?
—Porque no
está aquí.
—¿Dónde
está?
—No te lo
puedo decir.
—¿Que no me
puedes decir dónde está papá?
—Habla con
mi abogado.
—¡Que llame
a tu abogado para que le pregunte dónde está mi padre!
—Eso mismo.
—Tú has
perdido el juicio. No sé con qué derecho me hablas así.
—Con el
derecho que me otorga la ley.
—¡Pero qué
me estás contando!
—Lo que
oyes. Después de sacar a papá del hospital le hemos llevado a una notaría para
que nos diese todos los poderes y hacer con sus bienes lo que nos parezca
oportuno.
—¿Me estás
diciendo que sacaste a papá convaleciente para hacerle firmar ante un notario?
—Eso te
estoy diciendo.
—Eres un
canalla.
—Puedes
insultarme todo lo que quieras, pero no soy tan tonto como para dejar ciertos
cabos sin atar. He hablado con el médico y me ha dicho que la anestesia le ha
perjudicado de manera irreversible. Para que lo sepas, ha sufrido un coágulo en
el cerebro y a veces desvaría. Que papá empeore es cuestión de poco tiempo, y ese
piso vale un dineral. Doscientos metros cuadrados en pleno centro de la ciudad
es algo muy goloso como para dejarlo escapar.
—¿Dejar
escapar el qué?
—Va a ser un
negocio redondo. Mi inmobiliaria ya se ha puesto manos a la obra.
—Papá con un
trombo en la cabeza y tú mientras tanto pensando en los beneficios que vas a
sacar… Me das asco, Sergio.
—Tú también te vas a
beneficiar de ello, así que no te escandalices tanto.
—No tienes
ningún derecho.
—Tengo los
poderes que me ha otorgado el notario, con eso es suficiente. Mentalízate de
que a partir de ahora voy a ser yo el único que maneje todo el patrimonio familiar
y las cuentas bancarias.
—El hecho de
que papá te permitiese ser cotitular de su cuenta para hacerte un favor no
significa que ahora puedas disponer de su dinero cuando te parezca.
—Soy el hermano mayor y se va a hacer lo que
yo diga. ¿Te ha quedado claro? Métete esto en la cabeza: tengo todos los
poderes notariales para hacer y deshacer a mi antojo. Respecto a las cuentas
bancarias voy a sacar dinero cuando me dé la gana. La ley me permite hacerlo. Si
tienes alguna duda, ponte en contacto con mi abogado. Se llama José Baza.
Apunta su número: 91 550 15 30. Por cierto, he dado de baja el teléfono y
también he cambiado la cerradura de la puerta.
—Haz el
favor de decirme dónde está papá.
—Llama a mi
abogado y se lo preguntas a él.
—¡Yo no
tengo por qué llamar a tu abogado para saber dónde está mi padre!
Sergio no
contestó. Había colgado a mitad de la frase.
11
Daniel se quedó absorto. La actitud de sus hermanos le sobrepasaba por completo.
Ocultarle el paradero de su padre había sido ir demasiado lejos. Ese acto malévolo
era un secuestro encubierto, no podía calificarse de otra forma.
Estuvo postrado en la cama con el ánimo hundido durante días. Ni siquiera se
levantaba para comer. Había abandonado por completo sus labores de artesanía y
las tareas domésticas de la buhardilla. Tan sólo era capaz de hacer un esfuerzo
por las noches para sacar el perro a la calle. El resto del tiempo lo pasaba
tumbado con la habitación a oscuras. Telmo permanecía junto a él empujando su cuerpo
con el hocico y lamiéndole la mejilla... Lo que más le apenaba era haber
prometido a Carmen que esa misma semana volvería a casa con Adolfo. Le
martirizaba tener que ir al asilo para decirle que sus propios hijos estaban
ocultando el paradero del padre. Sabía que en cuanto Carmen preguntase por
Adolfo le iba a hundir más aún, pero era consciente de que antes o después
tendría que enfrentarse a ese momento.
Continuó varios días sumido en una depresión profunda hasta que por fin decidió ir a verla. El hecho de pensar que la pobre mujer estaría allí sola rodeada de ese sórdido ambiente era lo único que le incitaba para dar aquel paso. Un lunes por la mañana Daniel se puso en camino hacia el asilo. Aparcó el coche por los alrededores y entró en aquel triste lugar. Era conmovedor ver a los ancianos viviendo en esas condiciones por debajo de la dignidad de cualquier persona. Aquellos pobres octogenarios deambulaban con la mirada perdida drogados por las enfermeras con tranquilizantes para mantenerlos a raya. Por la noche, tras la cena, aumentaban las dosis de los sedantes. De esa manera los celadores nocturnos se aseguraban una velada tranquila, libre de posibles contratiempos causados por algún interno alterado.
A lo lejos
se escuchaba el lamento desesperado del viejo que gritaba sin cesar: «¡Me
quiero morir! ¡Me quiero morir!». En el pasillo principal se topó con la
anciana que representaba su papel día tras día de manera calcada. Le cogió por
el brazo y con mirada histriónica volvió a repetir la frase de costumbre: «¡Juventud,
divino tesoro, que te vas para no volver!».
Aquel asilo era como un teatro demencial donde se apartaba a los actores seniles
para ensayar su propio guión de manera obsesiva. El ambiente que se percibía
allí dentro era desalentador. La sombra del maltrato amenazaba a cada instante
como una negra tormenta a punto de descargar. A menudo los ancianos aparecían
con moratones por distintas partes el cuerpo que llevaban indefectiblemente a
la sospecha de haber sido golpeados.
Daniel se dirigió a la sala conocida entre los internos como El Cuarto Oscuro.
Era la más alejada y lúgubre de toda la residencia. Carmen solía permanecer
allí durante horas con su cajita de música sobre el regazo. Daniel entró en la sala,
pero no había nadie. Estaba completamente vacía. Entonces fue a su dormitorio.
Abrió la puerta y se quedó helado. Allí estaba Carmen. Junto a ella, en la cama
que antes ocupaba la enferma terminal, se encontró con Adolfo.
—¡Papá! ¡Tú también aquí! —exclamó incrédulo.
Adolfo levantó la cabeza lentamente y le miró con gesto de censura.
—Hijo, por qué nos habéis metido en este asilo… Tu hermano dijo que me llevaría
a un centro de rehabilitación y me ha traído aquí engañado… Nosotros queremos
volver a casa.
Los labios
del anciano comenzaron a temblar mientras las lágrimas brotaban de sus ojos.
—Y vais a volver, papá —respondió acongojado—. Vais a volver.
Daniel salió del cuarto a paso firme y en el pasillo se topó con una cuidadora.
—Comunique a la dirección que mis padres abandonan hoy la residencia. Voy a
recoger todas sus cosas.
Dos horas después, tras cambiar de nuevo la cerradura de la casa, Daniel
regresó a la residencia para recoger a sus padres. Al día siguiente dio de alta
el teléfono y contrató una ayudante interna que se instaló con Adolfo y Carmen.
Lucrecia era una mujer colombiana de aspecto afable que enseguida simpatizó con
la familia.
—Escúchame bien, Lucrecia —le dijo antes de irse—. Bajo ningún concepto abras
la puerta a nadie, aunque te digan que son mis hermanos. Aquí tienes una copia
de las llaves de casa por si necesitas salir a hacer algún recado. Ten siempre
el cerrojo echado, ¿de acuerdo? Si surge algún problema, no dudes en llamarme
todas las veces que haga falta sin importar la hora que sea. Mañana me pasaré
por aquí para ver qué tal va todo.
—Como usted diga, señor —respondió en tono solícito.
—Trátales con todo el cariño del mundo, por favor. Lo están pasando muy mal.
—No se preocupe. Puede marcharse tranquilo que así lo haré.
—Buenas noches, Lucrecia.
—Buenas noches, señor.
12
La respuesta de sus hermanos no se hizo esperar. Al día siguiente por la tarde
recibió una llamada telefónica.
—¿Dígame?
—Soy José Baza, el abogado de Sergio y Celia.
Daniel colgó al instante. Al cabo de un rato volvieron a llamar y actuó de
idéntica forma. A lo largo de la semana se repitió aquella circunstancia, pero
siguió mostrándose inalterable. Su única preocupación era estar en contacto a
todas horas con Lucrecia para que le pusiese al corriente de las novedades que
pudieran surgir. Días más tarde recibió un telegrama en la buhardilla, que
decía así:
«Daniel
Pardo: comunico contigo en calidad de abogado de tus hermanos. Ponte en
contacto urgente con mi oficina antes del próximo martes 15 de enero. Como has
hecho caso omiso a todas mis llamadas, te anticipo que de no contactar en el
plazo señalado procederé de forma contundente contra ti en defensa de los
intereses que me han sido confiados. José Baza»
A partir de
ese momento fue consciente de que sus hermanos utilizarían cualquier medio al
margen de la ley para salirse con la suya.
José
Baza era un abogado conocido por sus métodos mafiosos y su forma de
extorsionar a todo aquel que hiciese falta con el único objetivo de conseguir
sus propósitos y ganar el pleito. Daniel había oído comentar a su hermano las
muchas veces que le resolvió situaciones de asuntos turbios en los negocios de
la inmobiliaria. José Baza tenía fama de tipo duro, un depredador de la
justicia que se infiltraba por cualquier vericueto legal para sacar
adelante los casos que le eran encomendados. No tenía ninguna clase de escrúpulos
a la hora de hundir a una persona si eso le iba a reportar prestigio en el
gremio judicial. Se jactaba de haber dejado en bancarrota a numerosos financieros
con sus argucias jurídicas saltándose el código deontológico cuando la
situación lo requería. Alardeaba a menudo de cierto caso en el cual un
empresario se suicidó gracias a un pleito ganado a favor de su cliente, un
magnate mafioso que se dedicaba al tráfico de drogas y al blanqueo de capital. José
Baza recibió una gran suma de dinero negro entregada en un maletín tras hacerse
firme la sentencia. Con aquel proceso el letrado se lucró a expensas de un
hombre arruinado por un veredicto injusto. Otra vez llegó incluso a litigar
contra una persona a la que años atrás había defendido; hasta ese punto llegaba
su falta absoluta de moral y su corrupción. José Baza era conocido en los
ámbitos jurídicos como el abogado mercenario por su forma de actuar en los
procesos penales, siempre agresivo y amenazante frente a la parte contraria.
Daniel sabía que no podía dar muestras de debilidad. Nada más recibir el
telegrama se puso en contacto con la oficina. Tras varios minutos de espera, la
secretaria le pasó con José Baza. Ni siquiera se molestó en saludarle.
—Soy Daniel Pardo. Acabo de recibir tu telegrama. Quiero que sepas que mis
padres no se van a mover de casa mientras sea su voluntad. A partir ahora ya no
están solos ni indefensos frente a mis hermanos.
—Mira, Daniel —respondió en tono duro—, voy a ser escueto porque tengo la
mañana muy ocupada y no pienso malgastar el tiempo contigo. En ningún momento
voy a entrar en valoraciones sentimentales. Me da igual que tus padres quieran
o no seguir viviendo en su domicilio. Yo soy un profesional y me pagan por
sacar adelante los pleitos, así que más vale que entres en razón y soluciones
el asunto de forma extrajudicial. De lo contrario, lo vas a perder todo, te lo
aseguro.
—Tú no estás por encima de la ley —contestó Daniel.
—Vaya, vaya, nos ha salido gallito el poeta —espetó el abogado con ironía—. Te
advierto que no he perdido ni un solo caso en toda mi carrera, y esta vez no va
a ser diferente.
—La ley decidirá, no tú.
—Eres un ingenuo, amigo… La ley tan sólo es un juego con reglas que se pueden
manipular. El que juega mejor, gana. Ésa es la cuestión.
—Tú sabrás mucho de leyes y de cómo manipularlas a tu antojo, pero yo voy a dar
la vida por mis padres si hace falta. No me importa que volváis a meterles en
la residencia. Iré a por ellos con el coche las veces que haga falta para
llevarlos de nuevo a su casa.
—¿Llamas a eso coche? —dijo con sarcasmo—. Ya estoy informado y tengo hasta la
matrícula. Por lo que me cuentan, está que se cae a pedazos…
—Eso a ti no
te incumbe —respondió Daniel.
—Ten una
cosa muy clara: como no te avengas a lo que te imponen tus hermanos, dentro de
poco no vas a tener ni para comprarte una barra antirrobo porque te voy a
arruinar.
—Eres un tipo despreciable.
Daniel
colgó el teléfono y suspiró hondo. Era consciente de que aquello era el inicio
de un mal trago. Pero esta vez no se iba a hundir. Había bajado durante más de
una semana al infierno para regresar fortalecido de allí. Cogió la correa, ató
a su perro con rapidez y se fue a dar un largo paseo por las afueras de la
ciudad. Mientras caminaba meditabundo entre los árboles del parque la sensación
de tristeza que albergaba en su pecho era doble. Primero, por el sufrimiento que
estaban padeciendo sus padres. Segundo, porque eran sus propios hermanos los
que habían provocado aquella situación. Al fin y al cabo formaban parte de su
propia sangre y desde pequeños habían convivido bajo el mismo techo. Lo cierto
es que con el paso de los años Sergio y Celia se habían ido distanciando de la
realidad familiar adoptando una postura cínica y cómoda para ellos. Cuando sus
padres necesitaron su ayuda nunca aparecieron por la casa viviendo siempre su
vida al margen de los problemas. Ahora solapados bajo la excusa de que en una
