EL CRIMEN DE LA HERENCIA
 
 
                                                                
1


          Resbaló en la cocina.

Unas pequeñas gotas de aceite provocaron que el anciano cayera de bruces contra el suelo haciendo añicos el plato de comida que sostenía en la mano antes de la brutal caída. La rotura de la cadera fue inmediata. Adolfo notó en su interior el crujido seco de su propio hueso. Un grito ahogado fue lo único que pudo salir de sus labios rígidos paralizados por el dolor. Tembloroso, intentó incorporarse una y otra vez sin conseguirlo. A ras de suelo podía ver las patatas fritas desparramadas sobre las baldosas, entremezcladas con pequeñas piezas del plato que se habían esparcido de forma aleatoria.

Adolfo llamó a su mujer pidiendo auxilio en vano. Fue un acto reflejo inútil y él lo sabía. Carmen padecía de Alzheimer desde hacía mucho tiempo. A pesar de escuchar la voz de su marido, la pobre mujer se limitaba a dar vueltas de un lado a otro del pasillo incapaz de descolgar el teléfono para marcar el número de urgencias. Ella percibía la tensión del momento, pero su cerebro no sabía procesar la información que estaba recibiendo por medio de sus sentidos.

Carmen rompió a llorar angustiada gritando el nombre de su marido mientras recorría el pasillo dando pequeños pasitos con sus pantuflas desgastadas. Adolfo pensó en pedir socorro a los vecinos, pero su hilo de voz apenas inundaba la propia cocina. Se fue arrastrando como pudo hasta la mesa y agarró tembloroso la pata de una silla. Haciendo un esfuerzo sublime, levantó la pata y golpeó contra el suelo varias veces. Nadie respondió. El reloj de carillón marcaba las once menos cuarto y los vecinos ya se habían acostado. El anciano era consciente de que el tramo que le separaba del salón para poder llegar al teléfono resultaba insalvable en aquel trance.





                                                              2

Adolfo y Carmen habitaban una antigua casa de grandes estancias y techos altos con suelo de madera. Vivían solos desde hacía más de veinte años. De sus tres hijos, tan sólo Daniel les llamaba a diario para saber cómo se encontraban. Sergio y Celia se habían desentendido de ellos por completo y ni tan siquiera en las fechas navideñas eran capaces de visitarles. Daniel habitaba una pequeña buhardilla no muy lejana al domicilio de los padres. A menudo les traía comida y pasaba un rato con ellos para mitigar la soledad de los ancianos. El hijo pequeño alternaba su trabajo de artesano con su verdadera pasión: la poesía. Tallaba figuras de madera que luego barnizaba para venderlas en un pequeño local de El Rastro. Ese trabajo apenas le alcanzaba para llegar a fin de mes, pero se había acostumbrado a su vida bohemia sin grandes pretensiones económicas.

Daniel vivía solo. Como única compañía tenía un perro bonachón de pelo beige. Telmo era un golden que encontró abandonado en un cubo de basura siendo todavía un cachorro con los ojos cerrados. Lo envolvió en su abrigo y lo llevó a casa para darle de comer en un cuenco de leche. A los pocos días se dio cuenta de que ya formaba parte de su vida y lo acogió para siempre bajo su techo. Cinco años después, Telmo se había convertido en un perro tranquilo y cariñoso.





                                                              3  
 
         El reloj de pared hizo sonar las once. A pesar de todo, Adolfo intentó llegar hasta el salón arrastrándose por la cocina. Albergaba la esperanza de que su hijo Daniel fuera aquella noche a visitarles, pero no podía quedarse inmóvil sin más aferrado a esa posibilidad. Conteniendo el dolor, fue desplazándose por el suelo con los brazos extendidos mientras un rastro de sangre quedaba marcado en las baldosas blancas. El anciano se había cortado la mano derecha tras el impacto del plato contra el suelo. Carmen lloraba desconsolada tapándose la cara con las manos. Adolfo tardó media hora en salir de la cocina hasta alcanzar el pasillo. Logró llegar al salón a duras penas, completamente extenuado. Alzó la mano para descolgar el teléfono de la mesa y por fin pudo conseguirlo. Justo cuando iba a marcar el número de urgencias, se desvaneció.

 
 


   
                                                              
        
         Daniel había pasado toda la tarde tallando figuras de madera y se encontraba cansado. Estaba terminando un encargo que debía entregar la semana siguiente y el tiempo le apremiaba. No tenía pensado acercarse aquella noche por casa de sus padres, aunque al menos decidió telefonearles para saber cómo se encontraban. Marcó varias veces el número, pero comunicaba. Volvió a llamar una hora después y la línea seguía ocupada. Se extrañó mucho, ya que no solían hablar tanto tiempo a esas horas de la noche. Cogió la correa de Telmo, se puso el abrigo, la bufanda, y salió de la buhardilla en dirección a la casa. Aquel 30 de enero hacía una noche heladora. Algunos copos de nieve caían suavemente sobre las calles de Madrid. Daniel entró en el portal y subió las escaleras. Llamó al timbre, pero no le abrían. Pegó el oído a la puerta y pudo escuchar los lamentos de la madre. Su corazón se aceleró. Sacó la llave y la metió en el ojo de la cerradura. Tras forcejear nervioso durante varios segundos por fin entró. Fue corriendo hasta el salón. El padre estaba tumbado en el suelo con el brazo estirado en dirección al auricular del teléfono. La madre permanecía sentada junto a él tiritando de frío y sollozando. Telmo lamía la cara de Adolfo consciente de que algo no andaba bien. Daniel incorporó a su padre como pudo recostándole en el sofá para reanimarlo. Llamó al servicio de urgencias, que nada más llegar al domicilio certificó la rotura de la cadera. Adolfo tuvo que ser ingresado de inmediato en el hospital. Daniel durmió aquella noche en la casa acompañando a Carmen.

 —¿Dónde está papá? —preguntó la anciana sentada sobre su cama con la vista perdida.

 Daniel se acostó a su lado e intentó calmarla. Entonces recordó cómo de pequeño su madre le arropaba cantando suavemente hasta que se dormía. A veces Carmen dejaba sobre su mesilla una antigua cajita de música que había heredado de la bisabuela materna. Al abrirla, las notas del Para Elisa de Beethoven escapaban del interior mientras una bailarina de porcelana se movía al compás de la música. Infinidad de noches en su infancia concilió el sueño escuchando aquella sutil melodía… Daniel fue al salón, abrió la vitrina de cerezo y cogió la cajita de música. Abstraído por aquel nostálgico recuerdo le pasó un trapo para quitarle el polvo. Después la colocó en la mesilla. Durante varios minutos permaneció acariciando a su madre hasta que por fin se durmió. Al cabo de un rato extendió una manta y se acostó en el sofá del salón. Estuvo toda la noche dando vueltas en la oscuridad invadido por los recuerdos de su infancia. Cuando por fin pudo conciliar el sueño, una pesadilla le hizo volver en sí. Sudoroso y jadeante, se incorporó del sofá con el corazón acelerado. En esos momentos las imágenes que había soñado se agolparon en su mente: varias baldosas de la cocina comenzaron a despegarse del suelo formando el cuerpo de un ataúd, justo en el mismo sitio donde resbaló su padre.

   
 


                                                             5       
 
         Al día siguiente Daniel telefoneó a sus hermanos poniéndoles al corriente del percance. Ante su sorpresa, Celia se ofreció para llevar a la madre a su casa mientras durase la convalecencia de Adolfo en el hospital. La actitud solicita de su hermana le extrañó, ya que Celia durante años estuvo ignorando a sus padres con toda la indolencia del mundo. El desprecio hacia ellos había llegado hasta el punto de pasar la Nochebuena siempre lejos de sus padres con su otro hermano. Entre Celia y Sergio existía una complicidad que rayaba lo incestuoso. A menudo se preguntaba cómo sus dos hermanos podían ser así. Sergio, el mayor de los tres, era un tipo engreído, prepotente y materialista. Dirigía una empresa de negocios en la cual tenía a su cargo más de veinte empleados a los que trataba con despotismo. Su único objetivo en la vida consistía en aumentar la fortuna a base de negocios fraudulentos. Sergio repasaba una y otra vez las cuentas de la empresa relamiéndose ante los beneficios alcanzados. Su obsesión por el dinero era insaciable. Cuantos más ingresos obtenía, más estimulaba su avaricia... Parecía que todo en la vida le iba a pedir de boca, pero la realidad es que por dentro estaba totalmente vacío. Era un ser egocéntrico incapaz de sentir empatía por nadie.

Sergio se aprovechaba sin escrúpulos de la vejez de sus padres. Tiempo atrás convenció al anciano para que le pusiera como cotitular de su cuenta bancaria asegurándole que gracias a una serie de transacciones le procuraría unos intereses mensuales. De esa forma sibilina fue acumulando ingresos en su propia cuenta a costa del dinero de su padre. Sergio había llegado al punto de vender un apartamento en la costa propiedad de Adolfo quedándose con el dinero. Cuando Daniel le pidió explicaciones al respecto de aquella venta inmobiliaria, Sergio le aseguró con toda la hipocresía del mundo que los beneficios de aquel piso irían destinados única y exclusivamente para los cuidados de sus padres, cuando lo cierto es que con el dinero obtenido por la venta compró otro apartamento en primera línea de playa donde iba todos los veranos acompañado de su hermana. Al tener derecho a firma en la cuenta de su padre, Sergio hacía uso de ella hurtando dinero cuando se le antojaba.

Celia, la más pequeña de los tres, era una mujer arpía y manipuladora. Para ella su principal arma siempre fue la mentira, mediante la cual se había ido abriendo paso a lo largo de su vida. Con frialdad calculadora ponía las miras en sus objetivos y no tenía escrúpulos a la hora de utilizar a quien fuera necesario. El culmen de su maldad fue llegar a quedarse embarazada fruto de una relación al margen de su matrimonio. Durante años mantuvo engañado al marido como si aquella hija hubiera sido suya. Tras solicitar las pruebas de paternidad, su cónyuge pidió el divorcio de inmediato.

 

 



                                                             6    

         A media mañana Celia se presentó en casa de los padres y recogió a Carmen para llevarla a su domicilio. Los días posteriores Daniel estuvo visitando a Adolfo en el hospital. La rotura de cadera le había postrado en la cama y la intervención quirúrgica debía realizarse lo antes posible. El día de la operación

estuvo toda la tarde allí para darle ánimos.

—Ya verás cómo te recuperas pronto —consolaba a su padre.
         —Dios te oiga, hijo. Lo único que deseo es volver a casa con mamá… ¿Qué tal está?

—Muy bien, no te preocupes. Celia se la ha llevado con ella.
         —¿Celia? No sabes cuánto me alegro. Últimamente nos tiene abandonados... Y estas navidades han sido tan tristes... Ya no recuerdo cuándo fue la última vez que vino a cenar en Nochebuena.
         —No se lo tengas en cuenta, siempre ha vivido a su aire. Además, a ti nunca te gustó mucho la Navidad.

         —Es cierto... Pero eso tiene un motivo. El entierro del abuelo fue un 24 de diciembre y aquel suceso marcó a la familia... En fin, siempre hay algo de tristeza en esas fechas si tus seres queridos no se reúnen.

         —Nuestra familia es así, papá —replicó Daniel—. Llevamos mucho tiempo desunidos... Pero no le des más vueltas. Ahora procura estar tranquilo y ser optimista. Lo importante es que la operación salga bien y que regreses a casa cuanto antes.

         —Tengo tantas ganas de volver…

—¿Necesitas que te traiga algo de allí? ¿Quieres el transistor para escuchar la radio?

—Sí, hijo, por favor, me hará bastante compañía... Y tráeme también mis recortes de periódico del fútbol. Las enfermeras no se creen que fui jugador del Real Madrid, aunque es cierto que ha llovido mucho desde la década de los cuarenta... ¡Qué tiempos aquellos! Sin duda los mejores de mi vida... Fue entonces cuando conocí a Carmen aquel verano en la sierra... No te puedes hacer una idea de lo guapa que era tu madre... Cuando íbamos al cine los chicos en las butacas se daban la vuelta para mirarla... Recuerdo la primera vez que le pedí bailar en las fiestas del pueblo. ¡La pisé tres veces de lo nervioso que estaba!

Daniel sonrió.

          —Mañana tienes aquí los recortes, papá, no te preocupes.

         —Y el transistor, hijo, y el transistor.

          —Ahora te van a servir la cena. Descansa bien, ¿vale?
         Daniel le dio un beso en la frente y salió del hospital con gesto de preocupación. Era consciente de lo mucho que su padre se había debilitado tras la intervención quirúrgica. Sin duda los años habían desgastado sus energías, pero aún seguía teniendo arrebatos de carácter. Adolfo siempre fue un hombre de temperamento fuerte. Con él tuvo infinidad de discusiones que les hicieron enfrentarse. Sin embargo, todas esas peleas se habían diluido en su memoria como por arte de magia.

         Mientras caminaba con las manos en los bolsillos bajo una tenue lluvia, imaginó aquella tarde en la sierra cuando se conocieron sus padres. De alguna manera ese día fue el que por azar le dio la vida años después.

 


 


                                                             7    

         Tras la operación de Adolfo, Daniel estuvo llamando varios días seguidos a Celia sin obtener respuesta alguna. Cuando por fin la pudo localizar le preguntó cómo estaba Carmen.

         —Se encuentra muy bien, no te preocupes.

—Papá está deseando verla... Tenemos que llevarla al hospital para darle ánimos. Quiero hablar con ella. Dile que se ponga.

—Está echada en la cama.

—En ese caso, llamaré más tarde.

—Lo siento, Daniel, pero no va a poder ser. Mamá no se encuentra bien.

—Me acabas de decir que estaba muy bien. Por favor, Celia, no me hagas luz de gas.

Durante unos segundos permaneció en silencio.

—Mamá no está en casa.

—¿Qué?

—Sergio y yo la hemos ingresado en una residencia.

—No me lo puedo creer.

—Créetelo, Daniel. Es lo mejor para ellos. Ya están demasiado mayores para vivir solos.

—¿Cómo puedes saber lo que es mejor para ellos? ¡Durante veinte años apenas les habéis visitado!

—Exageras un poco, ¿no te parece?

—¿Que exagero? ¡Ni siquiera te has molestado en venir a verles esta Navidad! ¿Piensas que a ellos no les afecta? ¿Así les pagas todo lo que te han ayudado siempre? ¿Acaso has olvidado ya los cheques que papá te enviaba para tus gastos?
         —Puede que por ser la pequeña hayan tenido un trato de favor conmigo, pero eso es agua pasada. Para que veas que no soy desagradecida, a partir de ahora quiero que nuestros padres vivan como reyes.

—¿Cómo reyes en un asilo? Sabes de sobra que nunca han querido ir a un sitio como ése.  En un asilo es imposible que tengan la misma dedicación hacia ellos que en casa, y además van a echar de menos todas sus cosas. Su cama, su sofá, su televisor, sus muebles, sus fotos, sus recuerdos...

—Sergio y yo lo hemos decidido así, Daniel. No hay vuelta de hoja.

 —Sergio y tú, siempre Sergio y tú. Y yo, qué. ¿Acaso mi opinión no vale nada? ¿Con qué derecho me imponéis vuestros criterios? ¿De verdad os creéis con potestad para disponer de sus vidas a vuestro antojo? Soy yo el que les conoce mejor. Siempre he estado ahí para lo bueno y para lo malo. ¿Sabes? No es fácil convivir al lado de dos personas mayores. El carácter de papá se ha ido torciendo con la vejez. Muchas veces me ha hecho daño con su manera de ser... Pero eso ahora no me importa. Es mi padre y no quiero que pase los últimos años de su vida en un asilo.

—Habla con Sergio —dijo Celia en tono seco.

—No dudes que hablaré con él. Dame la dirección de la residencia. Voy a ver a mamá.