residencia estarían mejor atendidos, pretendían aprovecharse de la situación para
hacer uso del patrimonio con toda la codicia del mundo.
13
Los días posteriores Daniel no tuvo noticias de sus hermanos ni del
abogado. Ese silencio le parecía inquietante pues intuía que estaban tramando
algo a sus espaldas. Procuró volver a la rutina y se puso a trabajar con varios
encargos que tenía pendientes, pero siempre al tanto de cualquier llamada que
pudiera recibir en el teléfono. A última hora de la tarde recogía los bártulos
y se acercaba con Telmo a casa de sus padres para que la cuidadora le pusiera
al corriente de cualquier novedad. Adolfo poco a poco iba haciendo progresos en
la rehabilitación aumentando la frecuencia con que recorría el pasillo
apoyado en sus muletas. A pesar de su aparente ausencia mental Carmen recuperó la
armonía en sus hábitos e incluso a veces tarareaba antiguas canciones junto a
Lucrecia.
Todo transcurría con tranquilidad hasta que comenzaron a ocurrir extraños
sucesos que pusieron a Daniel en actitud de alerta. Una noche que regresaba con
Telmo a la buhardilla se encontró los retrovisores del coche desgajados y los
limpiaparabrisas retorcidos. No era inusual que a veces sucedieran hechos así
por el barrio. En ocasiones las pandillas se juntaban para beber y de madrugada
realizaban actos vandálicos. Lo que realmente le extrañó es que fuera entre semana.
Aquellas gamberradas solían acontecer siempre los sábados. Sin darle más
vueltas, el miércoles llevó el coche al taller para reparar los desperfectos.
Pero dos días más tarde le pincharon las cuatro ruedas y le destrozaron los
cristales de las puertas. Era obvio que estaban intentando amedrentarle… Lo
extraño es que Daniel jamás había tenido problema alguno con nadie. Le gustaba salir
a la calle para charlar con la gente y se pasaba las horas en el parque con los
dueños de otros perros. Podría decirse que su barrio era como un pueblo dentro
de la propia ciudad donde todo el mundo se conocía.
A partir de entonces tomó la determinación de dejar el coche fuera del
distrito y se trasladó a vivir con los padres durante una temporada. Por el
día trabajaba tallando figuras de madera y al anochecer regresaba con ellos. Pasaron
varias semanas sin ningún contratiempo, hasta que una tarde se encontró con una
desagradable sorpresa en la buhardilla. Alguien había forzado la cerradura
entrando allí y revolviéndolo todo. Las figuras de madera estaban tiradas por todas
partes. Habían arrancado de la pared las fotos de los músicos de Jazz. Algunos
tiestos con plantas estaban volcados con la tierra esparcida… Lo que más le
dolió es que habían quemado sus carpetas de poemas. En ellas guardaba todos sus
escritos desde que era pequeño; los primeros versos con apenas diez años
dedicados a sus padres; las poesías de su etapa adolescente; los poemas de amor
con sus antiguas parejas. Todo lo que era importante para él estaba por el
suelo hecho cenizas… Triste y afligido recogió los fragmentos que se habían
salvado de las llamas. Ya no eran más que palabras inconexas sobre hojas
ahumadas.
Durante
media hora Daniel se sentó en el sofá sin poder asimilar lo que había sucedido.
Después recogió las figuras de madera, barrio el salón y reparó la cerradura. Estaba
a punto de marcharse, cuando sonó el teléfono. Con la correa de Telmo en la
mano dudaba si cogerlo o no. El timbre sonaba una y otra vez. De pronto paró
unos segundos. Luego volvió a sonar… Daniel estiró la mano y por fin lo cogió.
—¿Sí?
Al otro lado nadie contestaba, pero se oía una respiración profunda.
—¿Quién es? —volvió a preguntar con el corazón en un puño.
—Esto sólo es el principio…
Aquella voz de tono grave era irreconocible. Sin embargo, las intenciones
habían quedado muy claras. Colgó el teléfono e inmediatamente se asomó a la
ventana para ver si algún extraño merodeaba por la calle. En apariencia todo
transcurría con normalidad, aunque estaba convencido de que le vigilaban.
14
Daniel tenía fundadas sospechas
sobre quién estaba detrás de aquello… Sabía que denunciarlo era la única salida
que le quedaba. Aun así, le costaba llegar a ese extremo. Cursar una demanda judicial
contra sus propios hermanos resultaba muy doloroso para él a pesar de que le
estuvieran haciendo la vida imposible. Pero no le dejaban otra opción. Al día
siguiente presentó una denuncia en los Juzgados. Con un nudo en la garganta
redactó el texto y lo firmó antes de entregárselo al funcionario del registro.
Después volvió a casa junto a sus padres intentando aparentar normalidad. Nada
más entrar, Lucrecia fue a su encuentro alarmada.
—Señor, no hay gas. Iba a preparar la comida pero no he podido.
—Es posible que lo hayan
cortado por la obra que están haciendo en la calle.
—Pregunté a la vecina de enfrente y me dijo que ellos sí tienen suministro.
Daniel se dirigió a la cocina y abrió la llave del fogón. No salía combustible.
—Ve preparando una ensalada. Mientras, voy a llamar a la compañía.
—Como
usted diga.
Buscó
el teléfono en la guía y marcó el número.
—Gas
Natural, buenos días, ¿en qué le puedo ayudar?
—Íbamos a
hacer la comida y nos hemos encontrado con que no tenemos gas. ¿Puede deberse a
una avería?
—Es probable —contestó la
operadora—. En cualquier caso, ¿me podría facilitar el nombre del titular para
ver en qué situación se encuentra el contrato?
—Adolfo
Pardo Jiménez.
—Un momento,
por favor.
Durante más
de tres minutos Daniel se mantuvo a la espera.
—Perdone,
pero hay una orden de baja fechada este mismo mes.
—No es
posible —respondió incrédulo—. Ha tenido que ser una confusión.
—Pues aquí
consta claramente. La orden fue dada Por Celia Pardo Navarro. Supongo que es un
familiar suyo, ¿verdad?
Daniel se quedó helado. No
podía articular palabra... Habían sido capaces de cortar el gas a sus propios
padres como medida de presión para obligarles a abandonar la casa con la intención
de volver a encerrarlos en el asilo.
—¿Sucede
algo, hijo? —preguntó Adolfo entrando en el salón con las muletas.
—No, no,
nada… Han cortado el gas provisionalmente por la obra de la calle, pero dentro
de poco volverán a reponerlo.
Tras la
comida, cuando el padre se quedó dormido en el sofá del salón, Daniel aprovechó
para volver a llamar a la Compañía de Gas solicitando que reanudaran el
servicio. Por la tarde se dirigió a la buhardilla con la intención de comprobar
que todo estuviese bien. Nervioso ante lo que pudiera encontrarse, introdujo la
llave en la cerradura. Su pulso se aceleró al hacer girar la vieja puerta de la
entrada… Por fortuna todas las cosas seguían tal y como las había dejado.
Daniel fue a la cocina y preparó una tila bien cargada. Luego permaneció en el
salón mirando los pósters de música pisoteados. No daba crédito a la maldad de
sus hermanos… Justo antes de salir de la buhardilla, comenzó a sonar el
teléfono. Era como si alguien desde afuera espiara sus movimientos. Con un gesto
rápido descolgó el auricular.
—¿Quién es? —preguntó
tensando la voz.
Una vez más
se dejó oír aquella respiración pausada.
—Te vas a
arrepentir de lo que has hecho…
Era la misma
voz grave y susurrante de la anterior llamada anónima. Se mantuvo varios
segundos en silencio y después colgó. Sin duda se refería a la denuncia
interpuesta contra Sergio y Celia. Daniel ató al perro, cerró la puerta con
ímpetu y salió corriendo en dirección a la casa de sus padres. Cuando entró en
el recibidor a toda prisa Lucrecia se asustó al verle alterado.
—¿Ocurre
algo, señor?
—No, nada.
¿Mis padres están bien? —preguntó con resuello.
—Muy bien.
Se encuentran en el salón.
Al fondo
podían oírse las inconfundibles notas del Concierto
de Aranjuez que Adolfo solía escuchar junto a Carmen.
—¿Qué tal
todo? —dijo asomándose por la puerta.
—Bien, hijo,
bien. Disfrutando con tu madre de esta maravilla. Me trae recuerdos de cuando
la abuela lo escuchaba en casa. Le encantaba la música clásica. Y qué bien
tocaba el piano la abuela Lola…
A pesar de
la tensión que estaba viviendo en los últimos días, Daniel se sentía feliz de
verlos otra vez tranquilos en la intimidad del hogar. Telmo se acercó junto a
la madre moviendo el rabo. Carmen le acarició suavemente mientras sonreía. La
anciana era una apasionada de los perros y Telmo lograba estimular sus
emociones adormecidas por la enfermedad.
Permanecieron
toda la tarde en el salón hasta que se hizo de noche. La vecina se había
ofrecido a prepararles comida caliente mientras les faltara el suministro de
gas. Aquellos días de invierno estaban siendo duros y tomar alimentos fríos no
llegaba a reconfortar. La mujer les calentó un puchero de cocido que los
ancianos agradecieron como si hubiesen vuelto a tiempos de la posguerra. Media
hora después de cenar, Adolfo se levantó del sofá y se dirigió al baño con sus
muletas.
—¿Le puedo
ayudar en algo, don Adolfo? —preguntó Lucrecia solícita.
—No te
preocupes, me apaño bien yo solo.
A lo largo
del pasillo se podía escuchar el sonido renqueante de las muletas. De pronto,
hubo un apagón. Toda la casa se quedó en penumbra… Instantes después se oyó un
ruido seco en el cuarto de baño. Adolfo se había caído golpeándose la nuca
contra el lavabo. Daniel se levantó del sofá como impulsado por un resorte.
—¿Papá,
estás bien? —preguntó caminando a oscuras por el pasillo.
Daniel no obtuvo
respuesta.
—¡Papá,
contéstame! —gritó acongojado.
Rápidamente entró en el
baño tropezando con una muleta que se había quedado cruzada en el suelo. Se
agachó y a tientas puso la mano sobre la pierna de Adolfo. El anciano no se
movía… Se arrodilló con el corazón en un puño. Comenzó a palparle hasta llegar
al pecho. No sentía la respiración. Rebuscó en la camisa y sacó el mechero. Lo
encendió tembloroso frente al rostro de su padre. Adolfo tenía la boca abierta
y los ojos en blanco. El grito desgarrador de su hijo se escuchó en todo el
vecindario.
15
Daniel quiso que el entierro
de su padre fuera en la más absoluta intimidad. Ni siquiera los hermanos
tuvieron noticia del fatal desenlace hasta varios días después. Aquella fría
mañana de invierno tan sólo acudieron al sepelio Carmen, Lucrecia y él.
Cuando pudo confirmar que el
apagón de electricidad se produjo debido a otro corte de suministro ordenado
por sus hermanos la rabia le desbordó… Días después llegó a su domicilio una
resolución judicial en la que se le informaba que la tutela de la madre había
recaído sobre Celia. Por otro lado, la denuncia interpuesta contra sus hermanos
fue desestimada procediéndose al sobreseimiento de la causa. Daniel sabía que
la mano de José Baza estaba detrás de estas decisiones judiciales arbitrarias.
Sus influencias en los Juzgados era algo bien conocido en el gremio por sus
colegas de oficio. El abogado mercenario manejaba los hilos legales a su antojo
comprando a jueces y fiscales corruptos para desestimar las pruebas
presentadas. Muchas demandas cursadas contra sus defendidos ni siquiera
llegaban a diligencias previas. A menudo desaparecían sin más, supuestamente
extraviadas… Respecto a la autopsia del padre, había conseguido sobornar al
médico forense haciendo que certificase la muerte como infarto cerebral,
obviando el fuerte golpe recibido en la nuca tras perder el equilibrio como
consecuencia del apagón.
En cuanto
obtuvo la tutela de su madre, Celia decidió ingresarla de nuevo en el asilo sin
dudarlo ni un instante. Pero aquello no duró demasiado tiempo. Tras varias
semanas internada contra su voluntad, la anciana falleció de tristeza. Una
tarde plomiza de abril fue hallada muerta en el cuarto oscuro. Carmen se quedó
rígida e inexpresiva con la cajita de música entre las manos… Aquella noche
Daniel cayó hundido en la desolación. Todo lo que estaba sucediendo en su vida
le sobrepasaba. En cuestión de meses había perdido a los seres que más quería
por culpa de la infamia de sus hermanos.
16
En esta
ocasión fueron Sergio y Celia los que se encargaron de los preparativos del
entierro. Dispusieron todo con el mayor boato posible como si de aquella forma
sintieran más la muerte de Carmen. La miseria con la que amargaron sus últimos
días se convirtió en un auténtico derroche de esplendor e hipocresía... Antes
de la ceremonia los familiares se acercaron para darles el pésame. Sergio
manejaba la situación con desenvoltura, podría decirse que incluso ufano y
altivo. Siempre le gustaba convertirse en el centro de atención y aquel día no
iba a ser menos a pesar de las circunstancias. El hermano mayor había acudido
al funeral vestido con sus mejores galas. Eligió sin ningún recato un traje de
esmoquin rojo escarlata, más apropiado para pavonearse que para asistir a
un sepelio. Mientras el sacerdote dirigía las exequias, Sergio y Celia no cruzaron
palabra alguna con Daniel evitando en todo momento que se encontraran sus
miradas. Sergio sostenía en la mano izquierda un maletín negro del cual no se
separó ni un solo instante… Durante la misa, Celia lloraba con lágrimas
fingidas como una plañidera. Se apoyaba en el hombro de Sergio repitiendo una y
otra vez: «¡He hecho todo lo que he podido!» Daniel la miraba clavándole los
ojos con desprecio. Desde pequeño había asistido al uso de la mentira
que hacía su hermana para conseguir cualquier cosa. Ahora verla llorar con afectación
en el entierro de su propia madre le hacía sentir repugnancia.
Al final de
la mañana, tras un pequeño refrigerio preparado para el evento, la gente
comenzó a marcharse. Fue entonces cuando Sergio se acercó a Daniel poniéndole
la mano sobre su hombro.
—Sé cómo te
encuentras. Ellos eran muy importantes para ti —susurró en tono cínico—. Pero
es ley de vida… Creo que deberíamos dejar atrás las rencillas, ¿no te parece?
He sido un poco duro contigo, no lo niego. Sabes que me cuesta quitarme el rol
de hermano mayor, aunque tampoco lo hago con mala intención. Lo único que
pretendo es llevarte por el buen camino.
Daniel permanecía ausente
mirando hacia el final del cementerio, totalmente ajeno a la conversación.
—Hagamos
borrón y cuenta nueva, ¿de acuerdo?
Sergio se
encendió un puro con parsimonia y le miró condescendiente.
—Sí, ya sé que mi abogado es
un tipo sin escrúpulos. Se lo toma todo muy en serio y a veces peca de exceso de
celo en su trabajo… En cuanto a los desperfectos del coche y de tu buhardilla,
pásame las facturas de los arreglos y zanjamos el asunto como si no hubiera
pasado nada…
El rostro de
Sergio vislumbró una sonrisa hueca. Daniel seguía impertérrito, con la mente lejos
de allí. Su hermano miró de lado a lado, se colocó el puro entre los dientes,
subió el maletín a la altura del pecho y lo entreabrió. Podían verse varios
fajos de billetes nuevos asomando. Daniel ni siquiera se molestó en mirarlos.
Sergio volvió a cerrar el maletín y se lo puso entre los dedos.
—Para que
veas que tu hermano es de palabra —dijo autocomplaciente—. Aquí tienes la parte
de la herencia que te corresponde por la casa. He cerrado el trato en tiempo
récord y ya está vendida. Cuenta el dinero si no te fías. Verás que hay un diez
por ciento más de lo que te corresponde, pero eso implica que nunca jamás has
de mencionar a nadie la forma en que murieron nuestros padres, ¿te ha quedado
claro? Esto tiene que quedar para siempre dentro de la familia... Respecto al
saldo de las cuentas bancarias, ya hablaremos más adelante. De momento vamos a
opacar todo el dinero para no tener que declararlo a Hacienda. De eso se va a
encargar mi abogado.
Daniel echó a andar con el maletín en la mano
sin tan siquiera despedirse. Caminaba como un autómata por el pasillo principal
del cementerio entre hileras infinitas de cruces blancas. Mientras su figura se
iba diluyendo en la distancia, Sergio murmuró con desdén:
—Siempre
será un pobre desgraciado.
Aquella
noche Sergio y Celia cenaron juntos en uno de los restaurantes más caros de la
ciudad. El ambiente del comedor era de auténtico lujo, con un servicio de
hostelería que cuidaba al máximo todos los detalles. Fuentes de caviar, ostras,
langostinos y otros mariscos presidían la mesa, adornada en el centro con velas
de color púrpura y un jarrón de porcelana con tulipanes naranjas. De fondo
sonaba una suave música orquestal que propiciaba intimidad y glamour en el
entorno.
—¡Camarero!
—gritó Sergio alzando el brazo—. Tráenos otra ración de angulas y una botella
de Don Perignon.
—Enseguida,
señor.
Al cabo de
varios minutos el camarero regresó a su mesa con la ración y se dispuso a
descorchar la botella.
—A veces me
siento como Calígula —dijo Sergio bromeando mientras les servían el champán—,
pero la vida es así… El fuerte sobrevive y el débil muere. Selección natural,
lo llaman. En fin, dejemos atrás las penas… Calígula propone un brindis por
Drusila, ¿te parece bien?
—¡Por
Drusila! —exclamó Celia con los ojos llenos de júbilo.
Los hermanos
brindaron sonrientes, ajenos al dolor por la pérdida de sus padres.
—Creo que
nos vendría bien olvidarnos de todo esto durante una temporada —dijo Sergio
chupando una pata de bogavante—. Los cementerios me ponen mal cuerpo… ¿Qué tal
si nos vamos de viaje por ahí?
—¡Me parece
genial! —contestó la hermana dando un sorbito de champán—. Hace meses que no
voy a la playa… Aunque ya me he cansado del apartamento en Alicante. Me
gustaría conocer un lugar nuevo.
—¿Dónde te
apetece ir? Venga, elige un sitio. Pero nada de ofertas baratas —dijo Sergio
con arrogancia—. Reservaremos habitación en los mejores hoteles para disfrutar
como auténticos marajás. Seychelles, Bahamas, Maldivas, Bora Bora… ¡Nos
recorreremos el mundo de isla en isla!
Sergio
rellenó una vez más las copas de Don Perignon mientras les retiraban los
platos.
—¿Otro
brindis, hermanita? —sugirió con mirada seductora.
—Otro
brindis —asintió Celia exultante levantando la copa.
—¡Por nosotros!
Después de
cenar se dirigieron a casa de Sergio en la urbanización de lujo donde residía.
Aparcaron junto al chalet y salieron del coche entre risas embelesados por los
efectos del champán. Nada más entrar fueron directamente al mueble-bar para
preparar un combinado. Tras servirse dos peppermints con ginebra, Sergio puso
de fondo el hilo musical y se tumbaron en el sofá del salón. La voz seductora
de Frank Sinatra comenzó a envolver el ambiente. Mientras se besaban
acaramelados oían ladrar a los perros de los alrededores, aunque no le dieron
la mayor importancia. En la urbanización era habitual escuchar ladridos de
mastines que vigilaban los chalets desde sus fincas poniéndose alerta al
escuchar el menor ruido que se produjera en el entorno.
Media hora después
Sergio y Celia decidieron ir al dormitorio para sentirse más cómodos. La
habitación estaba recubierta por espejos en el techo y los armarios, de modo
que ellos mismos podían contemplarse desde todos los ángulos posibles. Sobre la
mesilla de ébano, la luz roja del flexo recreaba un ambiente cálido y sensual.
Poco a poco se fueron desnudando entre besos pasionales embriagados por el
licor y el deseo. Ansiosos y excitados,
los hermanos comenzaron a hacer el amor jadeando sobre las sábanas. Ávidos de
lujuria devoraban sus cuerpos ardientes mientras los espejos reflejaban la
escena... De pronto, oyeron un fuerte golpe en la ventana del salón.
—¿Quién anda
ahí? —gritó Sergio incorporándose de la cama.
Nadie
respondió.
—¿Está
conectada la alarma? —preguntó Celia asustada mientras se arropaba.
—La quité al
entrar y se me olvidó volver a activarla.
Escucharon varios pasos. Alguien
se detuvo junto al mueble-bar. En esos momentos por el hilo musical sonaba la
melodía de Extraños en la noche. El
intruso se acercó al interruptor del equipo y lo apagó. Un silencio sepulcral
invadió la casa. Sergio quiso ponerse los pantalones a toda prisa. Antes de que
pudiera hacerlo, el intruso apareció en la puerta oculto bajo la penumbra.
—¿Quién…
quién eres? —preguntó Sergio tapando su cuerpo desnudo.
Aquel
individuo comenzó a caminar despacio hacia la cama. Junto a él gruñía un perro
enseñando los dientes con rabia. El hombre dio un paso más y se detuvo frente a
ellos. Permaneció estático durante unos segundos mirándoles con desprecio. Sergio
le reconoció. Celia también.
—Qué… qué
haces aquí… —farfulló tembloroso con gesto de incredulidad—. Todavía tengo un
cheque para entregarte… Te lo iba a dar mañana, pero si quieres lo firmamos
ahora mismo…
Amenazándoles
con el picahielos del mueble-bar, hizo que se tumbaran sobre la cama. De nada
servían las súplicas y los llantos. Maniató sus cuerpos hasta dejarlos indefensos
por completo. El intruso abrió un maletín negro. Después se abalanzó sobre
ellos.
17
TRIPLE ASESINATO EN MADRID
MUERTOS DOS HERMANOS EN EXTRAÑAS CIRCUNSTANCIAS
SU ABOGADO FUE ASESINADO AL DÍA SIGUIENTE
Agencia Efe.
Este fin de semana aparecieron muertos los hermanos Sergio y Celia
Pardo Navarro en un chalet de la urbanización Prado Real a las afueras de
Madrid. Su abogado particular José Baza también fue hallado muerto la mañana
del lunes por su secretaria en el despacho jurídico sito en la calle Ferraz. Se
relacionan directamente ambos asesinatos. Los cadáveres de los hermanos fueron
encontrados el domingo 25 de abril a las 22:30 horas por la empleada del hogar
al regreso de su día de permiso. Presa del pánico, telefoneó al Servicio de
Urgencias 112. Quince minutos más tarde la ambulancia se personó junto con una
dotación policial en el chalet propiedad de Sergio Pardo.
La autopsia practicada por el médico forense confirma que la muerte
de los hermanos se produjo por asfixia. A las 3 de la mañana se procedió al
levantamiento de los cadáveres. El principal sospechoso es su hermano Daniel
Pardo, que fue detenido sin ofrecer resistencia el lunes día 26 por la tarde en
su domicilio del barrio de Lavapiés. Todavía se desconoce el móvil del crimen,
aunque todo apunta a un ajuste de cuentas por asuntos de herencia.
********
EL CRIMEN DE LA HERENCIA
La semana pasada apareció en los diarios el extraño caso del
triple asesinato al que la prensa ha denominado como El Crimen de la Herencia.
Sergio y Celia Pardo Navarro aparecieron muertos de manera insólita en el
domicilio de la urbanización donde residía el hermano. Al día siguiente por la
mañana se encontró el cuerpo sin vida del abogado José Baza en su despacho
jurídico. El cráneo estaba destrozado por los golpes de una barra antirrobo
para vehículos. El arma homicida fue hallada a varias manzanas del lugar del
crimen frente a un portal de la calle Pintor Rosales.
Se ha procedido a la investigación pericial para hallar huellas dactilares en
el arma homicida, aunque de momento dicha información permanece bajo secreto de
sumario ordenado por el juez instructor. Según fuentes policiales el cadáver
del abogado José Baza fue encontrado la mañana del lunes por su secretaria.
Yacía postrado sobre la mesa del despacho con el cráneo abierto en la zona
occipital. Una mancha de sangre había teñido de rojo todos los documentos que revisaba
justo en el momento de la brutal agresión. Sobre su espalda, en la nuca,
el asesino dejó escrita una nota en la cual ponía: «No estás por encima de
la ley».
Según las primeras declaraciones ofrecidas a la policía por Daniel Pardo, el
jurista José Baza le había presionado con métodos mafiosos basados en amenazas,
extorsión y allanamiento de morada. Dicho letrado detuvo las acciones
judiciales que el homicida presentó en el Juzgado por varios daños perpetrados contra
su vehículo y su vivienda sita en la calle Mesón de Paredes. José Baza ordenó a
instancia de los hermanos el corte de suministros en la casa de sus padres para
obligarles al desahucio e internarles en un asilo de ancianos en contra de su
voluntad. José Baza era conocido en los ámbitos jurídicos como el abogado mercenario
por sus métodos poco ortodoxos y por sus turbios contactos con el mundo del
hampa.
Según información facilitada a la Agencia Efe, la noche del 24 de abril, el
mismo día del entierro de su madre, Daniel Pardo se dirigió con su vehículo a
la urbanización Prado Real, aparcó a cien metros de la misma, y tras burlar la
vigilancia se introdujo en el chalet con su perro después de romper una ventana
trasera a la que se accedía por el jardín. Los cuerpos de Sergio y Celia fueron
hallados por la Policía Nacional boca arriba y atados a la cama con sendos fajos
de billetes introducidos en sus bocas. Según el testimonio del médico forense,
dicha circunstancia les produjo la muerte por asfixia en cuestión de minutos.
Sobre las sábanas, entre los cuerpos desnudos de los dos hermanos, encontraron
abierta una pequeña caja de música. Se desconoce el motivo que pudo llevar al
asesino a colocarla allí. Por el suelo de la estancia se hallaron infinidad de
billetes esparcidos y un maletín negro abierto con una importante suma de
dinero. Según rumores extraoficiales, Sergio y Celia Pardo mantenían una
relación incestuosa y pretendían hacerse con la mayor parte de la herencia en
perjuicio de su hermano.
«Volvería a hacerlo», declaró Daniel Pardo con las esposas puestas tras salir
de la comisaría camino de la prisión bajo arresto incondicional decretado por
el juez.
Esta misma mañana, junto a la puerta de los Juzgados, el abogado de oficio
del presunto asesino pronunció estas palabras frente a los medios de
comunicación:
«Todo el mundo, hasta la persona más cuerda y sensata, puede tener un acceso de
locura y cometer un crimen. Que nadie olvide esto.»
FIN
Oscar Nóbregas, Madrid
A todos los ancianos que son privados de la libertad en los últimos años de sus vidas.