  


 
                                                             8     
 
         Daniel apuntó la dirección y se dirigió sin perder tiempo hacia el asilo. Estaba dolido por la manera de actuar cínica y alevosa de sus hermanos. Una vez más habían maquinado entre ellos un plan dejándole al margen. Empezaba a tener fundadas sospechas de sus verdaderas intenciones, que sin duda iban más allá de esa repentina preocupación por unos padres a los cuales habían ignorado durante años. A pesar de ello, Sergio y Celia siempre fueron privilegiados en el trato recibido respecto a Daniel. Nada más cumplir los dieciocho años, Adolfo le compró a Sergio un flamante coche deportivo. Quizás el hecho de ser el primogénito le había deslumbrado sin darse cuenta que en realidad su hijo mayor era un tipo arrogante y egoísta. Celia, la más consentida de la familia, exigía siempre que todo su vestuario fuera de buena marca. Los caprichos de la hija menor llegaban a ser irritantes. Sin embargo, Daniel jamás cayó en la vulgaridad de considerar un agravio comparativo las atenciones de Adolfo respecto a él. Al revés. Valoraba cualquier detalle recibido por pequeño que fuese. Cuando años más tarde le regaló un coche de segunda mano, jamás pensó que a su hermano mayor le había comprado uno caro y nuevo. Todo lo contrario. Se alegró del detalle de su padre, pues pensaba que ni siquiera lo merecía… Durante unos instantes le vinieron a la mente recuerdos de la infancia. Desde muy corta edad Sergio había sido un niño engreído y rastrero. No soportaba perder en los juegos, ya fuesen las canicas, el parchís o las cartas. Siempre que tenía la oportunidad hacía trampas y cuando perdía tiraba el tablero por los aires enrabietado o salía del salón dando un portazo. Celia todos los años pedía para Reyes los juguetes más caros, aunque a las pocas semanas dejara de interesarse por ellos. También era capaz de hacer bajar a su madre a la calle para comprar un helado si a la niña se le antojaba a pesar de la hora que fuera…

Imbuido en estos pensamientos, Daniel se topó de frente con el asilo de ancianos ubicado en el barrio de Prosperidad. A simple vista desde el exterior el lugar parecía agradable, pero lo que se encontró al traspasar el umbral de la puerta sobrecogió su pecho. Decenas de viejos encerrados en lúgubres estancias permanecían hacinados en el ambiente más desolador que un ser humano pueda imaginar. Algunos de ellos estaban sentados en tresillos desvencijados y mugrientos. Varios miraban al techo o al suelo con expresión hueca y delirante. Otros caminaban a lo largo del pasillo vestidos con sus batas sucias repitiendo frases autómatas. Uno con la boca mellada se rascaba el pelo sin parar como si tuviera piojos. Otro pronunciaba lamentos compungidos mientras se balanceaba de lado a lado. Los tics nerviosos eran habituales a consecuencia del encierro prolongado en aquel lugar deprimente. A lo lejos, un anciano con el gesto desencajado y las manos encogidas gritaba sin cesar: «¡Me quiero morir! ¡Me quiero morir!». Una vieja con el pelo blanco le acariciaba intentando consolarle. Junto a ella, en el mismo tresillo, un viejo con aspecto de retrasado mental se había defecado encima. El hombre sacaba el excremento del pantalón limpiándose en las mangas de la camisa mientras un hilillo de saliva colgaba de sus labios. Un hedor insoportable comenzó a invadir la estancia.

          —¡Enfermera! —gritó la anciana— ¡Agustín se ha cagado encima!

Acongojado, Daniel buscaba a su madre entre toda aquella turba de demencia senil sin poder encontrarla por ningún sitio. Una señora que arqueaba las cejas con expresión de locura se acercó hasta él. Cogiéndole por el brazo le miró fijamente exclamando:

—¡Juventud, divino tesoro, que te vas para no volver!
         Daniel salió de la estancia completamente abrumado. Después de atravesar el pasillo principal por fin encontró a su madre en un recodo al fondo de una sala sombría. Carmen estaba sentada en una silla de madera con la mirada triste y ausente.

—¡Mamá! —exclamó abrazándola—. ¿Cómo estás?

—Bien, hijo, bien —respondió con voz débil. Era evidente que Carmen se encontraba totalmente desorientada por aquella nueva situación fuera de su rutina en casa.

—¿Qué tal te tratan aquí? —preguntó cogiéndole las manos.

Carmen permaneció en silencio como si ocultara algo.

—Te noto más delgada, ¿comes bien?

—Sí… Poco, pero bien…

Daniel se dio cuenta de que su madre tenía las uñas negras y que el vestido que llevaba puesto estaba lleno de manchas. En ese instante tuvo que reprimir la rabia que le desbordaba.

—Voy a volver pronto a casa, ¿verdad? —dijo mirándole con gesto de esperanza.

Aquella pregunta se clavó como una daga en su corazón.
        —Claro que sí, mamá —respondió apretando sus manos—. Sólo estarás aquí hasta que papá se recupere.

—¿De verdad? —insistió la pobre mujer.

Carmen le miraba con ojos de pena esperando una respuesta.
         —Te lo prometo, mamá. Sólo será cuestión de unos días...
         Daniel se sintió muy triste teniendo que ocultar la cruda realidad, pero sin duda era lo mejor para no hacerla sufrir más todavía.

—Mira lo que te he traído —dijo rebuscando en  su abrigo—, tu cajita de música para que la pongas sobre la mesilla.
         Daniel dio cuerda a la cajita y la melodía de Para Elisa comenzó a sonar. Nunca en la vida aquellas notas le habían parecido tan amargas como en esos momentos.

—¿Vamos a tu cuarto y me lo enseñas? —dijo levantándose.
         Al llegar a la habitación no pudo dar crédito a sus ojos. Aquello ya fue demasiado. Carmen compartía un dormitorio frío y mal ventilado con una anciana en fase terminal asistida por tubos acoplados a su cuerpo. El alma se le cayó a los pies… Daniel sintió una repugnancia infinita por Sergio y Celia. Su madre, que había sido la persona más buena y entregada del mundo, no merecía pasar los últimos días de su vida en aquel sórdido lugar.

Una hora más tarde salió de la residencia con los ojos llenos de lágrimas jurándose a sí mismo que la sacaría de allí, aunque fuese lo último que hiciera en la vida.

 

    



                                                             9   
 
         A la semana siguiente Sergio se presentó en la buhardilla de Daniel sin avisar como era costumbre en él. Llamó al timbre y aporreó la puerta con ímpetu. Telmo se puso a ladrar.
         —¿Quién es? —preguntó bostezando mientras se anudaba la bata antes de abrir.

 —Soy tu hermano, deberías suponerlo —dijo en tono prepotente.
         —Por supuesto que lo suponía. Nadie más que tú llama a una casa de esa manera.

Telmo comenzó a gruñir enseñando los dientes con cara de pocos amigos.

—Ata al chucho, no vaya a ser que se me tire encima.

—¿Sabes qué hora es? —preguntó mientras le hacía pasar sujetando al perro.

—Las nueve y media de la mañana, hora de estar funcionando ya, como todo el mundo.

—Me da igual lo que haga todo el mundo. A mí no se me ocurre presentarme en casa de nadie así. Anoche me acosté tarde.
         —Como siempre, claro... No cambias, Daniel. Veo que sigues con tus horarios descabalados.

 —¿Has venido aquí para hablarme de mis horarios? —dijo frunciendo el ceño con cara de fastidio—. Llevo varios días que no estoy de humor. Lo que habéis hecho con mamá no tiene nombre. Ingresarla en un asilo en contra de su voluntad... Si papá la viese allí dentro se derrumbaría.

—Precisamente a eso venía, a hablar de nuestros padres y...

—¿Has visto la cara de pena que tiene? —interrumpió Daniel—. ¿Has visto lo deprimente que es ese lugar?

—Vamos, vamos, no te pongas melodramático… Allí mamá va a estar rodeada de gente para que no se sienta sola.

—¿Para que no se sienta sola? Cuando llegué estaba en una esquina apartada de todo. ¿Sabes con quién comparte la habitación? Con una enferma en fase terminal. ¿De verdad crees que ese ambiente es el mejor para su ánimo?

—Pues yo la he encontrado muy bien, qué quieres que te diga. Ayer estuve en la residencia y nunca la había visto tan contenta.

—¿Me tomas el pelo? No puedes hablar en serio.

—Y comen de maravilla —continuó diciendo Sergio sin escucharle.

—Apenas come nada. Está demacrada desde que la metisteis allí. Y los supuestos cuidados con los que la atienden dejan mucho que desear. Llevaba las uñas sucias y el vestido lleno de manchas por todas partes. No sé si Celia y tú tenéis la conciencia tranquila, pero mamá no se encuentra a gusto en ese lugar. Nada más verla, lo primero que preguntó es si iba a volver pronto a casa. Me partió el corazón.

—No tienes remedio, Daniel —dijo en tono cínico dándole palmaditas en la espalda—. Siempre has sido un sentimental... Hazte a la idea de que es lo mejor para ellos. De acuerdo que vivir en un asilo no es como navegar en un crucero, pero es lo que les toca. A ti y a mí nos pasará lo mismo... Bueno, qué, ¿vamos a estar en el hall toda la mañana?

Telmo comenzó a gruñir mirando tenso al hermano recién llegado.
         —No le gustas, Sergio. No le gustas nada. Los perros captan las vibraciones de las personas.

—Eres muy amable, hermanito.

—Pasa al salón —dijo en tono seco—. Voy a prepararme un café.
         Daniel fue a la cocina de mala gana. No soportaba los aires de grandeza de su hermano mayor. Cargó la cafetera y la puso en el fuego. Sergio se sentó en el salón, sacó un puro de la chaqueta y agujereó el extremo. Después lo encendió ladeando la cabeza con gesto de gánster. Tras dar la primera calada, cruzó las piernas, puso el brazo izquierdo sobre el respaldo del sofá y echó un vistazo a la estancia apretando el puro entre los dientes. El perro le miraba tumbado en la alfombra sin quitarle ojo de encima.

—Veo que este cuchitril sigue igual: todo desordenado y lleno de polvo.

—No he tenido tiempo de arreglar la casa—respondió Daniel entrando en el salón con el café sobre una bandeja.

—¿Cuándo vas a quitar esos pósters de negros? —preguntó refiriéndose a unas fotos de músicos de Jazz enmarcadas sobre la pared.

 —No los pienso quitar —contestó acercando un cenicero a su hermano.

—¿Tanto te gustan esos tipos como para verles cada vez que entras aquí? —preguntó Sergio echando la ceniza con displicencia.

—Me gusta su música —dijo Daniel cogiendo la taza de café—. Es suficiente motivo para tener sus fotos en la pared. Louis Armstrong, Charlie Parker, Miles Davis, John Coltrane... Todos ellos han marcado mi vida. Si hay algo por lo que merece la pena vivir es por la música.

Sergio le escuchaba sin lograr entenderle.

—¿No crees que deberías ir sentando la cabeza? —espetó echando el humo por un lado de la boca—. Vives como un muerto de hambre.

—¿A qué le llamas tú sentar la cabeza, a vivir como un yuppie? —replicó mirando fijamente a su hermano—. Olvídalo. Ese tipo de planteamiento no me interesa en absoluto. La vida no es una cuenta corriente ni unos números bancarios que engordar. Para mí hay cosas más importantes.

—¿Qué es más importante para ti, tallar monigotes y hacer poesías? Vamos, Daniel, despierta de tu ignorancia. Vendiendo esas baratijas nunca llegarás a nada.

Sergio siempre se había burlado de la afición de Daniel por la literatura. A menudo le recriminaba el tiempo que había perdido haciendo poemas en vez de buscarse un buen trabajo.

         —Se come de pan, no de versos —dijo tras darle una calada al puro—, y para conseguir pan hace falta dinero en vez de poesías. Te lo he dicho siempre y te lo repito una vez más: el dinero es lo que mueve el mundo. Sin dinero no eres nadie, sólo un fracasado. Si hubieras aceptado el puesto de comercial que te ofrecí ahora no estarías tallando figuritas de madera.

—No quiero trabajar para ti, y menos en una empresa que se dedica a destrozar la sierra construyendo chalets adosados por todas partes.

—Qué raro que no sacases a relucir tu vena ecologista... A mí me gusta la naturaleza tanto como a ti, siempre y cuando sea urbanizable, claro está. No le veo sentido a los parques naturales si no los puedes disfrutar.

—La naturaleza no tiene por qué convertirse en un parque temático donde colocar cubos de basura cada cien metros. Tu empresa no vela por la naturaleza, sino por la especulación inmobiliaria.

—Puedes decir lo que quieras, pero gracias a ella nuestras acciones suben en Bolsa como la espuma y me codeo con gente importante.
         —¿A qué le llamas gente importante, a las personas que manejan mucho dinero? Está claro que tu escala de valores no tiene nada que ver con la mía. A mí el estatus me trae sin cuidado.
         —Vamos, hermanito, no me vengas con el rollo de que no es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita. Eso sólo son pamplinas; el cuento del zorro y la parra, consuelo para los fracasados... Todos queremos más, el ser humano es así. El dinero da poder y respeto. Un hombre sin dinero se convierte en un bulto sospechoso... Con tu manojo de poesías no vas a llegar a ningún lado. Tienes que cambiar de actitud si quieres llegar a ser alguien en la vida. ¿Has visto las pintas que llevas siempre con esos pantalones harapientos y esas blusas deshilachadas? Debería darte vergüenza, pareces un mendigo.

Daniel le escuchaba indiferente mientras acariciaba a Telmo, que se había sentado junto a él.

—Tienes que mejorar tu imagen. Mírame a mí —dijo incorporándose del sofá—. Un traje bien planchado es una garantía para el que te ve por primera vez. Y la corbata siempre da un toque de distinción.

—No me interesan los trajes ni las corbatas para juzgar a las personas. Sólo me fijo en el brillo que me transmiten sus ojos.
         —Siempre tan idealista... En fin, no voy a discutir contigo. Me da la sensación de que esta misma charla ya la hemos tenido un montón de veces.

—Por fin estamos de acuerdo en algo. Has venido aquí para hablar de nuestros padres, no para soltarme una vez más lo que piensas de mí, así es que vamos al grano. Quiero que Celia y tú tengáis una cosa muy clara: esta situación tan sólo va a ser provisional. No voy a consentir que mis padres estén allí metidos hasta que se mueran. He prometido a mamá que volvería a casa cuando papá se recupere y lo voy a cumplir.

—Celia y yo hemos decidido por mayoría que van a quedarse en el asilo —replicó Sergio.

—No puedes decidir por votación en nombre de otras personas que además son tus propios padres. No puedes encerrar a nadie en contra de su voluntad. ¿Crees que papá va a aceptar vivir allí metido el resto de sus días?

—La vida es dura, hermano, siempre te lo he dicho —masculló con voz ronca echando el humo—. El mundo civilizado es una jungla de asfalto... A los ancianos se les aparta cuando ya no sirven para nada. Te guste o no, papá y mamá son dos viejos chochos que no saben ni cómo se llaman.

—Son dos seres humanos que tienen sentimientos y que quieren vivir en su casa.

—Olvídate de eso. Celia y yo hemos decidido venderla.

El rostro de Daniel mudó de expresión.

—Repítelo.

—Lo has oído perfectamente. Vamos a vender la casa. Necesito ampliar mi negocio y ese dinero me va a venir muy bien... No me mires así, a ti también te conviene. Sacaremos unos beneficios excelentes de la venta. Yo me voy a encargar de todo, por supuesto. Y no te preocupes, cuando se cierre el trato me pondré en contacto contigo. Después podrás comprarte un estudio y salir de esta buhardilla cochambrosa. Por cierto, deberías pensar también en cambiarte de barrio. En la calle

no he hecho más que cruzarme con moros y gentuza.

—¡Haz el favor de salir de mi casa! —gritó Daniel con rabia.

Telmo comenzó a gruñir mirando al hermano.

—Me parece que vamos a tener problemas —dijo Sergio en tono amenazante levantándose del sofá.

Aplastó el puro contra el cenicero, se puso el abrigo con gesto impetuoso y se encaminó hacia la salida. Antes de girar el pomo, se dio la vuelta y dijo señalándole con el dedo:

—Por las buenas, lo que quieras. Por las malas, estás perdido.

Sergio se dirigió a la entrada sin despedirse y salió de la buhardilla dando un portazo.

 




                                                             10

         Varios días después Daniel recibió una llamada telefónica del hospital. El médico había decidido dar de alta a su padre a pesar de que todavía se hallaba convaleciente. Nada más colgar acudió presuroso a la residencia para decírselo a Carmen.

         —¡Mamá, traigo una buena noticia! ¡Dentro de poco vas a estar otra vez en casa!

Los ojos de la madre se iluminaron por primera vez en mucho tiempo.

—¿De verdad?

—Voy a sacar a papá del hospital en cuanto recoja el coche del taller y contrate a una interna que os haga compañía.

Una leve sonrisa brotó de los labios de Carmen, que escuchaba a su hijo sentada sobre la cama del cuarto. Daniel cogió la cajita de música y le dio cuerda. Las notas de Beethoven esta vez sí que le parecieron armoniosas.

Cinco días después ya había contratado a una cuidadora y tenía el vehículo reparado. El viernes por la tarde fue al hospital para recoger a su padre. Estaba ansioso por que todo volviese a la normalidad después del mal trago que estaban pasando. Aún tenía grabada en la retina la escena de Adolfo tumbado en el suelo inconsciente… Se habría sentido culpable de no ser por las muchas veces que le insistió para que pusieran alguien a su cuidado. Pero Adolfo era tozudo y orgulloso. Siempre que se lo sugería, contestaba: «¿Acaso piensas que soy incapaz de valerme por mí mismo?»

Daniel llegó al hospital, aparcó el coche y subió hasta la tercera planta. Recorrió el pasillo principal y entró sin llamar en la habitación 327. De repente paró en seco. En la cama se encontró un enfermo escayolado que le miró con sorpresa.

—Disculpe —se excusó—, me he equivocado.

Al salir de la habitación se detuvo frente a la puerta y comprobó que sobre el dintel figuraba el número 327. Entonces pensó que le habrían trasladado a otro sector del hospital para pacientes a punto de ser dados de alta. Instantes después junto al ascensor se encontró con una de las enfermeras que habían estado al cuidado de su padre.

—Perdone, busco a Adolfo Pardo. Estaba ingresado en la habitación 327.

 La enfermera, que llevaba un carrito con frascos de suero y paquetes de gasas, le miró extrañada.

—¿No te lo han dicho tus hermanos? Ayer por la tarde se lo llevaron.

Daniel se quedó atónito.

—¿Sabes a dónde? —preguntó sin dar crédito.

—Lo siento, no me dijeron nada.

Daniel salió del hospital con paso acelerado, buscó una cabina de teléfono y llamó a su hermana.