La leyenda de la Calzada Romana
I
Os aconsejo
que en las noches claras de luna llena no os aventuréis jamás a caminar por la
Calzada Romana que sube desde las Dehesas hasta el puerto de la Fuenfría. Dicen
que el fantasma de un alma en pena deambula entre las losas con sed de
venganza…
En tiempos
del Imperio Romano, durante la construcción de la calzada que cruza la sierra
de Guadarrama, miles de esclavos celtíberos trabajaban extenuados para
engrandecer con su sudor el poderío del César. Largas jornadas de trabajos
forzados agotaban a los cautivos hasta dejarlos al límite de sus fuerzas.
Un valiente
guerrero celtíbero llamado Bagarok cayó en manos de las tropas romanas durante
el asedio a los bosques, donde una minoría resistía heroicamente al invasor.
Bagarok era
temido entre los romanos. Éstos le odiaban por las muchas bajas que había
causado a sus legiones dirigiendo toda suerte de emboscadas y escaramuzas.
Tras
capturar al guerrero rebelde, una sola palabra quedó grabada a fuego en la
espada de Bruto, el decurión romano. Esa palabra no era otra que castigo.
II
Con las
heridas aún sin cicatrizar Bagarok pasó a formar parte de la cadena que
arrastraba penosamente los bloques de piedra hasta las laderas de la montaña
para construir la gran Calzada Romana que atravesaba el centro de la Península
Ibérica. Los esclavos celtíberos eran obligados a trabajar sin descanso, apenas
alimentados durante toda la jornada por un puñado de frutos secos, miel y leche
agria. Sin duda aquella era una exigua ración de comida para un hombre que
todavía se hallaba convaleciente.
Bagarok
había vendido cara su derrota. Hasta el último instante se defendió espada en
mano luchando contra un sinfín de soldados que lo acorralaron entre los
peñascos de la cumbre más alta. A pesar de su destreza le fue imposible hacer
frente a tal número de hombres, que al caer la tarde lo apresaron sin
posibilidad alguna de resistencia. Cuando Bagarok descendía encadenado por la
ladera de la montaña en dirección al campamento romano todo su cuerpo brillaba
cubierto de sangre.
Una calurosa
mañana en plenos trabajos forzados las piernas de Bagarok comenzaron a flaquear
hasta hacerle caer de bruces en el suelo. A fuerza de latigazos pudo levantarse,
pero al momento volvió a dar con sus huesos en la tierra… Una vez más se
levantaba y de nuevo caía… El látigo laceraba sin piedad la espalda magullada
del celtíbero una y otra vez, una vez más… y otra… y otra… y otra…
Bagarok cayó
desplomado sin conocimiento.
III
Esa misma
noche en plena luna llena, Bruto, el decurión sanguinario, ordenó una muerte cruel
y perversa para el valiente guerrero: entre cuatro soldados apresaron a Bagarok
y lo ataron con una soga amarrada a un bloque de piedra colocado en el puente
de la Calzada Romana. Entre risotadas y burlas fueron añadiendo bloque tras
bloque alrededor de su cuerpo iluminado por las antorchas. De esa terrible
manera Bagarok quedó inmovilizado hasta el pecho.
Completamente
ebrios, los legionarios regaban la cara del prisionero con vino que vertían de
sus odres. Bagarok se agarraba a las piernas de los soldados en un intento
desesperado por defenderse de aquella humillación, pero todo esfuerzo fue en
vano… Tan sólo era capaz de clavar las uñas en los tobillos de sus
torturadores, que le pisaban las manos y le daban patadas en los costados.
Aquella funesta
noche la luna brillaba en lo más alto del firmamento recortando las siluetas
escarpadas de los picos en el horizonte. A medida que ingerían más vino su
crueldad aumentaba de manera despiadada: le escupían, le lanzaban piedras, le
fustigaban con ramas de acebo… Los romanos danzaban alrededor del prisionero
alzando las antorchas jactándose de haber capturado al más valiente y montaraz
de los guerreros celtíberos.
Cuando la
luna se ocultó por fin tras las montañas un soldado desenvainó su daga marcando
en la frente de Bagarok las iniciales del Imperio Romano: S.P.Q.R.
Parecía
imposible que pudiera haber mayor tormento para Bagarok, pero lo hubo… Al final
de la noche, entre risas histriónicas y gritos dementes, los sicarios de Bruto
cubrieron por completo el cuerpo del guerrero con bloques de piedra.
Tras despuntar
el alba expiró por fin en la prisión más horrible que jamás haya podido padecer
un ser inocente cuyo único delito era luchar por la libertad de su pueblo.
Bagarok había sido inmolado en nombre del Imperio Romano.
Con las
primeras lluvias del otoño un árbol empezó a brotar sobre el puente de la
Calzada, justo entre las grietas donde fue sepultado el cuerpo del celtíbero.
IV
Pasaron
muchos siglos sin que se volviera a saber nada de dicha historia, hasta que en
la Edad Media comenzaron a extenderse rumores acerca de caminantes que cruzaban
la montaña por la Calzada en noches claras de luna llena desapareciendo sin
dejar rastro alguno…
A menudo se
hallaron cuerpos degollados en los cuales se repetía la misma peculiaridad:
alrededor de los tobillos tenían magulladuras de uñas clavadas con saña por una
criatura nocturna que al acecho desde las grietas de la Calzada se abalanzaba
sobre su víctima para luego estrangularla sin piedad.
Hay quien
pernoctando en los alrededores del puente romano ha escuchado susurros
fantasmagóricos que salían entre las ramas de aquel enorme pino incrustado
sobre las losas… Los ancianos del lugar aseguran que ese árbol tiene agarradas
sus raíces en los brazos de un antiguo guerrero celtíbero.
Dice la
leyenda que durante las tormentas nocturnas se forman riadas de sangre sobre
las losas de la Calzada… Lo cierto es que todo aquel incauto que cruza el
puente de la Calzada en noches de luna llena desaparece sepultado bajo la
tierra… Por eso jamás se te ocurra merodear en luna creciente por el bosque de
las Dehesas si no quieres verte inmerso en un viaje sin retorno a las
profundidades de la Calzada Romana……
Oscar Nóbregas