—Celia, acabo de venir del hospital y me he encontrado a otra persona en la habitación de papá. Puedes figurarte el susto que me he dado. Está ahí contigo, ¿verdad?

—No, no está aquí.

—¿Se lo ha llevado Sergio?

Celia no contestó.

—He contratado a una interna para que permanezca al cuidado de los dos. Por la tarde voy a sacar a mamá del asilo.

—Habla con Sergio —respondió lacónica.

—¿Para qué?

—Habla con él —insistió.

—Pero dime al menos…

Celia colgó dejándole con la palabra en la boca. Daniel marcó el número de su hermano. Las pulsaciones iban aumentando a medida que sonaban los tonos de la llamada.

—¿Quién es? —preguntó Sergio con voz altiva.

—Pásame a papá, quiero hablar con él.

—No se puede poner.

—¿Por qué?

—Porque no está aquí.

—¿Dónde está?

—No te lo puedo decir.

—¿Que no me puedes decir dónde está papá?

—Habla con mi abogado.

—¡Que llame a tu abogado para que le pregunte dónde está mi padre!

—Eso mismo.

—Tú has perdido el juicio. No sé con qué derecho me hablas así.

—Con el derecho que me otorga la ley.

—¡Pero qué me estás contando!

—Lo que oyes. Después de sacar a papá del hospital le hemos llevado a una notaría para que nos diese todos los poderes y hacer con sus bienes lo que nos parezca oportuno.

—¿Me estás diciendo que sacaste a papá convaleciente para hacerle firmar ante un notario?

—Eso te estoy diciendo.

—Eres un canalla.

—Puedes insultarme todo lo que quieras, pero no soy tan tonto como para dejar ciertos cabos sin atar. He hablado con el médico y me ha dicho que la anestesia le ha perjudicado de manera irreversible. Para que lo sepas, ha sufrido un coágulo en el cerebro y a veces desvaría. Que papá empeore es cuestión de poco tiempo, y ese piso vale un dineral. Doscientos metros cuadrados en pleno centro de la ciudad es algo muy goloso como para dejarlo escapar.

—¿Dejar escapar el qué?

—Va a ser un negocio redondo. Mi inmobiliaria ya se ha puesto manos a la obra.

—Papá con un trombo en la cabeza y tú mientras tanto pensando en los beneficios que vas a sacar… Me das asco, Sergio.
         —Tú también te vas a beneficiar de ello, así que no te escandalices tanto.

—No tienes ningún derecho.

—Tengo los poderes que me ha otorgado el notario, con eso es suficiente. Mentalízate de que a partir de ahora voy a ser yo el único que maneje todo el patrimonio familiar y las cuentas bancarias.

—El hecho de que papá te permitiese ser cotitular de su cuenta para hacerte un favor no significa que ahora puedas disponer de su dinero cuando te parezca.

 —Soy el hermano mayor y se va a hacer lo que yo diga. ¿Te ha quedado claro? Métete esto en la cabeza: tengo todos los poderes notariales para hacer y deshacer a mi antojo. Respecto a las cuentas bancarias voy a sacar dinero cuando me dé la gana. La ley me permite hacerlo. Si tienes alguna duda, ponte en contacto con mi abogado. Se llama José Baza. Apunta su número: 91 550 15 30. Por cierto, he dado de baja el teléfono y también he cambiado la cerradura de la puerta.

—Haz el favor de decirme dónde está papá.

—Llama a mi abogado y se lo preguntas a él.

—¡Yo no tengo por qué llamar a tu abogado para saber dónde está mi padre!

Sergio no contestó. Había colgado a mitad de la frase.

 


                                                               

                                                             11      

         Daniel se quedó absorto. La actitud de sus hermanos le sobrepasaba por completo. Ocultarle el paradero de su padre había sido ir demasiado lejos. Ese acto malévolo era un secuestro encubierto, no podía calificarse de otra forma.

         Estuvo postrado en la cama con el ánimo hundido durante días. Ni siquiera se levantaba para comer. Había abandonado por completo sus labores de artesanía y las tareas domésticas de la buhardilla. Tan sólo era capaz de hacer un esfuerzo por las noches para sacar el perro a la calle. El resto del tiempo lo pasaba tumbado con la habitación a oscuras. Telmo permanecía junto a él empujando su cuerpo con el hocico y lamiéndole la mejilla... Lo que más le apenaba era haber prometido a Carmen que esa misma semana volvería a casa con Adolfo. Le martirizaba tener que ir al asilo para decirle que sus propios hijos estaban ocultando el paradero del padre. Sabía que en cuanto Carmen preguntase por Adolfo le iba a hundir más aún, pero era consciente de que antes o después tendría que enfrentarse a ese momento.

Continuó varios días sumido en una depresión profunda hasta que por fin decidió ir a verla. El hecho de pensar que la pobre mujer estaría allí sola rodeada de ese sórdido ambiente era lo único que le incitaba para dar aquel paso. Un lunes por la mañana Daniel se puso en camino hacia el asilo. Aparcó el coche por los alrededores y entró en aquel triste lugar. Era conmovedor ver a los ancianos viviendo en esas condiciones por debajo de la dignidad de cualquier persona. Aquellos pobres octogenarios deambulaban con la mirada perdida drogados por las enfermeras con tranquilizantes para mantenerlos a raya. Por la noche, tras la cena, aumentaban las dosis de los sedantes. De esa manera los celadores nocturnos se aseguraban una velada tranquila, libre de posibles contratiempos causados por algún interno alterado.

A lo lejos se escuchaba el lamento desesperado del viejo que gritaba sin cesar: «¡Me quiero morir! ¡Me quiero morir!». En el pasillo principal se topó con la anciana que representaba su papel día tras día de manera calcada. Le cogió por el brazo y con mirada histriónica volvió a repetir la frase de costumbre: «¡Juventud, divino tesoro, que te vas para no volver!». Aquel asilo era como un teatro demencial donde se apartaba a los actores seniles para ensayar su propio guión de manera obsesiva. El ambiente que se percibía allí dentro era desalentador. La sombra del maltrato amenazaba a cada instante como una negra tormenta a punto de descargar. A menudo los ancianos aparecían con moratones por distintas partes el cuerpo que llevaban indefectiblemente a la sospecha de haber sido golpeados.

         Daniel se dirigió a la sala conocida entre los internos como El Cuarto Oscuro. Era la más alejada y lúgubre de toda la residencia. Carmen solía permanecer allí durante horas con su cajita de música sobre el regazo. Daniel entró en la sala, pero no había nadie. Estaba completamente vacía. Entonces fue a su dormitorio. Abrió la puerta y se quedó helado. Allí estaba Carmen. Junto a ella, en la cama que antes ocupaba la enferma terminal, se encontró con Adolfo.

         —¡Papá! ¡Tú también aquí! —exclamó incrédulo.

         Adolfo levantó la cabeza lentamente y le miró con gesto de censura.

         —Hijo, por qué nos habéis metido en este asilo… Tu hermano dijo que me llevaría a un centro de rehabilitación y me ha traído aquí engañado… Nosotros queremos volver a casa.

Los labios del anciano comenzaron a temblar mientras las lágrimas brotaban de sus ojos.

         —Y vais a volver, papá —respondió acongojado—. Vais a volver.

         Daniel salió del cuarto a paso firme y en el pasillo se topó con una cuidadora.

         —Comunique a la dirección que mis padres abandonan hoy la residencia. Voy a recoger todas sus cosas.

         Dos horas después, tras cambiar de nuevo la cerradura de la casa, Daniel regresó a la residencia para recoger a sus padres. Al día siguiente dio de alta el teléfono y contrató una ayudante interna que se instaló con Adolfo y Carmen. Lucrecia era una mujer colombiana de aspecto afable que enseguida simpatizó con la familia.

         —Escúchame bien, Lucrecia —le dijo antes de irse—. Bajo ningún concepto abras la puerta a nadie, aunque te digan que son mis hermanos. Aquí tienes una copia de las llaves de casa por si necesitas salir a hacer algún recado. Ten siempre el cerrojo echado, ¿de acuerdo? Si surge algún problema, no dudes en llamarme todas las veces que haga falta sin importar la hora que sea. Mañana me pasaré por aquí para ver qué tal va todo.

         —Como usted diga, señor —respondió en tono solícito.

         —Trátales con todo el cariño del mundo, por favor. Lo están pasando muy mal.

         —No se preocupe. Puede marcharse tranquilo que así lo haré.

         —Buenas noches, Lucrecia.

         —Buenas noches, señor.

 




                                                            12   

         La respuesta de sus hermanos no se hizo esperar. Al día siguiente por la tarde recibió una llamada telefónica.

         —¿Dígame?

         —Soy José Baza, el abogado de Sergio y Celia.

         Daniel colgó al instante. Al cabo de un rato volvieron a llamar y actuó de idéntica forma. A lo largo de la semana se repitió aquella circunstancia, pero siguió mostrándose inalterable. Su única preocupación era estar en contacto a todas horas con Lucrecia para que le pusiese al corriente de las novedades que pudieran surgir. Días más tarde recibió un telegrama en la buhardilla, que decía así:

«Daniel Pardo: comunico contigo en calidad de abogado de tus hermanos. Ponte en contacto urgente con mi oficina antes del próximo martes 15 de enero. Como has hecho caso omiso a todas mis llamadas, te anticipo que de no contactar en el plazo señalado procederé de forma contundente contra ti en defensa de los intereses que me han sido confiados. José Baza»

A partir de ese momento fue consciente de que sus hermanos utilizarían cualquier medio al margen de la ley para salirse con la suya.

        José Baza era un abogado conocido por sus métodos mafiosos y su forma de extorsionar a todo aquel que hiciese falta con el único objetivo de conseguir sus propósitos y ganar el pleito. Daniel había oído comentar a su hermano las muchas veces que le resolvió situaciones de asuntos turbios en los negocios de la inmobiliaria. José Baza tenía fama de tipo duro, un depredador de la justicia que se infiltraba por cualquier vericueto legal para sacar adelante los casos que le eran encomendados. No tenía ninguna clase de escrúpulos a la hora de hundir a una persona si eso le iba a reportar prestigio en el gremio judicial. Se jactaba de haber dejado en bancarrota a numerosos financieros con sus argucias jurídicas saltándose el código deontológico cuando la situación lo requería. Alardeaba a menudo de cierto caso en el cual un empresario se suicidó gracias a un pleito ganado a favor de su cliente, un magnate mafioso que se dedicaba al tráfico de drogas y al blanqueo de capital. José Baza recibió una gran suma de dinero negro entregada en un maletín tras hacerse firme la sentencia. Con aquel proceso el letrado se lucró a expensas de un hombre arruinado por un veredicto injusto. Otra vez llegó incluso a litigar contra una persona a la que años atrás había defendido; hasta ese punto llegaba su falta absoluta de moral y su corrupción. José Baza era conocido en los ámbitos jurídicos como el abogado mercenario por su forma de actuar en los procesos penales, siempre agresivo y amenazante frente a la parte contraria.

         Daniel sabía que no podía dar muestras de debilidad. Nada más recibir el telegrama se puso en contacto con la oficina. Tras varios minutos de espera, la secretaria le pasó con José Baza. Ni siquiera se molestó en saludarle.

         —Soy Daniel Pardo. Acabo de recibir tu telegrama. Quiero que sepas que mis padres no se van a mover de casa mientras sea su voluntad. A partir ahora ya no están solos ni indefensos frente a mis hermanos.

         —Mira, Daniel —respondió en tono duro—, voy a ser escueto porque tengo la mañana muy ocupada y no pienso malgastar el tiempo contigo. En ningún momento voy a entrar en valoraciones sentimentales. Me da igual que tus padres quieran o no seguir viviendo en su domicilio. Yo soy un profesional y me pagan por sacar adelante los pleitos, así que más vale que entres en razón y soluciones el asunto de forma extrajudicial. De lo contrario, lo vas a perder todo, te lo aseguro.

         —Tú no estás por encima de la ley —contestó Daniel.

         —Vaya, vaya, nos ha salido gallito el poeta —espetó el abogado con ironía—. Te advierto que no he perdido ni un solo caso en toda mi carrera, y esta vez no va a ser diferente.

         —La ley decidirá, no tú.

         —Eres un ingenuo, amigo… La ley tan sólo es un juego con reglas que se pueden manipular. El que juega mejor, gana. Ésa es la cuestión.

         —Tú sabrás mucho de leyes y de cómo manipularlas a tu antojo, pero yo voy a dar la vida por mis padres si hace falta. No me importa que volváis a meterles en la residencia. Iré a por ellos con el coche las veces que haga falta para llevarlos de nuevo a su casa.

         —¿Llamas a eso coche? —dijo con sarcasmo—. Ya estoy informado y tengo hasta la matrícula. Por lo que me cuentan, está que se cae a pedazos…

—Eso a ti no te incumbe —respondió Daniel.

—Ten una cosa muy clara: como no te avengas a lo que te imponen tus hermanos, dentro de poco no vas a tener ni para comprarte una barra antirrobo porque te voy a arruinar.

         —Eres un tipo despreciable.

        Daniel colgó el teléfono y suspiró hondo. Era consciente de que aquello era el inicio de un mal trago. Pero esta vez no se iba a hundir. Había bajado durante más de una semana al infierno para regresar fortalecido de allí. Cogió la correa, ató a su perro con rapidez y se fue a dar un largo paseo por las afueras de la ciudad. Mientras caminaba meditabundo entre los árboles del parque la sensación de tristeza que albergaba en su pecho era doble. Primero, por el sufrimiento que estaban padeciendo sus padres. Segundo, porque eran sus propios hermanos los que habían provocado aquella situación. Al fin y al cabo formaban parte de su propia sangre y desde pequeños habían convivido bajo el mismo techo. Lo cierto es que con el paso de los años Sergio y Celia se habían ido distanciando de la realidad familiar adoptando una postura cínica y cómoda para ellos. Cuando sus padres necesitaron su ayuda nunca aparecieron por la casa viviendo siempre su vida al margen de los problemas. Ahora solapados bajo la excusa de que en una residencia estarían mejor atendidos, pretendían aprovecharse de la situación para hacer uso del patrimonio con toda la codicia del mundo.

   



   

                                                            13     

         Los días posteriores Daniel no tuvo noticias de sus hermanos ni del abogado. Ese silencio le parecía inquietante pues intuía que estaban tramando algo a sus espaldas. Procuró volver a la rutina y se puso a trabajar con varios encargos que tenía pendientes, pero siempre al tanto de cualquier llamada que pudiera recibir en el teléfono. A última hora de la tarde recogía los bártulos y se acercaba con Telmo a casa de sus padres para que la cuidadora le pusiera al corriente de cualquier novedad. Adolfo poco a poco iba haciendo progresos en la rehabilitación aumentando la frecuencia con que recorría el pasillo apoyado en sus muletas. A pesar de su aparente ausencia mental Carmen recuperó la armonía en sus hábitos e incluso a veces tarareaba antiguas canciones junto a Lucrecia.

         Todo transcurría con tranquilidad hasta que comenzaron a ocurrir extraños sucesos que pusieron a Daniel en actitud de alerta. Una noche que regresaba con Telmo a la buhardilla se encontró los retrovisores del coche desgajados y los limpiaparabrisas retorcidos. No era inusual que a veces sucedieran hechos así por el barrio. En ocasiones las pandillas se juntaban para beber y de madrugada realizaban actos vandálicos. Lo que realmente le extrañó es que fuera entre semana. Aquellas gamberradas solían acontecer siempre los sábados. Sin darle más vueltas, el miércoles llevó el coche al taller para reparar los desperfectos. Pero dos días más tarde le pincharon las cuatro ruedas y le destrozaron los cristales de las puertas. Era obvio que estaban intentando amedrentarle… Lo extraño es que Daniel jamás había tenido problema alguno con nadie. Le gustaba salir a la calle para charlar con la gente y se pasaba las horas en el parque con los dueños de otros perros. Podría decirse que su barrio era como un pueblo dentro de la propia ciudad donde todo el mundo se conocía.

         A partir de entonces tomó la determinación de dejar el coche fuera del distrito y se trasladó a vivir con los padres durante una temporada. Por el día trabajaba tallando figuras de madera y al anochecer regresaba con ellos. Pasaron varias semanas sin ningún contratiempo, hasta que una tarde se encontró con una desagradable sorpresa en la buhardilla. Alguien había forzado la cerradura entrando allí y revolviéndolo todo. Las figuras de madera estaban tiradas por todas partes. Habían arrancado de la pared las fotos de los músicos de Jazz. Algunos tiestos con plantas estaban volcados con la tierra esparcida… Lo que más le dolió es que habían quemado sus carpetas de poemas. En ellas guardaba todos sus escritos desde que era pequeño; los primeros versos con apenas diez años dedicados a sus padres; las poesías de su etapa adolescente; los poemas de amor con sus antiguas parejas. Todo lo que era importante para él estaba por el suelo hecho cenizas… Triste y afligido recogió los fragmentos que se habían salvado de las llamas. Ya no eran más que palabras inconexas sobre hojas ahumadas.

        Durante media hora Daniel se sentó en el sofá sin poder asimilar lo que había sucedido. Después recogió las figuras de madera, barrio el salón y reparó la cerradura. Estaba a punto de marcharse, cuando sonó el teléfono. Con la correa de Telmo en la mano dudaba si cogerlo o no. El timbre sonaba una y otra vez. De pronto paró unos segundos. Luego volvió a sonar… Daniel estiró la mano y por fin lo cogió.