La habitación del espejo
Llevaba años sin entrar allí.
El mero hecho de pensar que alguna vez tendría que atravesar el umbral de esa puerta le producía escalofríos... La última ocasión que tuvo el valor de hacerlo fue con la máscara ocultando su verdadero rostro, pero Rael sabía que antes o después debería enfrentarse al espejo.
Siempre mantuvo la habitación sellada con un par de cerrojos y cada noche revisaba las llaves en el cajón de la mesilla para asegurarse de que no faltaba ninguna.
Los niños muchas veces habían querido entrar en aquella estancia, aunque él se negaba en rotundo a dejarlos ni tan siquiera vislumbrar lo que se ocultaba en ella... Rael sospechaba que el paso del tiempo habría vuelto aquel lugar cada vez más tenebroso. Imaginaba el espejo rodeado de candelabros con mugrientas telarañas que se cruzaban de lado a lado. Sobre la cómoda, una vieja Biblia polvorienta con las tapas raídas era testigo mudo de las noches silenciosas. Durante lustros permaneció abierta por el Antiguo Testamento en el capítulo donde Abraham ofrece su propio hijo a Jahvé como sacrificio.
En realidad era lo único que existía allí dentro, pues la habitación quedó desalojada muchos años antes tras la muerte del abuelo paterno, día en el que el difunto estuvo de cuerpo presente durante toda aquella lúgubre velada. Ahora la alcoba se mostraba fría y húmeda bajo la oscuridad...
2
Como cada mañana Rael cogió el sombrero y se puso el rostro. Nada más salir a la calle comenzaba una peculiar danza de saludos y buenas maneras. Su reputación en el barrio era intachable. Los domingos acudía a la parroquia para asistir a misa como el más cumplidor de los beatos. Durante el oficio religioso a menudo se ofrecía voluntario para leer algún fragmento de las epístolas destacando sobre los demás en la oratoria por su brillante elocuencia. El vecindario le consideraba una persona afable y simpática a raudales. Se decía de él que era el marido y el padre perfecto, digno de la mejor familia. Siempre que salía de paseo por el bulevar de la avenida Rael alzaba el sombrero saludando con gentileza y donaire. No existía dama que a su paso tuviera que enfrentarse con una puerta cerrada, allí siempre oportuno estaba él haciendo alarde de caballerosidad y palabras perfumadas.
Pero la realidad era bien distinta. Cuando Rael volvía a casa colgaba el rostro junto al sombrero y todos se echaban a temblar... Con la misma mano que abría la puerta a las damas, noche tras noche maltrataba a su esposa. También atemorizaba a sus hijos amenazándoles con dejarlos en la calle pidiendo limosna y durmiendo bajo un puente del río. A veces Rael observaba de cerca a Anna, y si descubría una arruga nueva sobre su piel se lo recriminaba con todo el desprecio del mundo. No podía soportar el hecho de ver en su cuerpo los pliegues propios de la vejez... Tiempo atrás Anna fue famosa en el lugar por su belleza. En plena juventud a su paso los hombres se giraban exclamando alguna galantería. Pero el transcurso de los años había ajado sus facciones. De aquella mujer lozana sólo quedaban las fotos y el recuerdo. Muchas tardes plomizas Anna se ahogaba en su soledad contemplando esas imágenes en las cuales se mostraba radiante. Acariciaba el papel y cerraba los ojos volando hacia el pasado cuando su belleza provocaba la admiración de cualquier hombre... Ahora tan sólo era un estorbo para su marido. Rael se mostraba incapaz de mirar en el interior de su esposa y valorar las virtudes espirituales que ella irradiaba; virtudes que no se podían tocar, pero inigualables en otro tipo de belleza.
Lo cierto es que Rael no soportaba la decadencia de su físico pues en ella veía reflejada la amargura de un ser superfluo que jamás quiso alimentar su alma. Con el paso de los años Rael comprendió que aquella vida de fachada se desmoronaba por momentos. Aun así, para él seguían siendo más importantes las relaciones con extraños que las de sus propios familiares, por ello cultivaba su hipocresía con denuedo y perseverancia. Todas las mañanas tras el desayuno Rael ensayaba los gestos más corteses y las palabras más precisas para ganarse al público: «¡Buenos días, don Cosme! ¡Que tenga una jornada agradable!» «¡Saludos a su marido, doña Matilde! ¡Pase usted una buena tarde!» La sonrisa de Rael era mecánica, se diría que como accionada por un resorte. Tan sólo quien se fijase bien podía descubrir que estaba completamente hueca... Aquella sonrisa histriónica resultaba incapaz de encender el brillo en sus ojos puesto que no salía del corazón. Era un mero recurso, un reclamo para ganarse la simpatía de las gentes y ciertamente lo conseguía. Don Rael saludaba efusivo a los vecinos, que jamás pudieron sospechar lo que sucedía en su casa de puertas para adentro… La auténtica realidad es que era un mentiroso compulsivo. Engañaba, intrigaba y calumniaba manipulando alrededor todo lo que fuera necesario con tal de acrecentar su reputación. Ése era su único tesoro: vivir inmerso en la mentira de su propia imagen para ocultar así su verdadera naturaleza que era del todo mezquina y abyecta.
3
Nada más entrar en el recibidor Rael colgaba el sombrero junto al rostro. Entonces es cuando mostraba su verdadera cara. A su mujer le gritaba con desprecio por la menor circunstancia. Si el guiso no estaba sazonado a su gusto volcaba la olla esparciendo la comida por el suelo. Después le ordenaba recogerlo con el cazo para servirlo en su plato y en el de los niños. Rael disfrutaba observando cómo a duras penas engullían cabizbajos bocado tras bocado. Aquello era una muestra de sumisión placentera que le regocijaba en lo más profundo de su maldad… Las duchas de agua fría, los pellizcos retorcidos o la correa del cinturón eran algunos de los métodos que utilizaba para llevar a sus vástagos por el buen camino. «¡No, papá, eso no!», suplicaban los niños sobrecogidos cuando su padre les imponía algún castigo severo. «¡Así aprenderéis!», rugía iracundo con las venas del cuello hinchadas y el rostro congestionado. A menudo los encerraba durante horas en el desván obligándolos a leer pasajes de la Biblia en los que Dios castigaba a aquellos que no cumplían con sus mandamientos. Solía decir a sus hijos que el escarmiento ante el pecado era la única forma de enderezar a cualquier persona para guiarla hacia la salvación. Rael siempre les ponía de ejemplo el pasaje de Abraham como muestra de lealtad y rectitud, al igual que su padre se lo puso a él y su abuelo a su padre. Aquella costumbre se había transferido en la familia generación tras generación. Según el Antiguo Testamento la omnipotencia divina prevalecía ante cualquier causa de sufrimiento humano por cruel e injusto que pareciese a los ojos del hombre.
Cierta noche que Rael llegó a casa los hijos no salieron a recibirle. Sus zapatillas faltaban junto al sillón y la cena aún no estaba puesta sobre la mesa. Furioso, dio una patada en la puerta del dormitorio de los niños haciendo un agujero sobre la madera que permaneció allí durante toda su infancia. De esa forma quiso recordarles siempre lo que pasó aquel día... Entre muchas otras mezquindades Rael escondía el chocolate dándoles una mísera onza a cada uno por el día de su cumpleaños. Para entonces el chocolate ya estaba rancio, pero ellos lo tragaban con desgana evitando así la cólera de su padre, el cual los humillaba de forma constante para debilitarlos en su ánimo.
Uno de sus juegos favoritos era hacerles rabiar con enredos sibilinos. Enfrentaba a sus hijos mediante calumnias y se regodeaba viendo el efecto que los comentarios provocaban entre ellos. Pero el acto más inmundo del que fue capaz tuvo lugar cuando su tercer hijo murió ahogado en el río. Rael decidió enterrarlo en una tumba sin nombre por ahorrarse el dinero. Ni tan siquiera constaba una mínima inscripción con letras de plomo sobre su pequeña lápida... Aun así, solía decirles a todos que no merecían un padre como él; un padre que se había ganado la mejor reputación posible en el barrio.
Sin embargo, Anna conocía bien las inclinaciones disolutas de su marido. Muchas veces después de cenar Rael salía sigilosamente de casa con el sombrero calado y las solapas de la gabardina levantadas... Amparado por el manto de la noche frecuentaba prostíbulos de los arrabales y alternaba en los lugares más sórdidos donde solía apostar grandes sumas de dinero jugando partidas clandestinas de cartas. Cuando perdía en alguna apuesta temeraria regresaba a casa borracho y maldiciendo a su familia.
Rael jamás tuvo una muestra de afecto con sus hijos. Ninguno de ellos sabía lo que era recibir cariño paterno. De no ser por el amor de su madre habrían crecido sumidos en la desolación. Él pensaba que toda su simpatía debía estar reservada a la gente de la calle, al vecino de enfrente, al sacerdote de la parroquia, al frutero del mercado, al dueño de la barbería, al quiosquero de los periódicos, al jardinero del parque, al concejal del ayuntamiento, al camarero de la taberna o incluso a los forasteros de la ciudad. Y Rael conseguía siempre sus propósitos. Nadie fue capaz de adivinar el submundo que se vivía entre las paredes de aquella casa...
4
Año tras año la belleza de Anna iba marchitándose bajo el desprecio de Rael. A la par que sus fotos, su felicidad se fue amarilleando de manera paulatina. Invadida por la tristeza recordaba todas las humillaciones que padeció durante los embarazos. Rael no podía aceptar el hecho de que su piel, antaño tersa y suave como el terciopelo, se fuera cubriendo de estrías a medida que paría a sus hijos. Muchas tardes lluviosas Anna lloraba cuando le venían a la mente todas esas infidelidades mientras los pequeños iban creciendo en su vientre. Rael le echaba en cara que ya no era tan atractiva y que se había descuidado con la crianza de los retoños. «¡Mira tus pechos!», le gritaba con desprecio. «¡Están flácidos de tanto amamantar!»
Cada noche, como de costumbre, Rael abandonaba el lecho conyugal para satisfacer con el cuerpo de otras mujeres su lascivia desenfrenada. Un embarazo tras otro, Anna tuvo que padecer aquella cruel vejación mientras los hijos iban creciendo entre muestras de crueldad y despotismo. Para él seguía siendo más importante un saludo efusivo a cualquier vecino que una simple caricia hacia alguno de ellos... Rael tan sólo se alimentaba de lo superficial ignorando que la verdadera felicidad tiene sus raíces en los sentimientos más profundos.
5
Como todo campo que no es labrado resulta imposible cosechar fruto alguno de la nada y menos de un ser querido. Con el paso del tiempo uno tras otro los hijos fueron abandonando la casa hasta que sólo quedó el más pequeño de ellos. Oliver tuvo que cargar con toda la infamia de un padre que no sabía asumir con naturalidad su vejez ni la de su mujer. Necesitaba alguien sobre quien vomitar su frustración y utilizó a su hijo como cabeza de turco. Muchas veces le humillaba haciéndole sentir culpable de haber nacido... Oliver a menudo padeció castigos desmedidos por parte de Rael. Llegó a encerrarle durante días enteros en el desván con la Biblia como única compañía para que expiara sus pecados mediante la lectura. En numerosas ocasiones el puente sobre el río pasó a ser su segundo hogar. Ni en lo más crudo del invierno Rael tenía piedad de su último hijo. Lluvias y frío acompañaron a Oliver bajo el puente donde sólo se guarecía con una vieja manta. Su madre solía darle a escondidas un mendrugo de pan y un pedazo de queso para que al menos tuviera algo que echarse a la boca mientras durara el castigo.
El embarazo de Oliver fue angustioso para Anna. Durante los nueve meses de gestación su marido se mostró más desalmado que nunca. Rael a menudo volvía borracho a casa en plena madrugada. Al llegar colgaba el rostro sobre el perchero y empezaba a humillar a Anna jactándose de que había yacido durante toda la noche con mujeres más jóvenes que ella. Antes incluso de haber nacido Oliver ya sufría en el vientre de su madre la infamia de un ser despiadado… En el transcurso de su infancia vivió el infierno y la angustia del maltrato, unido al estupor de ver a un padre que se transformaba al salir cada mañana colocándose el rostro bajo el sombrero.
6
Llegó un momento en el que la hipocresía de Rael rebasó los límites. Consciente de su culpabilidad y comido por el remordimiento, en vez de enmendar las malas acciones pidiendo perdón a sus hijos empezó a justificarse con los vecinos de la poca atención que éstos tenían hacia su persona. Al salir de casa siempre que podía se lamentaba diciendo que todos le habían abandonado... Solía quejarse de que solamente los veía una vez al año en Nochebuena. Rael apretaba el sombrero contra su pecho y terminaba llorando sobre el hombro de algún vecino incauto. El verdugo asumía el papel de mártir vertiendo la carga de sus pecados en las espaldas de los demás… Día tras día fue manipulando la verdad de forma sutil y maquiavélica hasta poner en contra de sus hijos a todo el vecindario. Para la gente del barrio era imposible que Rael pudiese mentir y nadie se planteó en ningún momento dudar de su palabra. Todos, incluido el jardinero, el párroco, el barbero, el concejal, el frutero, don Cosme y doña Matilde, lamentaban que unos hijos tan ingratos hubieran desamparado a un padre bondadoso y ejemplar. La reputación de Rael brillaba lustrosa e impecable a pesar de sus métodos fingidos. De esa forma sibilina continuó afilando las garras bajo su piel de cordero… Poco a poco sus difamaciones fueron calando en la opinión del vecindario y la gente comenzó a retirar el saludo a la pobre Anna. A su paso cuchicheaban palabras de censura y desprecio: «¡Qué poca vergüenza! ¡No hay derecho lo que están haciendo con un hombre tan bueno!», murmuraba don Cosme mirándola de reojo. «¡Ay, Dios mío! ¡Qué injusta es la vida!», se lamentaba doña Matilde haciéndose cruces sobre la frente.
Aquello era más de lo que un alma afligida podía soportar. Anna cayó sumida en una depresión que la hundió en profundos abismos de melancolía. Pasaba las horas muertas en la cama sumida en la tristeza y abandonada por completo. Ya ni siquiera sacaba las fotos de su juventud para contemplarlas. Aquellas imágenes del pasado fueron amohinándose en un cajón oscuro del armario...
Una fría mañana de diciembre Anna murió de pena. Justo en el momento de fallecer varias lágrimas resbalaron por sus mejillas. Hasta el último hálito la pobre mujer padeció el terrible sufrimiento que produce el desconsuelo… Con el alma partida, Oliver le dio un beso en la frente, colocó una rosa roja entre sus manos, recogió las fotos de su madre y abandonó para siempre aquel infierno. Antes de partir dejó una nota en el forro del sombrero, que decía así:
«El que es capaz de matar al amor algún día pagará por ello.»
7
Las luces navideñas adornaban los árboles iluminando las calles del centro de la ciudad. Los niños correteaban por el parque jugando a lanzarse bolas de nieve vestidos con sus botas de agua y sus gorros de papá Noel. Se podían escuchar alegres villancicos saliendo por las ventanas de todos los hogares. Las chimeneas humeantes delataban suculentos guisos que preparaban las madres ayudadas siempre por los sabios consejos de la abuela. Todo era paz y sosiego. Parecía como si los duendes hubiesen esparcido un manto de bienestar sobre los tejados de las casas.
Aquella Nochebuena Rael cenó solo. Los gritos de júbilo y las risas se colaban entre las rendijas del ventanal haciendo su soledad insufrible. Se tapaba los oídos apretando los dientes mientras maldecía la suerte que le había deparado el destino. Comido por la rabia, se sentía frustrado ante los vestigios de felicidad que provenían de afuera… Tampoco ningún vecino reparó aquella noche en él. Todos estaban demasiado ocupados entre regalos y visitas familiares como para acordarse del ciudadano más ejemplar que habitaba en el barrio.
La cena permanecía servida junto con los cubiertos de plata y la vajilla de porcelana a la espera de ser utilizados por unos familiares que ya nunca regresarían a casa. Sentado en un extremo de la mesa observaba las sillas vacías recordando uno por uno los rostros de esos hijos a los que había maltratado. Dos horas más tarde, la comida aún estaba sobre el mantel ribeteado en oro sin que Rael hubiera podido probar bocado.
Era ya medianoche cuando el carillón de pared comenzó a dar las campanadas. Entonces lloró desconsolado tapándose el rostro entre sus manos mientras gritaba: «¡Por qué me habéis hecho esto, si siempre fui un buen padre!» De pronto, el cielo comenzó a encapotarse. Decenas de nubes negras se agolparon sobre un firmamento que durante toda la noche había permanecido estrellado. El sonido de los truenos se escuchaba retumbante en la lejanía. Infinidad de relámpagos alumbraban el horizonte salpicando el cielo con fugaces destellos que cegaban la vista. Una tormenta amenazaba con descargar de forma inminente sobre la ciudad.
8
Rael permanecía sentado en la silla como un autómata contemplando el guiso de cordero en la fuente de metal repujado. Miraba pensativo dejando la vista perdida ajeno a la borrasca que se cernía sobre la urbe. Pequeñas gotas de lluvia comenzaron a resbalar por las ventanas como preludio de la tempestad.
Sus ojos hundidos contemplaban incrédulos aquellos asientos vacíos... En pleno delirio creyó ver los espectros de sus hijos flotando inertes sobre las sillas. Con los labios temblorosos, Rael les preguntó por qué le habían abandonado. Uno tras otro fueron recordándole todas las crueldades que había cometido con ellos y con su madre. A medida que las palabras de los hijos desbordaban su conciencia, la lluvia, que en un principio caía tenue, empezó a arreciar con fuerza. Las gotas de agua se precipitaban en tromba haciendo invisible la calle desde el interior. Apenas se podía vislumbrar la luz mortecina de las farolas en medio de la intemperie.
Rael escuchaba todos los reproches negando una y otra vez con la cabeza. De pronto, la imagen de un niño surgió frente a él. Aquella criatura indefensa alzaba los brazos rogando consuelo desde el sepulcro. Tan sólo le pedía a su padre unas humildes letras de plomo sobre la lápida bajo la cual yacía… El resto de los hermanos reprendieron a Rael por tan mísera mezquindad. Le injuriaban ofendidos mientras se tapaba su rostro completamente humillado. Fuera de sí, empezó a jadear con la respiración cada vez más profunda y entrecortada… Ahogado en su propio aliento, farfulló presa de la histeria: «¡No, eso no es verdad, lo juro!» El niño salió gateando del sepulcro hasta asirse con las manitas al pantalón de su padre… Le miraba desde el suelo con los ojos llorosos esperando una respuesta… Entonces varios truenos descomunales hicieron retumbar las paredes del salón… El cuerpo de Rael se agarrotó… Le era imposible articular los miembros... Las manos semirrígidas se aferraban con fuerza a la silla... Apretándose contra el respaldo, cierta sensación de vértigo le recorrió desde el pecho hasta el cuello… En ese instante una tremenda granizada comenzó a golpear el ventanal. Poco a poco las bolas de granizo aumentaron de volumen alcanzando el tamaño de nueces heladas. A la par que aquellas esferas de hielo rompían varios cristales de las ventanas, los espectros proyectaban sobre la mente de Rael terribles escenas del pasado donde aparecía maltratando a su familia: gritos, insultos, amenazas, vejaciones... Todas esas imágenes golpearon su conciencia con tanto ímpetu como lo hacía el granizo contra el ventanal.
Descargas eléctricas caían sin cesar sobre los pararrayos mientras Rael aguantaba el suplicio de contemplar las maldades que había cometido durante años. Llegó un momento en el cual no pudo soportar todo el peso de sus pecados… Haciendo un esfuerzo sublime consiguió levantarse de la silla. Golpeando los puños contra la mesa, espetó iracundo: «¡¡Basta ya!! ¡¡Bastaaa!!» De repente los cubiertos comenzaron a tintinear en una danza macabra. La vajilla vibraba tambaleándose ante sus ojos atónitos... Justo cuando los espectros desaparecieron, un tremendo haz de luz proveniente del exterior invadió el salón. Aquel resplandor que irradiaba la casa era de una refulgencia cegadora… Tras varios segundos en los que el silencio inundó la estancia, una brutal descarga se precipitó desde el cielo sobre el tejado. Rael perdió el equilibrio cayendo al suelo. Atemorizado, permaneció boca abajo protegiendo su cabeza entre los brazos.
9
Cuando por fin amainó la tempestad Rael se puso en pie con cautela. Aquel tremendo rayo había dejado sin luz toda la casa… Andando muy despacio dirigió sus pasos vacilantes hacia el mirador. Asomándose al ventanal resquebrajado, comprobó que el resto del barrio también estaba a oscuras. Rael caminó a tientas hasta la cocina con la intención de buscar alguna vela que le permitiese iluminar el comedor. Tras encender una gruesa cerilla de las que utilizaba para el fogón, rebuscó entre los estantes durante un buen rato. Tijeras, coladores, abrelatas, morteros, sacacorchos... Toda clase de artilugios domésticos se le enredaban entre los dedos ante su desesperación. Después de una búsqueda infructuosa, recordó que en la habitación del espejo estaban aquellos viejos candelabros que hasta la muerte de los abuelos siempre fueron utilizados en Nochebuena.
Durante varios segundos se quedó dubitativo. Nadie había entrado en ese cuarto desde hacía lustros. Atravesar el umbral de aquella puerta le daba pánico... Rael pensó que no sería prudente meterse allí desprovisto de su rostro. Salió a tientas de la cocina y fue palpando la pared del pasillo con la intención de llegar hasta el recibidor para coger la máscara que colgaba en el perchero. Sin embargo, una fuerza invisible comenzó a arrastrarle hacia la habitación del espejo. Era como si unos brazos musculosos accionaran sus movimientos, de los cuales ya no era dueño. Rael quiso oponer resistencia clavando las uñas en la pared y tensando las piernas contra el suelo, pero por más que intentaba aferrarse todo su esfuerzo era en vano. Aquella fuerza incorpórea le dirigía empujándole en dirección opuesta al recibidor de la casa. Articulado como una marioneta avanzó hasta su dormitorio y cogió las llaves que había en el cajón de la mesilla. Permaneció unos instantes sentado sobre la cama con la esperanza de que aquel extraño fenómeno cesara. Sacó el pañuelo de su bolsillo y se enjugó el sudor de la frente. Con las manos temblorosas examinó el manojo de llaves; observó que el robín las cubría totalmente por la falta de uso. Rael respiró hondo varias veces lamentándose. Abrir los viejos cerrojos que durante tantos años habían sellado aquella lúgubre habitación se le antojaba como si fuera un sacrilegio, pero sobre todo sentía pavor de entrar allí indefenso sin su máscara... La tormenta cesó durante varios minutos. Esa calma momentánea le sirvió para tomarse un respiro. De pronto, volvió a sentir la energía empujándole fuera de su dormitorio. Apretando los dientes, una vez más intentó rebelarse mientras se agarraba con todas sus fuerzas a la pata del somier… De nada le sirvió aquella endeble resistencia. Una voz de ultratumba le llamaba desde el fondo de la habitación del espejo arrastrando hacia adentro su voluntad.
10
Maltrecho y a regañadientes, Rael se encaminó en dirección al cuarto maldito... Durante unos segundos aquella energía insondable pareció darle un respiro. La tentación de darse la vuelta y salir corriendo se cruzó por su cabeza, pero en el fondo era consciente de que no iba a servir de nada… A pesar de no sentirse empujado, sabía que al menor movimiento en dirección opuesta la fuerza invisible volvería a acometerle de nuevo. Apoyando las manos en la balaustrada, Rael subió los escalones que conducían a la habitación del espejo... La madera desgastada crujía bajo sus zapatos con un sonido lastimero. En lo más íntimo de su ser, tuvo el pálpito de que cada peldaño le estaba acercando a su destino... De nuevo los truenos comenzaron a escucharse con un vigor descomunal haciendo retumbar todos los tabiques. Sus labios resecos y agrietados comenzaron a temblar… Entonces le vino a la mente la imagen de su esposa. Justo a la entrada de la puerta, se arrodilló avergonzado pidiendo mil veces perdón mientras sollozaba. Pero aquellas lágrimas no brotaban de su corazón, sino que eran fruto de su cobardía.
Agarrado al último destello de esperanza, pensó que entrando a oscuras en la habitación su imagen no se reflejaría en el espejo. Rael se incorporó del suelo y encendiendo una de las cerillas que había guardado en el chaquetón iluminó la puerta. Con gesto nervioso, introdujo la primera llave en la cerradura haciéndola girar. Sin embargo, el cerrojo de la segunda estaba muy oxidado y no había forma de abrirlo. La vieja llave chirriaba quejumbrosa como si la hubieran despertado de un profundo letargo. Tras varios movimientos bruscos, al fin liberó la puerta del pestillo... Con la respiración entrecortada, empujó aquel viejo portón de madera roída y pudo entrar por fin en la alcoba.
11
Una oscuridad absoluta reinaba tras el umbral de la puerta. Rael permaneció frente a la entrada dibujando en su memoria las escenas que acontecieron el último día que estuvo allí adentro. Recordó el cadáver rígido del abuelo yaciendo sobre el vetusto catre de nogal. Por unos instantes tuvo la sensación de que el cuerpo del difunto aún permanecía en el aposento... Pero tan sólo eran elucubraciones de su mente. La luz de un relámpago iluminó de forma momentánea el cuarto oscuro y pudo comprobar que ya no estaba aquel obsoleto camastro, aunque sí permanecía el antiguo espejo rodeado de candelabros. Aquella cornucopia había ido pasando de generación en generación perdiéndose su origen en la noche de los tiempos... Sobre la cómoda reposaba la antigua Biblia de tapas raídas que seguía abierta por el capítulo donde Abraham ofrecía a su hijo en sacrificio, pasaje releído en infinidad de ocasiones por su abuelo como ejemplo magnánimo de la voluntad divina.
La intensidad de los relámpagos fue en crescendo, de tal manera que en breves intervalos la estancia quedaba iluminada. Haciendo acopio de valor, Rael por fin entró en la habitación. Introdujo primero un pie manteniendo el otro bajo el umbral mientras sus manos temblorosas se agarraban al marco de la puerta. Después hizo lo propio con el segundo pie viéndose ya por completo dentro de la alcoba.
Aunque todo permanecía en calma, sentía una presión que se desplomaba del techo contra su cuerpo. Quiso avanzar, pero se dio cuenta de que sus movimientos eran plúmbeos. Cada paso suponía un esfuerzo añadido… Por un momento se detuvo y observó todo de lado a lado. Cuando los relámpagos iluminaban la habitación sus ojos captaban algunos detalles de aquel tétrico lugar: un sinfín de mugrientas telarañas se habían apoderado de los rincones. A lo largo de la traviesa que sujetaba las cortinas polvorientas una hilera de pupilas brillaba en la oscuridad. Colgados boca abajo, media docena de murciélagos siseaban entre sus colmillos. Tras el retumbe de los truenos revoloteaban por la estancia dando chillidos estridentes... De pronto la lluvia arreció otra vez con fuerza. El agua entraba por la vieja ventana que permanecía medio abierta dando golpes bruscos debido a las ráfagas de viento.
A pesar de aquel ambiente tan desapacible empezó a sentirse más tranquilo. Aquella fuerza que le aplastaba desde el techo se disipó. Ya podía desplazarse a tientas por el cuarto sin dificultad alguna. Rael suspiró hondo... Caminando con precaución decidió sentarse en el suelo apoyando su espalda sobre la pared. Jamás hasta esa noche había sentido en sus carnes una soledad tan desgarradora. Ofuscado en la falacia de su propio engaño, no lograba comprender el hecho de haber sido abandonado por unos hijos a los cuales, según él, nunca les había faltado nada. Ahora se encontraba derrumbado en aquella húmeda y tétrica estancia ignorado por todos...
Rael permaneció sentado durante varios minutos observando los haces de luz producidos por los relámpagos que de manera intermitente cegaban sus ojos aturdidos. Encima de la cómoda destacaba la vieja Biblia familiar custodiada entre los dos candelabros dorados de seis brazos. De golpe le vinieron a la mente aquellas lecturas matinales de su abuelo ensalzando los castigos de Dios para todo aquel que se saliera del recto camino. «¡Ojo por ojo, diente por diente!», exclamaba frenético ante el asombro de sus nietos que le escuchaban perplejos… Entonces recordó que el libro sagrado solía quedarse abierto por el pasaje en el cual Abraham entrega su hijo en sacrificio como muestra de lealtad a Dios. Tentado por la curiosidad, quiso comprobar si aquel capítulo del Antiguo Testamento permanecía aún inalterable sobre la cómoda. Lentamente se incorporó del suelo y a tientas rebuscó en el chaquetón una de las cerillas que había guardado cuando estuvo en la cocina.
La llama del fósforo humeante iluminó la habitación. Con el brazo extendido fue girándose para ver con detalle todo alrededor. De pronto se le heló la sangre. A su derecha había notado el movimiento de un bulto oscuro… Rael se quedó inmóvil durante varios segundos. Mirando de soslayo, percibió una silueta que le observaba desde la penumbra... Su mano temblaba mientras la cerilla se consumía junto a los dedos. Sopló con fuerza para no quemarse y de nuevo un manto negro lo cubrió todo. Tan sólo las pupilas refulgentes de los murciélagos destacaban en la oscuridad. Colgados bajo la traviesa de las cortinas, presenciaban impasibles todo a su alrededor. Rael aguardada expectante a que el destello de algún relámpago iluminase al espectro. Aquella espera se hacía eterna para su ánimo… De pronto varios truenos precedidos de rayos se desplomaron sobre la casa. Los murciélagos revolotearon histéricos golpeando contra su cara atemorizados por el estruendo de la tormenta. Por fin el resplandor le hizo ver con claridad que alguien permanecía bajo la penumbra. Aquel ente le observaba rodeado de un mutismo que empezó a crisparle los nervios. Una vez más sacó otra cerilla del chaquetón, rasgó el fósforo y la habitación volvió a iluminarse. A pesar de que extendió el brazo, no tenía suficiente valor para mirar hacia adelante. Con la mano temblorosa, cogió un candelabro de la cómoda y encendió varias velas. Ahora todo a su alrededor relucía con nitidez. Rael alzó el candelabro y poco a poco fue subiendo la cabeza. En un arrebato de coraje, clavó su mirada sobre el rostro fantasmagórico. De pronto su corazón se aceleró. Sentía las pulsaciones rebotando contra el pecho a punto de estallar. Observó que los rasgos eran tremendamente repulsivos. Aquella faz angulosa parecía la efigie de una momia que durante siglos había reposado oculta bajo un sarcófago… Permaneció estático mirando al individuo mientras sus dientes castañeteaban. Intuía temeroso que los designios de aquel espectro eran oscuros y malévolos… Rael no sabía si huir de allí o abalanzarse sobre su cuello en un acto de arrojo. Durante varios segundos estuvo sumido en esa incertidumbre hasta que observó un detalle turbador que le llamó la atención. Aquel sujeto vestía una ropa similar a la suya. También sostenía un candelabro idéntico, aunque a diferencia de él lo blandía con la mano izquierda... Como si estuviese hipnotizado por una extraña fuerza magnética, Rael comenzó a imitar los movimientos del espectro con total fidelidad. Aquella