         —¿Sí?

         Al otro lado nadie contestaba, pero se oía una respiración profunda.

         —¿Quién es? —volvió a preguntar con el corazón en un puño.

         —Esto sólo es el principio…

         Aquella voz de tono grave era irreconocible. Sin embargo, las intenciones habían quedado muy claras. Colgó el teléfono e inmediatamente se asomó a la ventana para ver si algún extraño merodeaba por la calle. En apariencia todo transcurría con normalidad, aunque estaba convencido de que le vigilaban.

  




                                                             14   

        Daniel tenía fundadas sospechas sobre quién estaba detrás de aquello… Sabía que denunciarlo era la única salida que le quedaba. Aun así, le costaba llegar a ese extremo. Cursar una demanda judicial contra sus propios hermanos resultaba muy doloroso para él a pesar de que le estuvieran haciendo la vida imposible. Pero no le dejaban otra opción. Al día siguiente presentó una denuncia en los Juzgados. Con un nudo en la garganta redactó el texto y lo firmó antes de entregárselo al funcionario del registro. Después volvió a casa junto a sus padres intentando aparentar normalidad. Nada más entrar, Lucrecia fue a su encuentro alarmada.

         —Señor, no hay gas. Iba a preparar la comida pero no he podido.
         —Es posible que lo hayan cortado por la obra que están haciendo en la calle.

         —Pregunté a la vecina de enfrente y me dijo que ellos sí tienen suministro.

         Daniel se dirigió a la cocina y abrió la llave del fogón. No salía combustible.

         —Ve preparando una ensalada. Mientras, voy a llamar a la compañía.

         —Como usted diga.

         Buscó el teléfono en la guía y marcó el número.

         —Gas Natural, buenos días, ¿en qué le puedo ayudar?

—Íbamos a hacer la comida y nos hemos encontrado con que no tenemos gas. ¿Puede deberse a una avería?
         —Es probable —contestó la operadora—. En cualquier caso, ¿me podría facilitar el nombre del titular para ver en qué situación se encuentra el contrato?

—Adolfo Pardo Jiménez.

—Un momento, por favor.

Durante más de tres minutos Daniel se mantuvo a la espera.

—Perdone, pero hay una orden de baja fechada este mismo mes.

—No es posible —respondió incrédulo—. Ha tenido que ser una confusión.

—Pues aquí consta claramente. La orden fue dada Por Celia Pardo Navarro. Supongo que es un familiar suyo, ¿verdad?
         Daniel se quedó helado. No podía articular palabra... Habían sido capaces de cortar el gas a sus propios padres como medida de presión para obligarles a abandonar la casa con la intención de volver a encerrarlos en el asilo.

—¿Sucede algo, hijo? —preguntó Adolfo entrando en el salón con las muletas.

—No, no, nada… Han cortado el gas provisionalmente por la obra de la calle, pero dentro de poco volverán a reponerlo.

Tras la comida, cuando el padre se quedó dormido en el sofá del salón, Daniel aprovechó para volver a llamar a la Compañía de Gas solicitando que reanudaran el servicio. Por la tarde se dirigió a la buhardilla con la intención de comprobar que todo estuviese bien. Nervioso ante lo que pudiera encontrarse, introdujo la llave en la cerradura. Su pulso se aceleró al hacer girar la vieja puerta de la entrada… Por fortuna todas las cosas seguían tal y como las había dejado. Daniel fue a la cocina y preparó una tila bien cargada. Luego permaneció en el salón mirando los pósters de música pisoteados. No daba crédito a la maldad de sus hermanos… Justo antes de salir de la buhardilla, comenzó a sonar el teléfono. Era como si alguien desde afuera espiara sus movimientos. Con un gesto rápido descolgó el auricular.

—¿Quién es? —preguntó tensando la voz.

Una vez más se dejó oír aquella respiración pausada.

—Te vas a arrepentir de lo que has hecho…

Era la misma voz grave y susurrante de la anterior llamada anónima. Se mantuvo varios segundos en silencio y después colgó. Sin duda se refería a la denuncia interpuesta contra Sergio y Celia. Daniel ató al perro, cerró la puerta con ímpetu y salió corriendo en dirección a la casa de sus padres. Cuando entró en el recibidor a toda prisa Lucrecia se asustó al verle alterado.

—¿Ocurre algo, señor?

—No, nada. ¿Mis padres están bien? —preguntó con resuello.

—Muy bien. Se encuentran en el salón.

Al fondo podían oírse las inconfundibles notas del Concierto de Aranjuez que Adolfo solía escuchar junto a Carmen.

—¿Qué tal todo? —dijo asomándose por la puerta.

—Bien, hijo, bien. Disfrutando con tu madre de esta maravilla. Me trae recuerdos de cuando la abuela lo escuchaba en casa. Le encantaba la música clásica. Y qué bien tocaba el piano la abuela Lola…

A pesar de la tensión que estaba viviendo en los últimos días, Daniel se sentía feliz de verlos otra vez tranquilos en la intimidad del hogar. Telmo se acercó junto a la madre moviendo el rabo. Carmen le acarició suavemente mientras sonreía. La anciana era una apasionada de los perros y Telmo lograba estimular sus emociones adormecidas por la enfermedad.

Permanecieron toda la tarde en el salón hasta que se hizo de noche. La vecina se había ofrecido a prepararles comida caliente mientras les faltara el suministro de gas. Aquellos días de invierno estaban siendo duros y tomar alimentos fríos no llegaba a reconfortar. La mujer les calentó un puchero de cocido que los ancianos agradecieron como si hubiesen vuelto a tiempos de la posguerra. Media hora después de cenar, Adolfo se levantó del sofá y se dirigió al baño con sus muletas.

—¿Le puedo ayudar en algo, don Adolfo? —preguntó Lucrecia solícita.

—No te preocupes, me apaño bien yo solo.

A lo largo del pasillo se podía escuchar el sonido renqueante de las muletas. De pronto, hubo un apagón. Toda la casa se quedó en penumbra… Instantes después se oyó un ruido seco en el cuarto de baño. Adolfo se había caído golpeándose la nuca contra el lavabo. Daniel se levantó del sofá como impulsado por un resorte.

—¿Papá, estás bien? —preguntó caminando a oscuras por el pasillo.

Daniel no obtuvo respuesta.

—¡Papá, contéstame! —gritó acongojado.

Rápidamente entró en el baño tropezando con una muleta que se había quedado cruzada en el suelo. Se agachó y a tientas puso la mano sobre la pierna de Adolfo. El anciano no se movía… Se arrodilló con el corazón en un puño. Comenzó a palparle hasta llegar al pecho. No sentía la respiración. Rebuscó en la camisa y sacó el mechero. Lo encendió tembloroso frente al rostro de su padre. Adolfo tenía la boca abierta y los ojos en blanco. El grito desgarrador de su hijo se escuchó en todo el vecindario.

 

 


                                                    15

         Daniel quiso que el entierro de su padre fuera en la más absoluta intimidad. Ni siquiera los hermanos tuvieron noticia del fatal desenlace hasta varios días después. Aquella fría mañana de invierno tan sólo acudieron al sepelio Carmen, Lucrecia y él.
         Cuando pudo confirmar que el apagón de electricidad se produjo debido a otro corte de suministro ordenado por sus hermanos la rabia le desbordó… Días después llegó a su domicilio una resolución judicial en la que se le informaba que la tutela de la madre había recaído sobre Celia. Por otro lado, la denuncia interpuesta contra sus hermanos fue desestimada procediéndose al sobreseimiento de la causa. Daniel sabía que la mano de José Baza estaba detrás de estas decisiones judiciales arbitrarias. Sus influencias en los Juzgados era algo bien conocido en el gremio por sus colegas de oficio. El abogado mercenario manejaba los hilos legales a su antojo comprando a jueces y fiscales corruptos para desestimar las pruebas presentadas. Muchas demandas cursadas contra sus defendidos ni siquiera llegaban a diligencias previas. A menudo desaparecían sin más, supuestamente extraviadas… Respecto a la autopsia del padre, había conseguido sobornar al médico forense haciendo que certificase la muerte como infarto cerebral, obviando el fuerte golpe recibido en la nuca tras perder el equilibrio como consecuencia del apagón.

En cuanto obtuvo la tutela de su madre, Celia decidió ingresarla de nuevo en el asilo sin dudarlo ni un instante. Pero aquello no duró demasiado tiempo. Tras varias semanas internada contra su voluntad, la anciana falleció de tristeza. Una tarde plomiza de abril fue hallada muerta en el cuarto oscuro. Carmen se quedó rígida e inexpresiva con la cajita de música entre las manos… Aquella noche Daniel cayó hundido en la desolación. Todo lo que estaba sucediendo en su vida le sobrepasaba. En cuestión de meses había perdido a los seres que más quería por culpa de la infamia de sus hermanos.

 



 

                                                    16

En esta ocasión fueron Sergio y Celia los que se encargaron de los preparativos del entierro. Dispusieron todo con el mayor boato posible como si de aquella forma sintieran más la muerte de Carmen. La miseria con la que amargaron sus últimos días se convirtió en un auténtico derroche de esplendor e hipocresía... Antes de la ceremonia los familiares se acercaron para darles el pésame. Sergio manejaba la situación con desenvoltura, podría decirse que incluso ufano y altivo. Siempre le gustaba convertirse en el centro de atención y aquel día no iba a ser menos a pesar de las circunstancias. El hermano mayor había acudido al funeral vestido con sus mejores galas. Eligió sin ningún recato un traje de esmoquin rojo escarlata, más apropiado para pavonearse que para asistir a un sepelio. Mientras el sacerdote dirigía las exequias, Sergio y Celia no cruzaron palabra alguna con Daniel evitando en todo momento que se encontraran sus miradas. Sergio sostenía en la mano izquierda un maletín negro del cual no se separó ni un solo instante… Durante la misa, Celia lloraba con lágrimas fingidas como una plañidera. Se apoyaba en el hombro de Sergio repitiendo una y otra vez: «¡He hecho todo lo que he podido!» Daniel la miraba clavándole los ojos con desprecio. Desde pequeño había asistido al uso de la mentira que hacía su hermana para conseguir cualquier cosa. Ahora verla llorar con afectación en el entierro de su propia madre le hacía sentir repugnancia.

Al final de la mañana, tras un pequeño refrigerio preparado para el evento, la gente comenzó a marcharse. Fue entonces cuando Sergio se acercó a Daniel poniéndole la mano sobre su hombro.

—Sé cómo te encuentras. Ellos eran muy importantes para ti —susurró en tono cínico—. Pero es ley de vida… Creo que deberíamos dejar atrás las rencillas, ¿no te parece? He sido un poco duro contigo, no lo niego. Sabes que me cuesta quitarme el rol de hermano mayor, aunque tampoco lo hago con mala intención. Lo único que pretendo es llevarte por el buen camino.
         Daniel permanecía ausente mirando hacia el final del cementerio, totalmente ajeno a la conversación.

—Hagamos borrón y cuenta nueva, ¿de acuerdo?

Sergio se encendió un puro con parsimonia y le miró condescendiente.
         —Sí, ya sé que mi abogado es un tipo sin escrúpulos. Se lo toma todo muy en serio y a veces peca de exceso de celo en su trabajo… En cuanto a los desperfectos del coche y de tu buhardilla, pásame las facturas de los arreglos y zanjamos el asunto como si no hubiera pasado nada…

El rostro de Sergio vislumbró una sonrisa hueca. Daniel seguía impertérrito, con la mente lejos de allí. Su hermano miró de lado a lado, se colocó el puro entre los dientes, subió el maletín a la altura del pecho y lo entreabrió. Podían verse varios fajos de billetes nuevos asomando. Daniel ni siquiera se molestó en mirarlos. Sergio volvió a cerrar el maletín y se lo puso entre los dedos.

—Para que veas que tu hermano es de palabra —dijo autocomplaciente—. Aquí tienes la parte de la herencia que te corresponde por la casa. He cerrado el trato en tiempo récord y ya está vendida. Cuenta el dinero si no te fías. Verás que hay un diez por ciento más de lo que te corresponde, pero eso implica que nunca jamás has de mencionar a nadie la forma en que murieron nuestros padres, ¿te ha quedado claro? Esto tiene que quedar para siempre dentro de la familia... Respecto al saldo de las cuentas bancarias, ya hablaremos más adelante. De momento vamos a opacar todo el dinero para no tener que declararlo a Hacienda. De eso se va a encargar mi abogado.

 Daniel echó a andar con el maletín en la mano sin tan siquiera despedirse. Caminaba como un autómata por el pasillo principal del cementerio entre hileras infinitas de cruces blancas. Mientras su figura se iba diluyendo en la distancia, Sergio murmuró con desdén:

—Siempre será un pobre desgraciado.

Aquella noche Sergio y Celia cenaron juntos en uno de los restaurantes más caros de la ciudad. El ambiente del comedor era de auténtico lujo, con un servicio de hostelería que cuidaba al máximo todos los detalles. Fuentes de caviar, ostras, langostinos y otros mariscos presidían la mesa, adornada en el centro con velas de color púrpura y un jarrón de porcelana con tulipanes naranjas. De fondo sonaba una suave música orquestal que propiciaba intimidad y glamour en el entorno.

—¡Camarero! —gritó Sergio alzando el brazo—. Tráenos otra ración de angulas y una botella de Don Perignon.

—Enseguida, señor.

Al cabo de varios minutos el camarero regresó a su mesa con la ración y se dispuso a descorchar la botella.

—A veces me siento como Calígula —dijo Sergio bromeando mientras les servían el champán—, pero la vida es así… El fuerte sobrevive y el débil muere. Selección natural, lo llaman. En fin, dejemos atrás las penas… Calígula propone un brindis por Drusila, ¿te parece bien?

—¡Por Drusila! —exclamó Celia con los ojos llenos de júbilo.

Los hermanos brindaron sonrientes, ajenos al dolor por la pérdida de sus padres.

—Creo que nos vendría bien olvidarnos de todo esto durante una temporada —dijo Sergio chupando una pata de bogavante—. Los cementerios me ponen mal cuerpo… ¿Qué tal si nos vamos de viaje por ahí?

—¡Me parece genial! —contestó la hermana dando un sorbito de champán—. Hace meses que no voy a la playa… Aunque ya me he cansado del apartamento en Alicante. Me gustaría conocer un lugar nuevo.

—¿Dónde te apetece ir? Venga, elige un sitio. Pero nada de ofertas baratas —dijo Sergio con arrogancia—. Reservaremos habitación en los mejores hoteles para disfrutar como auténticos marajás. Seychelles, Bahamas, Maldivas, Bora Bora… ¡Nos recorreremos el mundo de isla en isla!

Sergio rellenó una vez más las copas de Don Perignon mientras les retiraban los platos.

—¿Otro brindis, hermanita? —sugirió con mirada seductora.

—Otro brindis —asintió Celia exultante levantando la copa.

—¡Por nosotros!

Después de cenar se dirigieron a casa de Sergio en la urbanización de lujo donde residía. Aparcaron junto al chalet y salieron del coche entre risas embelesados por los efectos del champán. Nada más entrar fueron directamente al mueble-bar para preparar un combinado. Tras servirse dos peppermints con ginebra, Sergio puso de fondo el hilo musical y se tumbaron en el sofá del salón. La voz seductora de Frank Sinatra comenzó a envolver el ambiente. Mientras se besaban acaramelados oían ladrar a los perros de los alrededores, aunque no le dieron la mayor importancia. En la urbanización era habitual escuchar ladridos de mastines que vigilaban los chalets desde sus fincas poniéndose alerta al escuchar el menor ruido que se produjera en el entorno.

Media hora después Sergio y Celia decidieron ir al dormitorio para sentirse más cómodos. La habitación estaba recubierta por espejos en el techo y los armarios, de modo que ellos mismos podían contemplarse desde todos los ángulos posibles. Sobre la mesilla de ébano, la luz roja del flexo recreaba un ambiente cálido y sensual. Poco a poco se fueron desnudando entre besos pasionales embriagados por el licor y el deseo.  Ansiosos y excitados, los hermanos comenzaron a hacer el amor jadeando sobre las sábanas. Ávidos de lujuria devoraban sus cuerpos ardientes mientras los espejos reflejaban la escena... De pronto, oyeron un fuerte golpe en la ventana del salón.

—¿Quién anda ahí? —gritó Sergio incorporándose de la cama.

Nadie respondió.

—¿Está conectada la alarma? —preguntó Celia asustada mientras se arropaba.

—La quité al entrar y se me olvidó volver a activarla.
         Escucharon varios pasos. Alguien se detuvo junto al mueble-bar. En esos momentos por el hilo musical sonaba la melodía de Extraños en la noche. El intruso se acercó al interruptor del equipo y lo apagó. Un silencio sepulcral invadió la casa. Sergio quiso ponerse los pantalones a toda prisa. Antes de que pudiera hacerlo, el intruso apareció en la puerta oculto bajo la penumbra.

—¿Quién… quién eres? —preguntó Sergio tapando su cuerpo desnudo.

Aquel individuo comenzó a caminar despacio hacia la cama. Junto a él gruñía un perro enseñando los dientes con rabia. El hombre dio un paso más y se detuvo frente a ellos. Permaneció estático durante unos segundos mirándoles con desprecio. Sergio le reconoció. Celia también.

—Qué… qué haces aquí… —farfulló tembloroso con gesto de incredulidad—. Todavía tengo un cheque para entregarte… Te lo iba a dar mañana, pero si quieres lo firmamos ahora mismo…

        Amenazándoles con el picahielos del mueble-bar, hizo que se tumbaran sobre la cama. De nada servían las súplicas y los llantos. Maniató sus cuerpos hasta dejarlos indefensos por completo. El intruso abrió un maletín negro. Después se abalanzó sobre ellos.

 

 



                                                                 17    

TRIPLE ASESINATO EN MADRID

MUERTOS DOS HERMANOS EN EXTRAÑAS CIRCUNSTANCIAS

SU ABOGADO FUE ASESINADO AL DÍA SIGUIENTE

Agencia Efe.

Este fin de semana aparecieron muertos los hermanos Sergio y Celia Pardo Navarro en un chalet de la urbanización Prado Real a las afueras de Madrid. Su abogado particular José Baza también fue hallado muerto la mañana del lunes por su secretaria en el despacho jurídico sito en la calle Ferraz. Se relacionan directamente ambos asesinatos. Los cadáveres de los hermanos fueron encontrados el domingo 25 de abril a las 22:30 horas por la empleada del hogar al regreso de su día de permiso. Presa del pánico, telefoneó al Servicio de Urgencias 112. Quince minutos más tarde la ambulancia se personó junto con una dotación policial en el chalet propiedad de Sergio Pardo.

La autopsia practicada por el médico forense confirma que la muerte de los hermanos se produjo por asfixia. A las 3 de la mañana se procedió al levantamiento de los cadáveres. El principal sospechoso es su hermano Daniel Pardo, que fue detenido sin ofrecer resistencia el lunes día 26 por la tarde en su domicilio del barrio de Lavapiés. Todavía se desconoce el móvil del crimen, aunque todo apunta a un ajuste de cuentas por asuntos de herencia.

 

********

 

                                         EL CRIMEN DE LA HERENCIA
                                                        

La semana pasada apareció en los diarios el extraño caso del triple asesinato al que la prensa ha denominado como El Crimen de la Herencia.

         Sergio y Celia Pardo Navarro aparecieron muertos de manera insólita en el domicilio de la urbanización donde residía el hermano. Al día siguiente por la mañana se encontró el cuerpo sin vida del abogado José Baza en su despacho jurídico. El cráneo estaba destrozado por los golpes de una barra antirrobo para vehículos. El arma homicida fue hallada a varias manzanas del lugar del crimen frente a un portal de la calle Pintor Rosales.

         Se ha procedido a la investigación pericial para hallar huellas dactilares en el arma homicida, aunque de momento dicha información permanece bajo secreto de sumario ordenado por el juez instructor. Según fuentes policiales el cadáver del abogado José Baza fue encontrado la mañana del lunes por su secretaria. Yacía postrado sobre la mesa del despacho con el cráneo abierto en la zona occipital. Una mancha de sangre había teñido de rojo todos los documentos que revisaba justo en el momento de la brutal agresión. Sobre su espalda, en la nuca, el asesino dejó escrita una nota en la cual ponía: «No estás por encima de la ley».

        Según las primeras declaraciones ofrecidas a la policía por Daniel Pardo, el jurista José Baza le había presionado con métodos mafiosos basados en amenazas, extorsión y allanamiento de morada. Dicho letrado detuvo las acciones judiciales que el homicida presentó en el Juzgado por varios daños perpetrados contra su vehículo y su vivienda sita en la calle Mesón de Paredes. José Baza ordenó a instancia de los hermanos el corte de suministros en la casa de sus padres para obligarles al desahucio e internarles en un asilo de ancianos en contra de su voluntad. José Baza era conocido en los ámbitos jurídicos como el abogado mercenario por sus métodos poco ortodoxos y por sus turbios contactos con el mundo del hampa.

         Según información facilitada a la Agencia Efe, la noche del 24 de abril, el mismo día del entierro de su madre, Daniel Pardo se dirigió con su vehículo a la urbanización Prado Real, aparcó a cien metros de la misma, y tras burlar la vigilancia se introdujo en el chalet con su perro después de romper una ventana trasera a la que se accedía por el jardín. Los cuerpos de Sergio y Celia fueron hallados por la Policía Nacional boca arriba y atados a la cama con sendos fajos de billetes introducidos en sus bocas. Según el testimonio del médico forense, dicha circunstancia les produjo la muerte por asfixia en cuestión de minutos. Sobre las sábanas, entre los cuerpos desnudos de los dos hermanos, encontraron abierta una pequeña caja de música. Se desconoce el motivo que pudo llevar al asesino a colocarla allí. Por el suelo de la estancia se hallaron infinidad de billetes esparcidos y un maletín negro abierto con una importante suma de dinero. Según rumores extraoficiales, Sergio y Celia Pardo mantenían una relación incestuosa y pretendían hacerse con la mayor parte de la herencia en perjuicio de su hermano. Tras un informe pericial solicitado por el Juzgado al Banco de Santander, se pudo comprobar que Sergio Pardo había robado varios millones que Adolfo Pardo tenía a plazo fijo en su cuenta bancaria. Aprovechándose de su confianza como progenitor, embaucó a su padre para que le hiciera cotitular de la cuenta con la excusa de obtener mayor rentabilidad al juntar sus capitales. Mediante una serie de operaciones fraudulentas, Sergio Pardo fue apoderándose del saldo para ingresarlo en otra cuenta bancaria opacada con dinero negro. Gracias a la investigación pericial se pudo localizar dicha cuenta. El estafador pretendía blanquear todo el dinero del plazo fijo con varias empresas ficticias dadas de alta en Cieza, Jumilla y Molina de Segura, localidades de la provincia de Murcia.

         «Volvería a hacerlo», declaró Daniel Pardo con las esposas puestas tras salir de la comisaría camino de la prisión bajo arresto incondicional decretado por el juez.

         Esta misma mañana, junto a la puerta de los Juzgados, el abogado de oficio del presunto asesino pronunció estas palabras frente a los medios de comunicación:

         «Todo el mundo, hasta la persona más cuerda y sensata, puede tener un acceso de locura y cometer un crimen. Que nadie olvide esto.»                               

                         

 



FIN

                                      


                                                                         Oscar Nóbregas, Madrid 

 
A todos los ancianos que son privados de la libertad en los últimos años de sus vidas.

  
 
 

 
Oscar Nóbregas


Oscar Nóbregas Manrique nació en Madrid.
Desde los 25 años se dedica plenamente al mundo de la literatura. Colabora en diversas revistas literarias, así como en programas radiofónicos dedicados a las letras y a la música, tareas que compagina con su afición por la fotografía artística.

Con su novela "Retazos de un Bastardo" ha conseguido un éxito sin precedentes en los círculos literarios vanguardistas, que le han aupado a una situación de privilegio en el mundo de las letras, por lo arriesgado e innovador de su proyecto. Retazos de un Bastardo es para muchos la obra literaria más original de los últimos años.

Oscar Nóbregas también ha escrito otras dos novelas:
"Efluvios Metafísicos" (un estudio sobre sexo, droga y rock and roll) y "El Beso de la Esfinge" (novela erótica ambientada en Madrid).
Tiene en proyecto un cuarto libro: "El Susurro del Cárabo", novela histórica basada en una leyenda rusa del siglo XIX.
En la actualidad se halla inmerso en un ciclo de relatos titulado "Bajo la Sombra del Yinkgo Biloba".











 











La leyenda de la Calzada Romana


I

Os aconsejo que en las noches claras de luna llena no os aventuréis jamás a caminar por la Calzada Romana que sube desde las Dehesas hasta el puerto de la Fuenfría. Dicen que el fantasma de un alma en pena deambula entre las losas con sed de venganza…

En tiempos del Imperio Romano, durante la construcción de la calzada que cruza la sierra de Guadarrama, miles de esclavos celtíberos trabajaban extenuados para engrandecer con su sudor el poderío del César. Largas jornadas de trabajos forzados agotaban a los cautivos hasta dejarlos al límite de sus fuerzas.

Un valiente guerrero celtíbero llamado Bagarok cayó en manos de las tropas romanas durante el asedio a los bosques, donde una minoría resistía heroicamente al invasor.

Bagarok era temido entre los romanos. Éstos le odiaban por las muchas bajas que había causado a sus legiones dirigiendo toda suerte de emboscadas y escaramuzas.

Tras capturar al guerrero rebelde, una sola palabra quedó grabada a fuego en la espada de Bruto, el decurión romano. Esa palabra no era otra que castigo.

 

 


II

Con las heridas aún sin cicatrizar Bagarok pasó a formar parte de la cadena que arrastraba penosamente los bloques de piedra hasta las laderas de la montaña para construir la gran Calzada Romana que atravesaba el centro de la Península Ibérica. Los esclavos celtíberos eran obligados a trabajar sin descanso, apenas alimentados durante toda la jornada por un puñado de frutos secos, miel y leche agria. Sin duda aquella era una exigua ración de comida para un hombre que todavía se hallaba convaleciente.

Bagarok había vendido cara su derrota. Hasta el último instante se defendió espada en mano luchando contra un sinfín de soldados que lo acorralaron entre los peñascos de la cumbre más alta. A pesar de su destreza le fue imposible hacer frente a tal número de hombres, que al caer la tarde lo apresaron sin posibilidad alguna de resistencia. Cuando Bagarok descendía encadenado por la ladera de la montaña en dirección al campamento romano todo su cuerpo brillaba cubierto de sangre.

Una calurosa mañana en plenos trabajos forzados las piernas de Bagarok comenzaron a flaquear hasta hacerle caer de bruces en el suelo. A fuerza de latigazos pudo levantarse, pero al momento volvió a dar con sus huesos en la tierra… Una vez más se levantaba y de nuevo caía… El látigo laceraba sin piedad la espalda magullada del celtíbero una y otra vez, una vez más… y otra… y otra… y otra…

Bagarok cayó desplomado sin conocimiento.

 


 

III

Esa misma noche en plena luna llena, Bruto, el decurión sanguinario, ordenó una muerte cruel y perversa para el valiente guerrero: entre cuatro soldados apresaron a Bagarok y lo ataron con una soga amarrada a un bloque de piedra colocado en el puente de la Calzada Romana. Entre risotadas y burlas fueron añadiendo bloque tras bloque alrededor de su cuerpo iluminado por las antorchas. De esa terrible manera Bagarok quedó inmovilizado hasta el pecho.

Completamente ebrios, los legionarios regaban la cara del prisionero con vino que vertían de sus odres. Bagarok se agarraba a las piernas de los soldados en un intento desesperado por defenderse de aquella humillación, pero todo esfuerzo fue en vano… Tan sólo era capaz de clavar las uñas en los tobillos de sus torturadores, que le pisaban las manos y le daban patadas en los costados.

Aquella funesta noche la luna brillaba en lo más alto del firmamento recortando las siluetas escarpadas de los picos en el horizonte. A medida que ingerían más vino su crueldad aumentaba de manera despiadada: le escupían, le lanzaban piedras, le fustigaban con ramas de acebo… Los romanos danzaban alrededor del prisionero alzando las antorchas jactándose de haber capturado al más valiente y montaraz de los guerreros celtíberos.

Cuando la luna se ocultó por fin tras las montañas un soldado desenvainó su daga marcando en la frente de Bagarok las iniciales del Imperio Romano: S.P.Q.R.

Parecía imposible que pudiera haber mayor tormento para Bagarok, pero lo hubo… Al final de la noche, entre risas histriónicas y gritos dementes, los sicarios de Bruto cubrieron por completo el cuerpo del guerrero con bloques de piedra.

Tras despuntar el alba expiró por fin en la prisión más horrible que jamás haya podido padecer un ser inocente cuyo único delito era luchar por la libertad de su pueblo. Bagarok había sido inmolado en nombre del Imperio Romano.

Con las primeras lluvias del otoño un árbol empezó a brotar sobre el puente de la Calzada, justo entre las grietas donde fue sepultado el cuerpo del celtíbero.

 


 

IV

Pasaron muchos siglos sin que se volviera a saber nada de dicha historia, hasta que en la Edad Media comenzaron a extenderse rumores acerca de caminantes que cruzaban la montaña por la Calzada en noches claras de luna llena desapareciendo sin dejar rastro alguno…

A menudo se hallaron cuerpos degollados en los cuales se repetía la misma peculiaridad: alrededor de los tobillos tenían magulladuras de uñas clavadas con saña por una criatura nocturna que al acecho desde las grietas de la Calzada se abalanzaba sobre su víctima para luego estrangularla sin piedad.

Hay quien pernoctando en los alrededores del puente romano ha escuchado susurros fantasmagóricos que salían entre las ramas de aquel enorme pino incrustado sobre las losas… Los ancianos del lugar aseguran que ese árbol tiene agarradas sus raíces en los brazos de un antiguo guerrero celtíbero.

Dice la leyenda que durante las tormentas nocturnas se forman riadas de sangre sobre las losas de la Calzada… Lo cierto es que todo aquel incauto que cruza el puente de la Calzada en noches de luna llena desaparece sepultado bajo la tierra… Por eso jamás se te ocurra merodear en luna creciente por el bosque de las Dehesas si no quieres verte inmerso en un viaje sin retorno a las profundidades de la Calzada Romana……

 

 


FIN




Oscar Nóbregas, Madrid 










Oscar Nóbregas













 


La habitación del espejo

 

 1

Llevaba años sin entrar allí.

El mero hecho de pensar que alguna vez tendría que atravesar el umbral de esa puerta le producía escalofríos... La última ocasión que tuvo el valor de hacerlo fue con la máscara ocultando su verdadero rostro, pero Rael sabía que antes o después debería enfrentarse al espejo.

Siempre mantuvo la habitación sellada con un par de cerrojos y cada noche revisaba las llaves en el cajón de la mesilla para asegurarse de que no faltaba ninguna.

Los niños muchas veces habían querido entrar en aquella estancia, aunque él se negaba en rotundo a dejarlos ni tan siquiera vislumbrar lo que se ocultaba en ella... Rael sospechaba que el paso del tiempo habría vuelto aquel lugar cada vez más tenebroso. Imaginaba el espejo rodeado de candelabros con mugrientas telarañas que se cruzaban de lado a lado. Sobre la cómoda, una vieja Biblia polvorienta con las tapas raídas era testigo mudo de las noches silenciosas. Durante lustros permaneció abierta por el Antiguo Testamento en el capítulo donde Abraham ofrece su propio hijo a Jahvé como sacrificio.

En realidad era lo único que existía allí dentro, pues la habitación quedó desalojada muchos años antes tras la muerte del abuelo paterno, día en el que el difunto estuvo de cuerpo presente durante toda aquella lúgubre velada. Ahora la alcoba se mostraba fría y húmeda bajo la oscuridad...



 

2

         Como cada mañana Rael cogió el sombrero y se puso el rostro. Nada más salir a la calle comenzaba una peculiar danza de saludos y buenas maneras. Su reputación en el barrio era intachable. Los domingos acudía a la parroquia para asistir a misa como el más cumplidor de los beatos. Durante el oficio religioso a menudo se ofrecía voluntario para leer algún fragmento de las epístolas destacando sobre los demás en la oratoria por su brillante elocuencia. El vecindario le consideraba una persona afable y simpática a raudales. Se decía de él que era el marido y el padre perfecto, digno de la mejor familia. Siempre que salía de paseo por el bulevar de la avenida Rael alzaba el sombrero saludando con gentileza y donaire. No existía dama que a su paso tuviera que enfrentarse con una puerta cerrada, allí siempre oportuno estaba él haciendo alarde de caballerosidad y palabras perfumadas.

Pero la realidad era bien distinta. Cuando Rael volvía a casa colgaba el rostro junto al sombrero y todos se echaban a temblar... Con la misma mano que abría la puerta a las damas, noche tras noche maltrataba a su esposa. También atemorizaba a sus hijos amenazándoles con dejarlos en la calle pidiendo limosna y durmiendo bajo un puente del río. A veces Rael observaba de cerca a Anna, y si descubría una arruga nueva sobre su piel se lo recriminaba con todo el desprecio del mundo. No podía soportar el hecho de ver en su cuerpo los pliegues propios de la vejez... Tiempo atrás Anna fue famosa en el lugar por su belleza. En plena juventud a su paso los hombres se giraban exclamando alguna galantería. Pero el transcurso de los años había ajado sus facciones. De aquella mujer lozana sólo quedaban las fotos y el recuerdo. Muchas tardes plomizas Anna se ahogaba en su soledad contemplando esas imágenes en las cuales se mostraba radiante. Acariciaba el papel y cerraba los ojos volando hacia el pasado cuando su belleza provocaba la admiración de cualquier hombre... Ahora tan sólo era un estorbo para su marido. Rael se mostraba incapaz de mirar en el interior de su esposa y valorar las virtudes espirituales que ella irradiaba; virtudes que no se podían tocar, pero inigualables en otro tipo de belleza.