figura demoníaca le obligaba a repetir exactamente cada gesto y cada mueca sin errar ni un solo centímetro. Aturdido y confuso, al final se dio cuenta de que en realidad era el espectro quien le imitaba de forma precisa. Por un instante llegó a pensar que se estaba burlando, pero su expresión no reflejaba ningún gesto chancero, sino más bien todo lo contrario... Entonces algo en aquella mirada le resultó familiar. Oculto tras los ojos percibió el vacío infinito de un ser que había adulterado el alma durante toda su existencia... Rael se echó a temblar. Sospechaba a quién podía pertenecer aquella imagen repulsiva. Cientos de nubarrones oscuros flotaron amenazantes sobre su conciencia... De pronto un rayo tremendo descargó en el tejado de la casa. Los murciélagos revolotearon de nuevo alrededor de la habitación estremecidos por el impacto. Rael se tambaleó zarandeando el candelabro. Varios goterones de cera derretida cayeron sobre la manga de su chaqueta. «No... No puede ser...», masculló al mirar de nuevo la imagen del espectro reflejada en la cornucopia. Dando un grito de terror comenzó a hacer aspavientos mientras sus ojos desorbitados huían de esa visión. Al girar con brusquedad sobre sí mismo, las llamas del candelabro prendieron varias telarañas que colgaban del techo frente al espejo. El fuego rápidamente se extendió como la pólvora devorando aquel amasijo de telas enmarañadas. Un humo negro y espeso inundó la habitación. Los murciélagos huyeron despavoridos por la ventana entre chillidos estridentes. Cegado por la humareda, Rael daba tumbos de lado a lado como una peonza descontrolada. Un trueno descomunal le hizo tambalearse hasta caer al suelo de bruces. Tras disiparse el humo se puso de nuevo en pie, dejó el candelabro sobre la cómoda y volvió a quedarse paralizado frente al espejo. Con la respiración entrecortada, observó una vez más aquel espectro maléfico… Un grito de dolor le desgarró la garganta. El reflejo de su verdadero rostro se le hacía insoportable. Era un semblante diabólico y maligno que rezumaba crueldad por todos los poros. Rael tuvo que ocultar sus ojos crispados bajo las manos… De pronto la lluvia arreció con más fuerza entre descargas brutales de rayos. Un sinfín de imágenes se atropellaron de golpe en su mente. Por delante de su conciencia empezaron a pasar todas las vejaciones con las que día tras día fue maltratando a su familia... Intentó gritar de nuevo, pero esta vez dio un alarido estéril. Una vez más su mirada se clavó en aquel rostro y observó frente al espejo su propia descomposición: de las comisuras de los labios empezó a fluir un líquido purulento...... La lengua le colgaba a la altura del pecho balanceándose como un péndulo dislocado...... Los oídos supuraban pus entremezclada con sangre ennegrecida…… Uno tras otro los dientes se desprendieron de la boca rebotando contra el suelo...... Las facciones se derretían dejando entrever los músculos de sus quijadas...... Una convulsión espontánea reventó los globos oculares que se deshicieron en una agüilla fétida...... La carne fue dando paso a una calavera desnuda mientras el pelo se desprendía a mechones cayendo por su espalda......
Solamente la lengua resistió inalterable ante la descomposición. Esa lengua viperina y ponzoñosa que tantas veces había difamado a sus seres queridos.
12
Su cuerpo permaneció varias semanas postrado con el cráneo reposando sobre la Biblia en el pasaje de Abraham. Decenas de gusanos entraban y salían por todos los orificios devorando la carne en estado de putrefacción. Ninguno de los vecinos le echó en falta durante esos días. Era lógico pensar que aquel amable señor compartiera unas fechas tan señaladas en compañía de sus familiares.
Nadie fue al entierro de Rael. Antes del sepelio los hijos intentaron identificarle en la morgue, pero ninguno pudo reconocerlo. Aquel cadáver comido por larvas que se arrastraban entre las cuencas vacías de los ojos repugnaba a la vista. Su cuerpo expelía un olor hediondo capaz de penetrar hasta el tuétano del que lo respirase. El anillo de bodas resultó fundamental para dar un nombre al muerto. En su interior se podía leer este grabado: «Con amor, siempre fiel.» Rael fue enterrado sin inscripción alguna en la tumba junto al sepulcro en el cual yacía su tercer hijo. Tras vender aquel anillo de promesas incumplidas, los hermanos costearon el epígrafe que reflejaba el nombre del niño sobre su pequeña lápida. No hubo ceremonia religiosa, ni tan siquiera un responso por el alma del difunto. El enterrador se limitó a hacer su trabajo de manera rutinaria echando paladas de tierra sobre la caja de pino con suma rapidez.
Poco tiempo después los hermanos pusieron la casa en venta. El desalojo de los bienes se hizo bajo un silencio solemne en una fría mañana de invierno. Todos los muebles y enseres, hasta los de más valor, fueron arrojados al vertedero. Ninguno quería seguir recordando aquel sórdido lugar por medio de objetos que habían permanecido allí durante lustros. Tan sólo salvaron un crucifijo que la madre guardaba en la mesilla desde el fallecimiento de su hijo.
La casa quedó desnuda con las paredes como testigos mudos de lo que cierta vez fue el hogar de una familia. Sin embargo, a todos les pasó desapercibida una prenda que colgaba arrugada sobre el perchero con una sonrisa esperpéntica: el rostro de Rael.
FIN
FIN
Entrevista con Oscar Nóbregas
Oscar, ¿se puede vivir de escribir hoy en día?
Salvo algunos privilegiados, es muy difícil vivir de la literatura; aunque pienso que es mejor que sea así. La creación no debe estar sujeta a una nómina, porque escribir bajo presión a lo único que conduce es a coartar la espontaneidad. Un escritor no puede escribir una novela pensando que con el dinero que obtenga va a pagar las facturas.
Los editores son un mal necesario para los escritores; un arma de doble filo que se puede volver contra ti. Lo más duro para un escritor es descubrir que los problemas no terminan cuando publica una novela, sino que pueden empezar justo en ese momento... Si tienes buena relación con tu editor, éste puede darte alas y hacer que tu obra crezca; pero si tienes la mala suerte de topar con un editor que no te apoya lo suficiente, puede convertirse en tu principal enemigo; la tumba de tu propia novela. Con un editor abúlico todos tus esfuerzos caen en saco roto. De nada sirve remar con todas tus fuerzas, si el que lleva el timón te deja encallado en la orilla.
Internet
Siempre miro con recelo los avances tecnológicos, pues pienso que muchas veces nos proporcionan "comodidades" que a la larga te acaban creando una dependencia innecesaria, que al final lo único que consigue es esclavizarnos. Pero como todo en la vida, depende del uso que le des a las cosas. En el caso de Internet, no se puede negar que es un instrumento que bien utilizado ofrece infinitas posibilidades al permitir comunicarte con el resto del mundo. Para mí es muy gratificante saber que gracias a los foros literarios de Internet, mi novela ha llegado a manos de lectores en toda Hispanoamérica e incluso al sur de los Estados Unidos.
A veces pienso que la gente debe de estar muy vacía por dentro cuando siente la necesidad obsesiva de comunicarse a cada instante por medio del Smartphone. Este artilugio se ha convertido en una prótesis inseparable de las personas. Es patético observar a todo el mundo imbuido en sus teléfonos como si buscaran ansiosamente la felicidad allí dentro.
Internet al margen de las incuestionables ventajas como medio de comunicación, se ha convertido en una corrala cibernética donde lo importante por encima de todo es aparentar. La gente disfruta más enviando una foto de algún lugar exótico para que la vean los amigos en vez de vivir ese momento para sí mismos. Esa actitud me parece cuanto menos preocupante.
Internet es un espacio donde se puede maquillar fácilmente la realidad, creando un escenario virtual en el cual lo importante es lo que se ve por la pantalla, no lo que realmente es.
Crisis
La crisis económica es algo que sin duda ha repercutido en todos los ámbitos, tanto a nivel nacional como internacional. En la literatura no iba a ser menos y las ventas han descendido desde hace un par de años. Pero al margen de la literatura, lo que me preocupa de todo este "pesimismo general" que estamos viviendo no es la crisis en sí misma, sino saber quién está interesado en tenernos pendientes de que suba o baje la Bolsa para desviar nuestra atención de los problemas reales de nuestra sociedad, y de esa manera tenernos hipnotizados. Nos marean con cifras y términos económicos que a la postre lo único que consiguen es desorientarnos y que perdamos toda referencia con la realidad. Los medios de comunicación se convierten en trileros que nos bombardean con noticias contradictorias las cuales terminan por anular cualquier criterio razonable.
Quizás el hecho de dar más relieve a tus escritos mediante una lectura oral de los textos, descubriendo que una misma frase puede ser leída con matices distintos.
La Radio te proporciona el tono y la intensidad de la que carece la lectura mental, pues a veces las palabras se quedan algo mudas si no las expresamos mediante los labios.
La Radio también te aporta ese punto de improvisación que a menudo libera a los textos de las páginas y los hace volar más libres.
Sí, de hecho las portadas de tercer y del cuarto libro llevarán fotos hechas por mí. No ha surgido antes porque no veía una imagen que pudiera encajar con el ambiente de la novela.
De esa crónica surgió la idea de mi segunda novela Efluvios Metafísicos, que de alguna manera es un homenaje a la música contemporánea en sus distintos estilos: Blues, Jazz, Rock, Pop, Folk, New Age, etc.
Desde siempre he estado rodeado de músicos, cantantes o de gente melómana apasionada con grandes colecciones de discos, por lo cual no me ha sido difícil imbuirme de lleno en dicho terreno.
En cuanto al Rock, lo he disfrutado de manera apasionada desde la adolescencia, y, aunque no tuve la suerte de experimentarlo en su época dorada por cuestiones de edad, sí que he vivido la inercia de ese movimiento unos años más tarde.
La lista de grupos de Rock que me han influido sería interminable... Básicamente corresponden a bandas formadas en las décadas de los 60 y los 70, que sin duda son los años más creativos la historia del Rock. Creo que los grupos que más me han marcado son Pink Floyd y Led Zeppelin. Cada cual en su estilo, me parecen las dos bandas más carismáticas que ha habido nunca. Pero no puedo dejar de nombrar a los Beatles, que supusieron una auténtica revolución. Incluso hoy en día, casi 50 años después, sus canciones no han perdido ni un ápice de frescura y vitalidad. El fenómeno beatle fue algo único e irrepetible que marcó a muchas generaciones.
Supongo que tengo algo de cada uno. Quizá me identifico un poco más con los albinos, por aquello de que son una "rara avis" como yo...
Bueno, creo que va llegando el momento de centrarnos un poco en tu novela Retazos de un Bastardo... ¿Cuánto tiempo te llevó escribirla? y ¿en qué te inspiraste?
Resulta difícil contabilizar en tiempo real, desde el momento en que surge el chispazo de una historia hasta el último capítulo. Las ideas son como peces que divagan por tu cabeza y que vas plasmando en tus escritos, unas antes o después sin saber por qué, pero no necesariamente de forma lineal. Por otro lado, desde que surge algo sólido hasta que germina, puede que transcurran varios meses, pues ni tú mismo sabes si esa idea va a fructificar. Luego viene la etapa de ordenar el rompecabezas para que todo ocupe su lugar exacto evitando que haya fisuras, y ése es otro proceso imposible de medir con un calendario, pues a veces recurres a apuntes que llevaban guardados en un cajón mucho tiempo.
Lo que sí te puedo asegurar, es que desde que terminé la novela hasta que se publicó pasaron varios años de llamar a puertas de editoriales y de enviarla a concursos. Por cierto, hoy en día estoy totalmente en contra de los concursos. Creo que no se debe escribir para competir con nadie.
Respecto a la inspiración de la novela, todo surge por una amalgama de sensaciones que van bullendo dentro de ti, condimentadas por mil influencias: una experiencia vivida, un pasaje de otra novela, la escena de una película, la letra de una canción, un suceso real que ves en las noticias, el artículo de un periódico, un pasaje de la historia... Todo ello forma un cóctel que agitas a la par con tu imaginación hasta que surge algo coherente y con una estructura definida.
Desde luego, todo tiene su lado opuesto. Para que haya luz y saber lo que significa, es necesario conocer la oscuridad. El caso es que las personas más baqueteadas suelen valorar mejor las cosas buenas de la vida. No se puede mantener de forma perenne un estado de dicha absoluta o de éxtasis… La vida es un camino de contrastes. Como dice Luis Eduardo Aute, vivir es un ejercicio de gozo y dolor.
En un momento dado de la novela en el cual el pintor se haya atravesando un estado anímico tortuoso, decide plasmar en la pared de su buhardilla este cuadro de las Pinturas Negras de Goya. Saturno devorando a su hijo representa para él una alegoría freudiana de la humanidad devorando al hombre como individuo. Eso es lo que quiere expresar el pintor en su encierro tras sufrir una crisis existencial.
Uf, recomendar mi propia novela es algo que me da bastante pudor... Puedo hablarte por boca de lectores que me han felicitado, diciendo cosas tan bonitas como que mi novela deja huella en el alma o que rebosa de sensibilidad e imaginación; que es una novela muy profunda y que te hace pensar sobre ti mismo; que en vez de páginas, las hojas parecen espejos que reflejan tus propios sentimientos.
En fin, qué más puedo deciros sobre Retazos de un Bastardo... Comentan por ahí que mi novela tiene afinidades con Kafka, Pessoa o Hermann Hesse. Al que le guste alguno de estos autores es probable que conecte con mi estilo; pero creo yo tengo mi propio sello, más cercano al tiempo que nos ha tocado vivir.
Me hallo inmerso en la redacción de once relatos que irán recopilados en un libro titulado Bajo la sombra del yinkgo biloba.
Estoy muy ilusionado con este proyecto y humildemente pienso que cada relato es un mundo en el que te sumerges de los pies a la cabeza. He puesto toda mi alma y mi corazón en ellos, así que espero no defraudar al lector…
3. Río Guadarrama helado
5. La torre en invierno
2. Vistas desde la abadía, Mont Saint-Michel
3. Sombras sobre la nieve al atardecer, Guadarrama
4. Ruinas de Recópolis al atardecer
5. Río Piedra abstracto
6. Reflejos sobre el agua, Río Piedra
7. Reflejos plateados, Salinas de Torrevieja
8. Reflejos impresionistas sobre el agua, Río Piedra
9. Reflejos en el río Dulce
10. Reflejos del sol, salinas de Torrevieja
11. Ramas sobre fondo rosado, Cala Macarela
12. Pueblo fantasma, ruinas de Belchite
13. Por encima de las nubes, sobre el Mediterráneo
14. Nenúfares sobre nubes en el río Lobos
15. Dibujos de luz sobre el agua, Menorca
16. Luna llena en el cementerio de Atienza
17. Isla Vedra bajo la bruma
18. Lago del amor, Brujas
19. Hojas de haya a contraluz
20. Gaviota volando sobre el mar, Cala Macarela
21. Cuadro abstracto de sal, salinas de Torrevieja
22. Castillo de Atienza en la noche estrellada
23. Cabo de Formentor al atardecer
24. Lluvia sobre el canal, Brujas
25. Arena tostada, Playa de Caballería
26. Arcos sobre la arena, Playa de las Catedrales
27. Arbusto sobre la nieve, Guadarrama
28. Arbusto sobre fondo marino
29. Árbol siniestro, Hayedo de Montejo
30. Árbol seco, Burgos
31. Abadía del Mont Saint-Michel
“Leed libros alentadores de espíritu, que os inciten a ser cada día mejores”.
SWETT MARDEN