Lo cierto es que Rael no soportaba la decadencia de su físico pues en ella veía reflejada la amargura de un ser superfluo que jamás quiso alimentar su alma. Con el paso de los años Rael comprendió que aquella vida de fachada se desmoronaba por momentos. Aun así, para él seguían siendo más importantes las relaciones con extraños que las de sus propios familiares, por ello cultivaba su hipocresía con denuedo y perseverancia. Todas las mañanas tras el desayuno Rael ensayaba los gestos más corteses y las palabras más precisas para ganarse al público: «¡Buenos días, don Cosme! ¡Que tenga una jornada agradable!» «¡Saludos a su marido, doña Matilde! ¡Pase usted una buena tarde!» La sonrisa de Rael era mecánica, se diría que como accionada por un resorte. Tan sólo quien se fijase bien podía descubrir que estaba completamente hueca... Aquella sonrisa histriónica resultaba incapaz de encender el brillo en sus ojos puesto que no salía del corazón. Era un mero recurso, un reclamo para ganarse la simpatía de las gentes y ciertamente lo conseguía. Don Rael saludaba efusivo a los vecinos, que jamás pudieron sospechar lo que sucedía en su casa de puertas para adentro… La auténtica realidad es que era un mentiroso compulsivo. Engañaba, intrigaba y calumniaba manipulando alrededor todo lo que fuera necesario con tal de acrecentar su reputación. Ése era su único tesoro: vivir inmerso en la mentira de su propia imagen para ocultar así su verdadera naturaleza que era del todo mezquina y abyecta.

 

 

 

3

Nada más entrar en el recibidor Rael colgaba el sombrero junto al rostro. Entonces es cuando mostraba su verdadera cara. A su mujer le gritaba con desprecio por la menor circunstancia. Si el guiso no estaba sazonado a su gusto volcaba la olla esparciendo la comida por el suelo. Después le ordenaba recogerlo con el cazo para servirlo en su plato y en el de los niños. Rael disfrutaba observando cómo a duras penas engullían cabizbajos bocado tras bocado. Aquello era una muestra de sumisión placentera que le regocijaba en lo más profundo de su maldad… Las duchas de agua fría, los pellizcos retorcidos o la correa del cinturón eran algunos de los métodos que utilizaba para llevar a sus vástagos por el buen camino. «¡No, papá, eso no!», suplicaban los niños sobrecogidos cuando su padre les imponía algún castigo severo. «¡Así aprenderéis!», rugía iracundo con las venas del cuello hinchadas y el rostro congestionado. A menudo los encerraba durante horas en el desván obligándolos a leer pasajes de la Biblia en los que Dios castigaba a aquellos que no cumplían con sus mandamientos. Solía decir a sus hijos que el escarmiento ante el pecado era la única forma de enderezar a cualquier persona para guiarla hacia la salvación. Rael siempre les ponía de ejemplo el pasaje de Abraham como muestra de lealtad y rectitud, al igual que su padre se lo puso a él y su abuelo a su padre. Aquella costumbre se había transferido en la familia generación tras generación. Según el Antiguo Testamento la omnipotencia divina prevalecía ante cualquier causa de sufrimiento humano por cruel e injusto que pareciese a los ojos del hombre.

Cierta noche que Rael llegó a casa los hijos no salieron a recibirle. Sus zapatillas faltaban junto al sillón y la cena aún no estaba puesta sobre la mesa. Furioso, dio una patada en la puerta del dormitorio de los niños haciendo un agujero sobre la madera que permaneció allí durante toda su infancia. De esa forma quiso recordarles siempre lo que pasó aquel día... Entre muchas otras mezquindades Rael escondía el chocolate dándoles una mísera onza a cada uno por el día de su cumpleaños. Para entonces el chocolate ya estaba rancio, pero ellos lo tragaban con desgana evitando así la cólera de su padre, el cual los humillaba de forma constante para debilitarlos en su ánimo.

Uno de sus juegos favoritos era hacerles rabiar con enredos sibilinos. Enfrentaba a sus hijos mediante calumnias y se regodeaba viendo el efecto que los comentarios provocaban entre ellos. Pero el acto más inmundo del que fue capaz tuvo lugar cuando su tercer hijo murió ahogado en el río. Rael decidió enterrarlo en una tumba sin nombre por ahorrarse el dinero. Ni tan siquiera constaba una mínima inscripción con letras de plomo sobre su pequeña lápida... Aun así, solía decirles a todos que no merecían un padre como él; un padre que se había ganado la mejor reputación posible en el barrio.

Sin embargo, Anna conocía bien las inclinaciones disolutas de su marido. Muchas veces después de cenar Rael salía sigilosamente de casa con el sombrero calado y las solapas de la gabardina levantadas... Amparado por el manto de la noche frecuentaba prostíbulos de los arrabales y alternaba en los lugares más sórdidos donde solía apostar grandes sumas de dinero jugando partidas clandestinas de cartas. Cuando perdía en alguna apuesta temeraria regresaba a casa borracho y maldiciendo a su familia.

Rael jamás tuvo una muestra de afecto con sus hijos. Ninguno de ellos sabía lo que era recibir cariño paterno. De no ser por el amor de su madre habrían crecido sumidos en la desolación. Él pensaba que toda su simpatía debía estar reservada a la gente de la calle, al vecino de enfrente, al sacerdote de la parroquia, al frutero del mercado, al dueño de la barbería, al quiosquero de los periódicos, al jardinero del parque, al concejal del ayuntamiento, al camarero de la taberna o incluso a los forasteros de la ciudad. Y Rael conseguía siempre sus propósitos. Nadie fue capaz de adivinar el submundo que se vivía entre las paredes de aquella casa...

 

 


4

Año tras año la belleza de Anna iba marchitándose bajo el desprecio de Rael. A la par que sus fotos, su felicidad se fue amarilleando de manera paulatina. Invadida por la tristeza recordaba todas las humillaciones que padeció durante los embarazos. Rael no podía aceptar el hecho de que su piel, antaño tersa y suave como el terciopelo, se fuera cubriendo de estrías a medida que paría a sus hijos. Muchas tardes lluviosas Anna lloraba cuando le venían a la mente todas esas infidelidades mientras los pequeños iban creciendo en su vientre. Rael le echaba en cara que ya no era tan atractiva y que se había descuidado con la crianza de los retoños. «¡Mira tus pechos!», le gritaba con desprecio. «¡Están flácidos de tanto amamantar!»

Cada noche, como de costumbre, Rael abandonaba el lecho conyugal para satisfacer con el cuerpo de otras mujeres su lascivia desenfrenada. Un embarazo tras otro, Anna tuvo que padecer aquella cruel vejación mientras los hijos iban creciendo entre muestras de crueldad y despotismo. Para él seguía siendo más importante un saludo efusivo a cualquier vecino que una simple caricia hacia alguno de ellos... Rael tan sólo se alimentaba de lo superficial ignorando que la verdadera felicidad tiene sus raíces en los sentimientos más profundos.

 


 

5

Como todo campo que no es labrado resulta imposible cosechar fruto alguno de la nada y menos de un ser querido. Con el paso del tiempo uno tras otro los hijos fueron abandonando la casa hasta que sólo quedó el más pequeño de ellos. Oliver tuvo que cargar con toda la infamia de un padre que no sabía asumir con naturalidad su vejez ni la de su mujer. Necesitaba alguien sobre quien vomitar su frustración y utilizó a su hijo como cabeza de turco. Muchas veces le humillaba haciéndole sentir culpable de haber nacido... Oliver a menudo padeció castigos desmedidos por parte de Rael. Llegó a encerrarle durante días enteros en el desván con la Biblia como única compañía para que expiara sus pecados mediante la lectura. En numerosas ocasiones el puente sobre el río pasó a ser su segundo hogar. Ni en lo más crudo del invierno Rael tenía piedad de su último hijo. Lluvias y frío acompañaron a Oliver bajo el puente donde sólo se guarecía con una vieja manta. Su madre solía darle a escondidas un mendrugo de pan y un pedazo de queso para que al menos tuviera algo que echarse a la boca mientras durara el castigo.

El embarazo de Oliver fue angustioso para Anna. Durante los nueve meses de gestación su marido se mostró más desalmado que nunca. Rael a menudo volvía borracho a casa en plena madrugada. Al llegar colgaba el rostro sobre el perchero y empezaba a humillar a Anna jactándose de que había yacido durante toda la noche con mujeres más jóvenes que ella. Antes incluso de haber nacido Oliver ya sufría en el vientre de su madre la infamia de un ser despiadado… En el transcurso de su infancia vivió el infierno y la angustia del maltrato, unido al estupor de ver a un padre que se transformaba al salir cada mañana colocándose el rostro bajo el sombrero.

 


 

6

Llegó un momento en el que la hipocresía de Rael rebasó los límites. Consciente de su culpabilidad y comido por el remordimiento, en vez de enmendar las malas acciones pidiendo perdón a sus hijos empezó a justificarse con los vecinos de la poca atención que éstos tenían hacia su persona. Al salir de casa siempre que podía se lamentaba diciendo que todos le habían abandonado...  Solía quejarse de que solamente los veía una vez al año en Nochebuena. Rael apretaba el sombrero contra su pecho y terminaba llorando sobre el hombro de algún vecino incauto. El verdugo asumía el papel de mártir vertiendo la carga de sus pecados en las espaldas de los demás… Día tras día fue manipulando la verdad de forma sutil y maquiavélica hasta poner en contra de sus hijos a todo el vecindario. Para la gente del barrio era imposible que Rael pudiese mentir y nadie se planteó en ningún momento dudar de su palabra. Todos, incluido el jardinero, el párroco, el barbero, el concejal, el frutero, don Cosme y doña Matilde, lamentaban que unos hijos tan ingratos hubieran desamparado a un padre bondadoso y ejemplar. La reputación de Rael brillaba lustrosa e impecable a pesar de sus métodos fingidos. De esa forma sibilina continuó afilando las garras bajo su piel de cordero… Poco a poco sus difamaciones fueron calando en la opinión del vecindario y la gente comenzó a retirar el saludo a la pobre Anna. A su paso cuchicheaban palabras de censura y desprecio: «¡Qué poca vergüenza! ¡No hay derecho lo que están haciendo con un hombre tan bueno!», murmuraba don Cosme mirándola de reojo. «¡Ay, Dios mío! ¡Qué injusta es la vida!», se lamentaba doña Matilde haciéndose cruces sobre la frente. 

Aquello era más de lo que un alma afligida podía soportar. Anna cayó sumida en una depresión que la hundió en profundos abismos de melancolía. Pasaba las horas muertas en la cama sumida en la tristeza y abandonada por completo. Ya ni siquiera sacaba las fotos de su juventud para contemplarlas. Aquellas imágenes del pasado fueron amohinándose en un cajón oscuro del armario...

Una fría mañana de diciembre Anna murió de pena. Justo en el momento de fallecer varias lágrimas resbalaron por sus mejillas. Hasta el último hálito la pobre mujer padeció el terrible sufrimiento que produce el desconsuelo… Con el alma partida, Oliver le dio un beso en la frente, colocó una rosa roja entre sus manos, recogió las fotos de su madre y abandonó para siempre aquel infierno. Antes de partir dejó una nota en el forro del sombrero, que decía así:

«El que es capaz de matar al amor algún día pagará por ello

  


 

7

Las luces navideñas adornaban los árboles iluminando las calles del centro de la ciudad. Los niños correteaban por el parque jugando a lanzarse bolas de nieve vestidos con sus botas de agua y sus gorros de papá Noel. Se podían escuchar alegres villancicos saliendo por las ventanas de todos los hogares. Las chimeneas humeantes delataban suculentos guisos que preparaban las madres ayudadas siempre por los sabios consejos de la abuela. Todo era paz y sosiego. Parecía como si los duendes hubiesen esparcido un manto de bienestar sobre los tejados de las casas.

Aquella Nochebuena Rael cenó solo. Los gritos de júbilo y las risas se colaban entre las rendijas del ventanal haciendo su soledad insufrible. Se tapaba los oídos apretando los dientes mientras maldecía la suerte que le había deparado el destino. Comido por la rabia, se sentía frustrado ante los vestigios de felicidad que provenían de afuera… Tampoco ningún vecino reparó aquella noche en él. Todos estaban demasiado ocupados entre regalos y visitas familiares como para acordarse del ciudadano más ejemplar que habitaba en el barrio.

 La cena permanecía servida junto con los cubiertos de plata y la vajilla de porcelana a la espera de ser utilizados por unos familiares que ya nunca regresarían a casa. Sentado en un extremo de la mesa observaba las sillas vacías recordando uno por uno los rostros de esos hijos a los que había maltratado. Dos horas más tarde, la comida aún estaba sobre el mantel ribeteado en oro sin que Rael hubiera podido probar bocado.

Era ya medianoche cuando el carillón de pared comenzó a dar las campanadas. Entonces lloró desconsolado tapándose el rostro entre sus manos mientras gritaba: «¡Por qué me habéis hecho esto, si siempre fui un buen padre!» De pronto, el cielo comenzó a encapotarse. Decenas de nubes negras se agolparon sobre un firmamento que durante toda la noche había permanecido estrellado. El sonido de los truenos se escuchaba retumbante en la lejanía. Infinidad de relámpagos alumbraban el horizonte salpicando el cielo con fugaces destellos que cegaban la vista. Una tormenta amenazaba con descargar de forma inminente sobre la ciudad.

 

 


8

Rael permanecía sentado en la silla como un autómata contemplando el guiso de cordero en la fuente de metal repujado. Miraba pensativo dejando la vista perdida ajeno a la borrasca que se cernía sobre la urbe. Pequeñas gotas de lluvia comenzaron a resbalar por las ventanas como preludio de la tempestad.

 Sus ojos hundidos contemplaban incrédulos aquellos asientos vacíos... En pleno delirio creyó ver los espectros de sus hijos flotando inertes sobre las sillas. Con los labios temblorosos, Rael les preguntó por qué le habían abandonado. Uno tras otro fueron recordándole todas las crueldades que había cometido con ellos y con su madre. A medida que las palabras de los hijos desbordaban su conciencia, la lluvia, que en un principio caía tenue, empezó a arreciar con fuerza. Las gotas de agua se precipitaban en tromba haciendo invisible la calle desde el interior. Apenas se podía vislumbrar la luz mortecina de las farolas en medio de la intemperie.

Rael escuchaba todos los reproches negando una y otra vez con la cabeza. De pronto, la imagen de un niño surgió frente a él. Aquella criatura indefensa alzaba los brazos rogando consuelo desde el sepulcro. Tan sólo le pedía a su padre unas humildes letras de plomo sobre la lápida bajo la cual yacía… El resto de los hermanos reprendieron a Rael por tan mísera mezquindad. Le injuriaban ofendidos mientras se tapaba su rostro completamente humillado. Fuera de sí, empezó a jadear con la respiración cada vez más profunda y entrecortada… Ahogado en su propio aliento, farfulló presa de la histeria: «¡No, eso no es verdad, lo juro!» El niño salió gateando del sepulcro hasta asirse con las manitas al pantalón de su padre… Le miraba desde el suelo con los ojos llorosos esperando una respuesta… Entonces varios truenos descomunales hicieron retumbar las paredes del salón… El cuerpo de Rael se agarrotó… Le era imposible articular los miembros... Las manos semirrígidas se aferraban con fuerza a la silla... Apretándose contra el respaldo, cierta sensación de vértigo le recorrió desde el pecho hasta el cuello… En ese instante una tremenda granizada comenzó a golpear el ventanal. Poco a poco las bolas de granizo aumentaron de volumen alcanzando el tamaño de nueces heladas. A la par que aquellas esferas de hielo rompían varios cristales de las ventanas, los espectros proyectaban sobre la mente de Rael terribles escenas del pasado donde aparecía maltratando a su familia: gritos, insultos, amenazas, vejaciones... Todas esas imágenes golpearon su conciencia con tanto ímpetu como lo hacía el granizo contra el ventanal.

Descargas eléctricas caían sin cesar sobre los pararrayos mientras Rael aguantaba el suplicio de contemplar las maldades que había cometido durante años. Llegó un momento en el cual no pudo soportar todo el peso de sus pecados… Haciendo un esfuerzo sublime consiguió levantarse de la silla. Golpeando los puños contra la mesa, espetó iracundo: «¡¡Basta ya!! ¡¡Bastaaa!!» De repente los cubiertos comenzaron a tintinear en una danza macabra. La vajilla vibraba tambaleándose ante sus ojos atónitos... Justo cuando los espectros desaparecieron, un tremendo haz de luz proveniente del exterior invadió el salón. Aquel resplandor que irradiaba la casa era de una refulgencia cegadora… Tras varios segundos en los que el silencio inundó la estancia, una brutal descarga se precipitó desde el cielo sobre el tejado. Rael perdió el equilibrio cayendo al suelo. Atemorizado, permaneció boca abajo protegiendo su cabeza entre los brazos.

 



9

Cuando por fin amainó la tempestad Rael se puso en pie con cautela. Aquel tremendo rayo había dejado sin luz toda la casa… Andando muy despacio dirigió sus pasos vacilantes hacia el mirador. Asomándose al ventanal resquebrajado, comprobó que el resto del barrio también estaba a oscuras. Rael caminó a tientas hasta la cocina con la intención de buscar alguna vela que le permitiese iluminar el comedor. Tras encender una gruesa cerilla de las que utilizaba para el fogón, rebuscó entre los estantes durante un buen rato. Tijeras, coladores, abrelatas, morteros, sacacorchos... Toda clase de artilugios domésticos se le enredaban entre los dedos ante su desesperación. Después de una búsqueda infructuosa, recordó que en la habitación del espejo estaban aquellos viejos candelabros que hasta la muerte de los abuelos siempre fueron utilizados en Nochebuena.

Durante varios segundos se quedó dubitativo. Nadie había entrado en ese cuarto desde hacía lustros. Atravesar el umbral de aquella puerta le daba pánico... Rael pensó que no sería prudente meterse allí desprovisto de su rostro. Salió a tientas de la cocina y fue palpando la pared del pasillo con la intención de llegar hasta el recibidor para coger la máscara que colgaba en el perchero. Sin embargo, una fuerza invisible comenzó a arrastrarle hacia la habitación del espejo. Era como si unos brazos musculosos accionaran sus movimientos, de los cuales ya no era dueño. Rael quiso oponer resistencia clavando las uñas en la pared y tensando las piernas contra el suelo, pero por más que intentaba aferrarse todo su esfuerzo era en vano. Aquella fuerza incorpórea le dirigía empujándole en dirección opuesta al recibidor de la casa.  Articulado como una marioneta avanzó hasta su dormitorio y cogió las llaves que había en el cajón de la mesilla. Permaneció unos instantes sentado sobre la cama con la esperanza de que aquel extraño fenómeno cesara. Sacó el pañuelo de su bolsillo y se enjugó el sudor de la frente. Con las manos temblorosas examinó el manojo de llaves; observó que el robín las cubría totalmente por la falta de uso. Rael respiró hondo varias veces lamentándose. Abrir los viejos cerrojos que durante tantos años habían sellado aquella lúgubre habitación se le antojaba como si fuera un sacrilegio, pero sobre todo sentía pavor de entrar allí indefenso sin su máscara... La tormenta cesó durante varios minutos. Esa calma momentánea le sirvió para tomarse un respiro. De pronto, volvió a sentir la energía empujándole fuera de su dormitorio. Apretando los dientes, una vez más intentó rebelarse mientras se agarraba con todas sus fuerzas a la pata del somier… De nada le sirvió aquella endeble resistencia. Una voz de ultratumba le llamaba desde el fondo de la habitación del espejo arrastrando hacia adentro su voluntad.

 

 


10

Maltrecho y a regañadientes, Rael se encaminó en dirección al cuarto maldito... Durante unos segundos aquella energía insondable pareció darle un respiro. La tentación de darse la vuelta y salir corriendo se cruzó por su cabeza, pero en el fondo era consciente de que no iba a servir de nada… A pesar de no sentirse empujado, sabía que al menor movimiento en dirección opuesta la fuerza invisible volvería a acometerle de nuevo. Apoyando las manos en la balaustrada, Rael subió los escalones que conducían a la habitación del espejo... La madera desgastada crujía bajo sus zapatos con un sonido lastimero. En lo más íntimo de su ser, tuvo el pálpito de que cada peldaño le estaba acercando a su destino... De nuevo los truenos comenzaron a escucharse con un vigor descomunal haciendo retumbar todos los tabiques. Sus labios resecos y agrietados comenzaron a temblar… Entonces le vino a la mente la imagen de su esposa. Justo a la entrada de la puerta, se arrodilló avergonzado pidiendo mil veces perdón mientras sollozaba. Pero aquellas lágrimas no brotaban de su corazón, sino que eran fruto de su cobardía.

Agarrado al último destello de esperanza, pensó que entrando a oscuras en la habitación su imagen no se reflejaría en el espejo. Rael se incorporó del suelo y encendiendo una de las cerillas que había guardado en el chaquetón iluminó la puerta. Con gesto nervioso, introdujo la primera llave en la cerradura haciéndola girar. Sin embargo, el cerrojo de la segunda estaba muy oxidado y no había forma de abrirlo. La vieja llave chirriaba quejumbrosa como si la hubieran despertado de un profundo letargo. Tras varios movimientos bruscos, al fin liberó la puerta del pestillo... Con la respiración entrecortada, empujó aquel viejo portón de madera roída y pudo entrar por fin en la alcoba.

 

 


11

Una oscuridad absoluta reinaba tras el umbral de la puerta. Rael permaneció frente a la entrada dibujando en su memoria las escenas que acontecieron el último día que estuvo allí adentro. Recordó el cadáver rígido del abuelo yaciendo sobre el vetusto catre de nogal. Por unos instantes tuvo la sensación de que el cuerpo del difunto aún permanecía en el aposento... Pero tan sólo eran elucubraciones de su mente. La luz de un relámpago iluminó de forma momentánea el cuarto oscuro y pudo comprobar que ya no estaba aquel obsoleto camastro, aunque sí permanecía el antiguo espejo rodeado de candelabros. Aquella cornucopia había ido pasando de generación en generación perdiéndose su origen en la noche de los tiempos... Sobre la cómoda reposaba la antigua Biblia de tapas raídas que seguía abierta por el capítulo donde Abraham ofrecía a su hijo en sacrificio, pasaje releído en infinidad de ocasiones por su abuelo como ejemplo magnánimo de la voluntad divina.

La intensidad de los relámpagos fue en crescendo, de tal manera que en breves intervalos la estancia quedaba iluminada. Haciendo acopio de valor, Rael por fin entró en la habitación. Introdujo primero un pie manteniendo el otro bajo el umbral mientras sus manos temblorosas se agarraban al marco de la puerta. Después hizo lo propio con el segundo pie viéndose ya por completo dentro de la alcoba.

Aunque todo permanecía en calma, sentía una presión que se desplomaba del techo contra su cuerpo. Quiso avanzar, pero se dio cuenta de que sus movimientos eran plúmbeos. Cada paso suponía un esfuerzo añadido… Por un momento se detuvo y observó todo de lado a lado. Cuando los relámpagos iluminaban la habitación sus ojos captaban algunos detalles de aquel tétrico lugar: un sinfín de mugrientas telarañas se habían apoderado de los rincones. A lo largo de la traviesa que sujetaba las cortinas polvorientas una hilera de pupilas brillaba en la oscuridad. Colgados boca abajo, media docena de murciélagos siseaban entre sus colmillos. Tras el retumbe de los truenos revoloteaban por la estancia dando chillidos estridentes... De pronto la lluvia arreció otra vez con fuerza. El agua entraba por la vieja ventana que permanecía medio abierta dando golpes bruscos debido a las ráfagas de viento.

A pesar de aquel ambiente tan desapacible empezó a sentirse más tranquilo. Aquella fuerza que le aplastaba desde el techo se disipó. Ya podía desplazarse a tientas por el cuarto sin dificultad alguna. Rael suspiró hondo... Caminando con precaución decidió sentarse en el suelo apoyando su espalda sobre la pared. Jamás hasta esa noche había sentido en sus carnes una soledad tan desgarradora. Ofuscado en la falacia de su propio engaño, no lograba comprender el hecho de haber sido abandonado por unos hijos a los cuales, según él, nunca les había faltado nada. Ahora se encontraba derrumbado en aquella húmeda y tétrica estancia ignorado por todos...

Rael permaneció sentado durante varios minutos observando los haces de luz producidos por los relámpagos que de manera intermitente cegaban sus ojos aturdidos. Encima de la cómoda destacaba la vieja Biblia familiar custodiada entre los dos candelabros dorados de seis brazos. De golpe le vinieron a la mente aquellas lecturas matinales de su abuelo ensalzando los castigos de Dios para todo aquel que se saliera del recto camino. «¡Ojo por ojo, diente por diente!», exclamaba frenético ante el asombro de sus nietos que le escuchaban perplejos… Entonces recordó que el libro sagrado solía quedarse abierto por el pasaje en el cual Abraham entrega su hijo en sacrificio como muestra de lealtad a Dios. Tentado por la curiosidad, quiso comprobar si aquel capítulo del Antiguo Testamento permanecía aún inalterable sobre la cómoda. Lentamente se incorporó del suelo y a tientas rebuscó en el chaquetón una de las cerillas que había guardado cuando estuvo en la cocina.

La llama del fósforo humeante iluminó la habitación. Con el brazo extendido fue girándose para ver con detalle todo alrededor. De pronto se le heló la sangre. A su derecha había notado el movimiento de un bulto oscuro… Rael se quedó inmóvil durante varios segundos. Mirando de soslayo, percibió una silueta que le observaba desde la penumbra... Su mano temblaba mientras la cerilla se consumía junto a los dedos. Sopló con fuerza para no quemarse y de nuevo un manto negro lo cubrió todo. Tan sólo las pupilas refulgentes de los murciélagos destacaban en la oscuridad. Colgados bajo la traviesa de las cortinas, presenciaban impasibles todo a su alrededor. Rael aguardada expectante a que el destello de algún relámpago iluminase al espectro. Aquella espera se hacía eterna para su ánimo… De pronto varios truenos precedidos de rayos se desplomaron sobre la casa. Los murciélagos revolotearon histéricos golpeando contra su cara atemorizados por el estruendo de la tormenta. Por fin el resplandor le hizo ver con claridad que alguien permanecía bajo la penumbra. Aquel ente le observaba rodeado de un mutismo que empezó a crisparle los nervios. Una vez más sacó otra cerilla del chaquetón, rasgó el fósforo y la habitación volvió a iluminarse. A pesar de que extendió el brazo, no tenía suficiente valor para mirar hacia adelante. Con la mano temblorosa, cogió un candelabro de la cómoda y encendió varias velas. Ahora todo a su alrededor relucía con nitidez. Rael alzó el candelabro y poco a poco fue subiendo la cabeza. En un arrebato de coraje, clavó su mirada sobre el rostro fantasmagórico. De pronto su corazón se aceleró. Sentía las pulsaciones rebotando contra el pecho a punto de estallar. Observó que los rasgos eran tremendamente repulsivos. Aquella faz angulosa parecía la efigie de una momia que durante siglos había reposado oculta bajo un sarcófago… Permaneció estático mirando al individuo mientras sus dientes castañeteaban. Intuía temeroso que los designios de aquel espectro eran oscuros y malévolos… Rael no sabía si huir de allí o abalanzarse sobre su cuello en un acto de arrojo. Durante varios segundos estuvo sumido en esa incertidumbre hasta que observó un detalle turbador que le llamó la atención. Aquel sujeto vestía una ropa similar a la suya. También sostenía un candelabro idéntico, aunque a diferencia de él lo blandía con la mano izquierda... Como si estuviese hipnotizado por una extraña fuerza magnética, Rael comenzó a imitar los movimientos del espectro con total fidelidad. Aquella figura demoníaca le obligaba a repetir exactamente cada gesto y cada mueca sin errar ni un solo centímetro. Aturdido y confuso, al final se dio cuenta de que en realidad era el espectro quien le imitaba de forma precisa. Por un instante llegó a pensar que se estaba burlando, pero su expresión no reflejaba ningún gesto chancero, sino más bien todo lo contrario... Entonces algo en aquella mirada le resultó familiar. Oculto tras los ojos percibió el vacío infinito de un ser que había adulterado el alma durante toda su existencia... Rael se echó a temblar. Sospechaba a quién podía pertenecer aquella imagen repulsiva. Cientos de nubarrones oscuros flotaron amenazantes sobre su conciencia... De pronto un rayo tremendo descargó en el tejado de la casa. Los murciélagos revolotearon de nuevo alrededor de la habitación estremecidos por el impacto. Rael se tambaleó zarandeando el candelabro. Varios goterones de cera derretida cayeron sobre la manga de su chaqueta. «No... No puede ser...», masculló al mirar de nuevo la imagen del espectro reflejada en la cornucopia. Dando un grito de terror comenzó a hacer aspavientos mientras sus ojos desorbitados huían de esa visión. Al girar con brusquedad sobre sí mismo, las llamas del candelabro prendieron varias telarañas que colgaban del techo frente al espejo. El fuego rápidamente se extendió como la pólvora devorando aquel amasijo de telas enmarañadas. Un humo negro y espeso inundó la habitación. Los murciélagos huyeron despavoridos por la ventana entre chillidos estridentes. Cegado por la humareda, Rael daba tumbos de lado a lado como una peonza descontrolada. Un trueno descomunal le hizo tambalearse hasta caer al suelo de bruces. Tras disiparse el humo se puso de nuevo en pie, dejó el candelabro sobre la cómoda y volvió a quedarse paralizado frente al espejo. Con la respiración entrecortada, observó una vez más aquel espectro maléfico… Un grito de dolor le desgarró la garganta. El reflejo de su verdadero rostro se le hacía insoportable. Era un semblante diabólico y maligno que rezumaba crueldad por todos los poros. Rael tuvo que ocultar sus ojos crispados bajo las manos… De pronto la lluvia arreció con más fuerza entre descargas brutales de rayos. Un sinfín de imágenes se atropellaron de golpe en su mente. Por delante de su conciencia empezaron a pasar todas las vejaciones con las que día tras día fue maltratando a su familia... Intentó gritar de nuevo, pero esta vez dio un alarido estéril. Una vez más su mirada se clavó en aquel rostro y observó frente al espejo su propia descomposición: de las comisuras de los labios empezó a fluir un líquido purulento...... La lengua le colgaba a la altura del pecho balanceándose como un péndulo dislocado...... Los oídos supuraban pus entremezclada con sangre ennegrecida…… Uno tras otro los dientes se desprendieron de la boca rebotando contra el suelo...... Las facciones se derretían dejando entrever los músculos de sus quijadas...... Una convulsión espontánea reventó los globos oculares que se deshicieron en una agüilla fétida...... La carne fue dando paso a una calavera desnuda mientras el pelo se desprendía a mechones cayendo por su espalda......

Solamente la lengua resistió inalterable ante la descomposición. Esa lengua viperina y ponzoñosa que tantas veces había difamado a sus seres queridos.

 


 

12

Su cuerpo permaneció varias semanas postrado con el cráneo reposando sobre la Biblia en el pasaje de Abraham. Decenas de gusanos entraban y salían por todos los orificios devorando la carne en estado de putrefacción. Ninguno de los vecinos le echó en falta durante esos días. Era lógico pensar que aquel amable señor compartiera unas fechas tan señaladas en compañía de sus familiares.

Nadie fue al entierro de Rael. Antes del sepelio los hijos intentaron identificarle en la morgue, pero ninguno pudo reconocerlo. Aquel cadáver comido por larvas que se arrastraban entre las cuencas vacías de los ojos repugnaba a la vista. Su cuerpo expelía un olor hediondo capaz de penetrar hasta el tuétano del que lo respirase. El anillo de bodas resultó fundamental para dar un nombre al muerto. En su interior se podía leer este grabado: «Con amor, siempre fiel.» Rael fue enterrado sin inscripción alguna en la tumba junto al sepulcro en el cual yacía su tercer hijo. Tras vender aquel anillo de promesas incumplidas, los hermanos costearon el epígrafe que reflejaba el nombre del niño sobre su pequeña lápida. No hubo ceremonia religiosa, ni tan siquiera un responso por el alma del difunto. El enterrador se limitó a hacer su trabajo de manera rutinaria echando paladas de tierra sobre la caja de pino con suma rapidez.

Poco tiempo después los hermanos pusieron la casa en venta. El desalojo de los bienes se hizo bajo un silencio solemne en una fría mañana de invierno. Todos los muebles y enseres, hasta los de más valor, fueron arrojados al vertedero. Ninguno quería seguir recordando aquel sórdido lugar por medio de objetos que habían permanecido allí durante lustros. Tan sólo salvaron un crucifijo que la madre guardaba en la mesilla desde el fallecimiento de su hijo.

La casa quedó desnuda con las paredes como testigos mudos de lo que cierta vez fue el hogar de una familia. Sin embargo, a todos les pasó desapercibida una prenda que colgaba arrugada sobre el perchero con una sonrisa esperpéntica: el rostro de Rael.