ALFREDO CONDE

“Un mal escritor puede llegar a ser un buen crítico, por la misma razón que un pésimo vino puede llegar a ser un buen vinagre.”
FRANCOIS MAURIAC

“El poder de la literatura es que es posible contar la vida.”
CHARLES BUKOVSKI

“Escribir: la única manera de conmover a otros sin ser incomodados por su rostro.”
JEAN ROSTAND

“Un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma.”
CICERÓN

“No es preciso tener muchos libros, sino tenerlos buenos.”
SÉNECA

“Un mismo texto admite infinito número de interpretaciones.”
FRIEDRICH NIETZSCHE

“La lectura cura los dolores del alma.”
ANÓNIMO

“Un libro abierto es una mente que habla. Un libro cerrado es un amigo que espera.”
PROVERBIO HINDÚ

“Un buen libro, es el mejor de los amigos.”
RUBÉN DARÍO

“Leer mucho aviva el ingenio de los hombres.”
SCHILLER

“Amar a la lectura es trocar horas de hastío por horas deliciosas."
JOHN F. KENNEDY

“Un libro es una voz viviente; una inteligencia que nos habla.”
SAMUEL SMILES

“El destino de muchos hombres depende de haber tenido o no, biblioteca en su casa paterna.”
EDMUNDO DE AMICIS

“Ningún hombre carece de amigos, mientras cuente con la compañía de buenos libros.”
SCHILLER

“Preferiría vivir pobre en un desván con muchos libros, que ser un rey a quien no le gustara leer.”
THOMAS MACAULAY

"La televisión es muy educativa: siempre que alguien la enciende, cojo un libro y me voy a mi cuarto a leer."
GROUCHO MARX

FERNANDO PESSOA


el cuerpo cuando caigan,
para que no las puedas convertir en cristal.
Ojalá que la lluvia deje de ser milagro
que baja por tu cuerpo,
ojalá que la luna pueda salir sin ti.
Ojalá que la tierra no te bese los pasos.
Ojalá se te acabé la mirada constante,
la palabra precisa, la sonrisa perfecta.
Ojalá pase algo que te borre de pronto:
una luz cegadora, un disparo de nieve,
ojalá por lo menos que me lleve la muerte,
para no verte tanto, para no verte siempre
en todos los segundos, en todas las visiones,
ojalá que no pueda tocarte ni en canciones.
Ojalá que la aurora no dé gritos
que caigan en mi espalda.
Ojalá que tu nombre se le olvide a esa voz.
Ojalá las paredes no retengan tu ruido
de camino cansado.
Ojalá que el deseo se vaya tras de ti,
a tu viejo gobierno de difuntos y flores.
De alguna manera tendré que olvidarte,
por mucho que quiera no es fácil, ya sabes,
me faltan las fuerzas, ha sido muy tarde
y nada más, y nada más, apenas nada más.
Las noches te acercan y enredas el aire,
mis labios se secan e intento besarte.
Qué fría es la cera de un beso de nadie
y nada más, y nada más, apenas nada más.
Las horas de piedra parecen cansarse
y el tiempo se peina con gesto de amante.
De alguna manera tendré que olvidarte
y nada más, y nada más, apenas nada más.
Luis Eduardo Aute
Te alejas bajo la oscuridad del parque
POEMA 20
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos."
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche esta estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca,
y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear
los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como ésta
la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.
Pablo Neruda
de peña en peña,
pero no mía.
Grande te quiero,
como monte preñado
de primavera, pero no mía.
Buena te quiero,
como pan que no sabe
su masa buena,
pero no mía.
Alta te quiero,
como chopo que al cielo
se despereza,
pero no mía.
Blanca te quiero,
como flor de azahares
sobre la tierra,
pero no mía.
Pero no mía
ni de Dios ni de nadie
ni tuya siquiera.
Agustín García Calvo
algunas hojas verdes le han salido.
El olmo centenario en la colina,
un musgo amarillento
le lame la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas, olmo,
quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera también,
hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
Antonio Machado
(Adapt. Juan Manuel Serrat)
pues de puro enamorado,
de continuo anda amarillo;
que pues doblón o sencillo,
hace todo cuanto quiero,
poderoso caballero es don dinero.
Nace en las Indias honrado,
donde el mundo le acompaña,
viene a morir en España
y es en Génova enterrado;
y pues quien le trae al lado es hermoso,
aunque sea fiero,
poderoso caballero es don dinero.
Por importar en los tratos
y dar tan buenos consejos
en las casas de los viejos
gatos le guardan de gatos;
y, pues rompe él recatos
y ablanda al juez más severo,
poderoso caballero es don dinero.
Nunca vi damas ingratas
a su gusto y afición,
que a las caras de un doblón
hacen sus caras baratas;
y, pues hace las bravatas
desde su bolsa de cuero,
poderoso caballero es don dinero.
Francisco de Quevedo
(Adapt. Paco Ibáñez)
Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde,
altivo, enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que el cielo en un infierno cabe;
dar la vida y el alma a un desengaño,
esto es amor, quien lo probó lo sabe.
Lope de Vega

LA MALA REPUTACIÓN
En mi pueblo, sin pretensión,
tengo mala reputación,
haga lo que haga es igual
todo lo consideran mal.
Yo no pienso, pues, hacer ningún daño
queriendo vivir fuera del rebaño.
No, a la gente no le gusta
que uno tenga su propia fe.
Todos, todos me miran mal,
salvo los ciegos, es natural.
En la fiesta nacional
yo me quedo en la cama igual,
que la música militar
nunca me supo levantar,
en el mundo, pues,
no hay mayor pecado
que el de no seguir
al abanderado.
No, a la gente no le gusta
que uno tenga su propia fe.
Todos me muestran con el dedo,
salvo los mancos, quiero y no puedo.
Si en la calle corre un ladrón
y a la zaga va un ricachón
zancadilla pongo al señor
y aplastado el perseguidor.
Esto sí que sí, que será una lata
siempre tengo yo que meter la pata.
No, a la gente no le gusta
que uno tenga su propia fe.
No, a la gente no le gusta
que uno tenga su propia fe.
Todos tras de mí a correr,
salvo a los cojos, es de creer.
Georges Brassens
(Adapt. Paco Ibáñez)
como un aullido interminable, interminable.
Te sentirás acorralada,
te sentirás perdida o sola
tal vez querrás no haber nacido, no haber nacido.
Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso:
La vida es bella, ya verás
como a pesar de los pesares
tendrás amigos, tendrás amor, tendrás amigos.
Un hombre solo, una mujer así tomados,
de uno en uno son como polvo,
no son nada, no son nada.
Otros esperan que resistas
que les ayude tu alegría
tu canción entre sus canciones.
Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso:
Nunca te entregues
ni te apartes junto al camino,
nunca digas no puedo más
y aquí me quedo, aquí me quedo.
La vida es bella, ya verás
como a pesar de los pesares
tendrás amigos, tendrás amor, tendrás amigos.
No sé decirte nada más
pero tú comprende
que yo aún estoy en el camino, en el camino.
Pero tú siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti
como ahora pienso.
José Agustín Goytisolo
(Adapt. Paco Ibáñez)
ME QUEDA LA PALABRA
Si he perdido la vida, el tiempo,
todo lo tiré como un anillo al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
Si he sufrido la sed, el hambre,
todo lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.
Si abrí los ojos para ver el rostro puro
y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.
Blas de Otero
Palabras que marcan
LA ODISEA, CANTO I
HOMERO
HERMANN HESSE
JULIO CORTÁZAR

EDGAR ALLAN POE
FIODOR DOSTOYEVSKI
Raskolnikov estaba en pleno dominio de sus facultades, pero aún le temblaban las manos.
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Al tomar conciencia de su soledad, sintió que algo semejante a un pájaro o una liebre se le helaba en el pecho.
Y en ese mismo instante en que el mundo que lo rodeaba pareció desvanecerse y él se quedó solo como una estrella en el firmamento, en aquel momento de frialdad y desánimo se irguió un Siddhartha más sólido y fuerte, más posesionado que nunca de su propio Yo.
Sofía dio por sentado que la persona que había escrito las cartas anónimas volvería a ponerse en contacto con ella. Mientras tanto, optó por no decir nada a nadie sobre este asunto.
ellas, que estudiarse de memoria los verbos irregulares.
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Uno de los viejos filósofos griegos que vivió hace más de dos mil años, pensaba que la filosofía surgió debido al asombro de los seres humanos. Al ser humano le parece tan extraño existir, que las preguntas filosóficas surgen por sí mismas.
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El mono de los bosques, convertido sucesivamente en mono a ras de tierra, en mono cazador y en mono sedentario, se ha transformado en mono cultural. El progreso le condujo en sólo medio millón de años, desde el encendido de una fogata hasta la construcción de naves espaciales.
Quince hombres van en El Cofre del Muerto.
¡Ja, ja, ja!
¡Y un gran frasco de ron!
Al llegar a la hostería, golpeó con fuerza la puerta valiéndose de un bastón largo y delgado como un espeche artillero; y cuando acudió mi padre le pidió, con tono destemplado, que le sirviera un vaso de ron.
ALBERT CAMUS
OSCAR NÓBREGAS