 

 

 

FIN




Oscar Nóbregas, Madrid 





Oscar Nóbregas












Oscar Nóbregas
La isla de los Muertos



          1

           Aquella mañana lluviosa me dirigí como un autómata hasta la agencia de viajes huyendo de mi propio destino. Después de encajar el desengaño más grande de toda mi vida estaba dispuesto a lanzarme en cualquier dirección del mundo con tal de olvidarla... Calado hasta los huesos, me planté frente al mostrador. Las gotas de agua resbalaban por mis cabellos empapando la gabardina. En un arrebato de locura, hice el juramento de elegir el primer país que saliera cogiendo un folleto al azar. 
        Tras cinco años de relación Natascha me acababa de dejar por otro hombre. A veces las cosas más crueles suceden de la forma más trivial. Un frío mensaje en el contestador finalizó nuestra relación para siempre. Decía que no podía seguir ocultándolo por más tiempo. Volaba esa misma semana en dirección a Nueva York con él... Tardé varios minutos en reaccionar. Permanecí estático sentado en la silla frente al teléfono sin dar crédito a sus palabras. Con el auricular pegado al oído, pulsaba una y otra vez la tecla para volver a escuchar el mensaje. Poco a poco el crepúsculo tras la ventana invadió de tristeza la estancia. Envuelto en la oscuridad, la voz de Natascha se hacía cada vez más hueca. Dejé el teléfono descolgado y me derrumbé sobre el sofá hundido en la desolación. No podía asimilar lo que me estaba sucediendo. No podía creer que la persona que más había querido en toda mi vida me hubiera dejado de aquella forma tan humillante.
        Herido en lo más profundo, me preguntaba en qué podía haber fallado... Natascha era lo mejor que tenía; mi principal razón para existir. Sí, ella era mi motor; lo que me daba fuerzas para continuar adelante. ¿Cómo iba a seguir creyendo en el mundo después de eso? ¿Cómo iba a tener fe en las personas cuando lo más verdadero de mi existencia se había convertido en una mentira? Aquella noche la realidad se desplomó sobre mí con la misma contundencia que una losa de mármol. Una simple llamada había borrado de un plumazo todas mis ilusiones... Me sentía mutilado en una parte de mi ser. Cuando un amor termina, algo en tu interior se arrastra agonizando sin llegar nunca a morir del todo.
        Aplastado en el sofá, dejé que las horas pasaran como si el tiempo se hubiera detenido en mi vida. Daba vueltas a la cabeza sin poder evitar su imagen apareciendo frente a mí. Infinidad de vivencias junto a ella se agolparon en mi mente. Recordé el día que la conocí en aquel pub cercano a la plaza de Ópera. Natascha apenas llevaba una semana en Madrid. Acababa de llegar de Moscú para realizar un curso temporal de filología hispánica. Su belleza nórdica y su sensualidad me cautivaron por completo. El flechazo fue mutuo y todo surgió de manera natural hasta que decidimos irnos a vivir juntos. Compartimos varios años de ensueño disfrutando del momento. Sin duda aquella resultó ser una de las etapas más felices de mi vida... Es cierto que en los últimos meses se palpaba un distanciamiento que yo atribuía a la rutina de la convivencia; pero nunca imaginé ni por asomo que el motivo pudiera ser otro... Ahora me deja helado el hecho de pensar que Natascha vivió conmigo ocultándolo todo, sonriéndome y haciendo el amor como si no ocurriera nada entre nosotros, cuando la realidad es que su corazón ya se encontraba muy lejos de mí.
        Pasé varias noches en vela dando vueltas sobre la cama añorando su cuerpo a mi lado... No hacía más que mortificarme pensando que era una piltrafa; que Natascha me había dejado porque yo no valía nada... Cuando una persona pierde la autoestima, ¿qué le queda ya? Estuve varios días tirado en el cuarto sin poder reaccionar... Pero me di cuenta de que esa actitud terminaría por consumirme. Se me hacía insoportable la idea de quedarme a vivir en casa rodeado de todos sus recuerdos, así que decidí irme cuanto antes donde el viento me llevara. No quería pasar todas las vacaciones ahogado en la tristeza mientras ella disfrutaba de un romántico idilio viajando por cualquier lugar del mundo con su nueva pareja.





2

            Encima de la mesa de información se amontonaban infinidad de folletos de los sitios más dispares. Cerré los ojos, estiré la mano y cogí uno al azar. La imagen de la foto mostraba una bella estampa de los canales de Venecia. Al principio sentí fastidio. Cinco años atrás estuvimos allí en uno de los momentos más dulces de nuestra relación... Pero después de jurarlo no me iba a traicionar a mí mismo. Iría otra vez a Venecia, aunque tuviese que enfrentarme al fantasma de mis recuerdos con Natascha. Me lo tomaría como un retorno al pasado para enderezar mi camino desde ese punto. Buscaría el lado oscuro de la ciudad enterrando de manera simbólica los momentos vividos allí.
        Apreté el folleto hasta arrugarlo y me dirigí al mostrador dispuesto a comprar el billete de tren. Por la tarde preparé la mochila tan sólo con lo indispensable. Quería ir lo más ligero posible de equipaje, con la mente abierta a todo lo que se cruzara en mi camino. Cogí algo de lectura para el trayecto y un bloc de notas donde apuntar cualquier cosa que se me ocurriera durante el viaje.





3

          Al día siguiente llegué a la Estación del Norte a primera hora de la mañana. Subí al vagón y me acomodé en un compartimento vacío. Entre semana no solía haber demasiados viajeros, lo que hacía el trayecto más relajado y silencioso. Sin duda era lo ideal para mí pues me sentía especialmente huraño debido a mi estado melancólico. No deseaba tener ningún tipo de charla trivial con algún pasajero locuaz que alterase más todavía mi ánimo.
        Estuve la mayor parte del recorrido imbuido en los paisajes y en mis escritos. De vez en cuando sacaba la libreta y apuntaba lo primero que me pasaba por la cabeza mientras el tren avanzaba con parsimonia en dirección a Italia. Pensando de manera obsesiva en Natascha, escribía retazos de poesías desgarradas que luego rompía en pedazos. Multitud de sensaciones contrapuestas desbordaban mis sentimientos frente al papel. Rencor y nostalgia se entremezclaban en mi corazón sin poder distinguir lo uno de lo otro.
        Después de una breve escala en Milán, llegamos a Venecia en pocas horas. Aquella ciudad seguía teniendo algo especial. Parecía como si se hubiera detenido en siglos pasados... Al toparme de frente con el casco antiguo, los recuerdos se agolparon desbordando mis sentimientos. Tenía un montón de fotos con Natascha por los alrededores: el Puente de Rialto, la Plaza de San Marcos, las góndolas surcando el Gran Canal... En cada esquina la belleza del entorno provocaba que cualquier detalle me calara en lo más hondo... El simple hecho de ver a músicos callejeros tocando una pieza de Vivaldi o contemplar a actores interpretando pantomimas disfrazados de arlequines era algo que me emocionaba. Envuelto en toda esa magia, el recuerdo de Natascha planeaba sobre mi mente sin poder evitarlo. Sentado en una escalinata del Palacio Ducal varias lágrimas recorrieron mi rostro. La cruda realidad era que ella estaba muy lejos de mi vida rodeada por los brazos de otro hombre... En ese momento comprendí que recorrer las mismas calles de antaño no haría sino estancarme en el pasado maniatando mi ánimo con la soga de la nostalgia. Me levanté de un brinco huyendo hacia la primera taberna que se cruzara en mi camino. Cabizbajo y apoyando los codos sobre la barra bebí de forma compulsiva hasta terminar dos botellas de Lambrusco. Al salir de la taberna me arrastré desolado por los callejones más míseros que pude encontrar. Entonces me di cuenta de que esa ciudad, como el amor, tenía su lado oscuro. Venecia no sólo era un lugar idílico de parejas recién enamoradas. También había esquinas mugrientas y malolientes, aguas estancadas, paredes mohosas, casas en ruinas, lúgubres residencias de ancianos... Venecia no sólo reflejaba romanticismo y belleza. También existían allí el dolor y la muerte como en cualquier otro lugar del mundo.
        Caminando sin rumbo fijo por los rincones de los arrabales todo me daba vueltas debido a los efectos del vino. Haciendo eses completamente borracho mis pasos vacilantes tropezaban con los adoquines. De nada había servido alejarme miles de kilómetros para intentar olvidarla. Sentía la angustia del desamor hundiéndome cada vez más en un pozo sin fondo... Apoyado sobre la vieja barandilla de un callejón sin salida, la imagen de Natascha besándose con aquel hombre invadió de súbito mi mente. Aquella escena aparecía ante mis ojos alucinados como si pudiera observarles a través de una bola de cristal. Luego la imaginé desnuda gimiendo de placer bajo su cuerpo y comenzaron a entrarme arcadas. Entonces vomité repetidas veces sobre aquel sucio canal.





4

           A la media hora desperté sobresaltado. Me había dormido allí tirado en el suelo como un mísero vagabundo. Todo daba vueltas a mi alrededor y tenía un regusto amargo en la boca. Avergonzado de mí mismo, salí del callejón mirando a los lados. Por fortuna aquel era un rincón solitario... Caminé desorientado durante varios minutos hasta llegar a una plaza. Allí me lavé la cara en una fuente y me mojé el pelo. Después entré en un bar y pedí un capuchino bien cargado para despejarme. Nada más salir, decidí pasear en dirección a la costa pensando en que me vendría bien la brisa del mar. Con un talante ya más apacible, llegué al puerto contemplando las barcas y el plácido vuelo de las gaviotas. Allí me encontré a un pescador de piel curtida que debía rondar los setenta años. Me puse junto a él observando cómo pescaba con su caña de bambú frente al muelle. Gracias a mis conocimientos de italiano, pudimos mantener una conversación fluida. Estuvimos hablando un buen rato sobre el oficio. El hombre decía que ya no se capturaban tantas piezas como antaño. Cuando era joven siempre volvía a casa con la cesta repleta de pescado. Una hora después, el sol comenzaba a ocultarse por el horizonte. El mar se tornaba cada vez más plateado a medida que la luz rojiza se disipaba con los últimos rayos. Sentado allí junto al pescador, me fijé en la figura de un pequeño islote cercano a la costa. Una vieja torre desmoronada presidía el lugar dándole un aspecto misterioso.
     —¿Se puede visitar esa isla? —pregunté por curiosidad.
    El hombre giró la cabeza mirándome con el ceño fruncido como si hubiera blasfemado al preguntar por aquel sitio.
    —Ese lugar está maldito, muchacho —dijo en tono grave—. Allí nunca se acerca nadie; ni siquiera nosotros. No verás un solo pescador faenando alrededor de Poveglia. Le llaman la Isla de los Muertos... Sus aguas están infectadas de cadáveres que llevan siglos amontonados bajo el lodo. Nadie quiere acercarse a esas costas. Durante la Peste Negra cientos de barcas llevaban a Poveglia los moribundos para dejarlos allí abandonados. Muchos perecieron al intentar salir nadando de la isla. Dicen que algunos de esos espíritus vagan por los alrededores... Allí no vive nadie desde hace mucho tiempo. La torre que ves junto al edificio es de un manicomio que permaneció abierto durante años. La gente que trabajaba en aquel lugar, tarde o temprano se volvía loca. El director del manicomio experimentaba con los dementes practicándoles horribles trepanaciones en el cráneo. Eso acabó haciéndole perder la cabeza también a él... Al final se suicidó tirándose desde la torre.
            Era tremendo lo que me contó el pescador sobre Poveglia. Frente al lugar más idílico del mundo, el recuerdo del terror permanecía inalterable durante siglos en aquel sitio. Quizá miles de parejas se habían jurado amor eterno contemplando aquella isla rebosante de cadáveres momificados por el lodo... Me pareció una alegoría perfecta de las relaciones amorosas: en la superficie todo resulta armonioso, pero debajo siempre hay un trasfondo incierto... Con aquel relato sobre Poveglia, el pescador consiguió aumentar mi intriga.
    —¿Hay alguna manera de llegar hasta allí? —le pregunté.
    El viejo me miró como si estuviera totalmente loco.
    —Se puede ir en barca, pero no querrá llevarte nadie... a no ser que pagues una buena suma de dinero.
        Recogió sus bártulos de pesca y nos dirigimos hacia la lonja. Allí habló con un tipo de barba cerrada y aspecto siniestro. Una profunda cicatriz cruzaba su frente como si fuera un estigma. El viejo se marchó y me quedé con aquel hombre para cerrar el trato. A pesar del dinero que le ofrecía, me preguntó varias veces si estaba seguro de querer pasar la noche en aquel lugar. Le dije que sí aparentando estar convencido, aunque por dentro sentía verdadero temor. Pero me reconforté pensando que no tenía nada que perder. Todo lo que pudiera lograr evadirme del recuerdo de Natascha me aliviaba el ánimo.
           Durante el trayecto en barca tan sólo cruzamos algunas palabras. Mientras él remaba haciendo soplar una rústica pipa de tabaco, yo iba tomando notas en la libreta de lo que me había sucedido aquella tarde. La quietud de las aguas era algo que imponía un tremendo respeto. Sólo Dios sabía lo que se ocultaba allí debajo... A medida que nos acercábamos a Poveglia, un nudo en la garganta me impedía tragar saliva. Pero ya no había marcha atrás... Aquel extraño hombre me dejó en el embarcadero con mi mochila. Quedamos al día siguiente por la mañana para recogerme en el mismo punto. Instantes después le vi alejarse impasible mientras el crepúsculo se cernía sobre la ciudad.






5

        Apenas tuve tiempo de recorrer la isla con suficiente luz. A los pocos minutos, ya estaba casi a oscuras. Saqué la linterna del macuto y deambulé por la entrada del edificio. El manicomio se hallaba en un estado totalmente ruinoso. Armándome de valor, penetré en el interior del recinto. Enseguida pude percibir energías muy negativas bajo aquellos muros. Un extraño eco remarcaba el sonido de mis pisadas a lo largo del pasillo. El hecho de permanecer callado en alguna estancia me ponía los pelos de punta... Era como si se pudiera cortar el aire. Sin duda tuvo que haber mucho sufrimiento entre esas paredes... Sobre la torre del manicomio se escuchaba el suspiro tenebroso de un búho. Aquel susurro fantasmagórico resultaba escalofriante... Salí del recinto acongojado y caminé unos pasos junto al edificio enfocando con la linterna bajo la oscuridad. El más leve sonido alrededor me ponía en alerta. Mis latidos se disparaban tras el chasquido de cualquier rama... De pronto, el terror me invadió. Tropecé de lleno con una zanja repleta de esqueletos postrados en hilera. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo ante aquel espectáculo macabro... Con la respiración ahogada, me alejé de allí lo más rápido que pude siguiendo a duras penas un camino que se internaba en una arboleda. Avancé con cautela por aquel sendero sinuoso durante varios minutos. Cualquier ruido inesperado entre los matorrales me hacía estremecer. Probablemente eran alimañas sorprendidas de mi presencia, pero conseguían asustarme a cada paso que daba. Alumbrando con la linterna llegué a un pequeño claro entre los árboles y preparé una fogata recogiendo varias ramas. Toda la zona estaba plagada de setas comestibles, así que decidí aprovisionarme con unas cuantas para cocinarlas. Por suerte la noche era muy clara; tan sólo faltaba un día para que hubiese luna llena. Encendí la hoguera, saqué varios mendrugos de pan y calenté las setas en un cazo añadiendo algo de embutido que traía en la mochila.
        Tras la cena, ya mucho más tranquilo, me tumbé sobre la hierba arropándome con una manta por encima. Como no lograba conciliar el sueño, me puse boca arriba contemplando las estrellas y la luna. A medianoche pude escuchar en la lejanía las campanadas de la basílica de San Marcos. A partir de entonces todo fue silencio, solamente interrumpido por el ulular de las rapaces nocturnas. A punto de dormirme, noté sobre la hojarasca pasos lentos que se acercaban en la penumbra. Abrí los ojos y me encontré a un hombre vestido de negro con un sombrero de ala ancha calado hasta las cejas. Su aspecto era de otra época. Iba embozado bajo una larga capa y llevaba botas con hebillas plateadas. Apenas se adivinaban sus rasgos difuminados bajo la oscuridad. Se paró frente a mí observándome con los brazos cruzados. Pude percibir el brillo de sus ojos que me escudriñaban con una mirada penetrante. En esos momentos mi corazón se encogió en un puño. No podía articular palabra. Estaba totalmente bloqueado esperando que sucediera algo... Aquel extraño individuo se sentó junto a las brasas y reavivó la hoguera mientras yo permanecía estático. Poco a poco me tranquilicé al comprobar que su actitud era pacífica. Retiré la manta y me quedé frente a él hipnotizado por su influjo. Aquella visión espectral traspasaba cualquier explicación lógica. Era como si hubiese aparecido allí por medio de algún sortilegio, transportado desde tiempos lejanos hasta el presente... Junto a la luz de las llamas, el hombre comenzó a hablar del terror de la peste; de rostros desfigurados pidiendo clemencia; de cuerpos corrompidos por los bubones; de lamentos desgarradores surgiendo de las fosas; de cadáveres hacinados sobre inmensas piras de fuego... Su voz grave retumbaba en el suelo como si surgiera de las entrañas de la tierra... Pronunciaba un italiano antiguo que a veces me costaba entender. Su rostro compungido reflejaba el testimonio del holocausto presenciado siglos atrás. Mientras narraba aquellos sucesos removía el suelo con un palo haciendo círculos en espiral sobre la arena. Al concluir su discurso, me ofreció un extraño brebaje que llevaba oculto bajo la capa en un pequeño frasco. Era un licor agrio y rojizo semejante al vinagre. Tras beber un par de tragos comenzó a invadirme un sopor muy profundo. En cierto momento que no recuerdo, me quedé dormido.
        Lo que sucedió durante mi sueño es algo que me cuesta describir con palabras. Y digo lo que sucedió porque fue tan real como si lo hubiera vivido: me veía a mí mismo tumbado junto a la hoguera...... De pronto el suelo cedió bajo mi cuerpo resquebrajándose...... Caí en una zanja profunda sintiendo todos mis huesos doloridos por el golpe...... Quise incorporarme y salir de allí, pero el fango me impedía trepar...... Arañando las paredes con desesperación resbalaba en el intento de alcanzar la tierra compacta....... Entonces sucedió el horror...... Decenas de cadáveres revividos rodearon la zanja...... Sus rostros estaban desfigurados por bubones purulentos…… Aquellos seres moribundos me pisaban las manos para que no pudiera salir…… Luego se abalanzaron sobre mí apilándose hasta hundirme por completo en la fosa.......
            No sé cuánto tiempo duró esa horrible pesadilla, pero me dio la sensación de que se prolongó varias horas desde el mismo instante en que perdí la consciencia por los efectos del brebaje.





6

            Al amanecer desperté sobresaltado. Todavía aturdido por los efectos de la pócima, busqué al hombre de la capa negra en los alrededores. A pesar de poner todo mi empeño para encontrarle, no hallé rastro alguno de aquel individuo. Por unos momentos pensé si lo habría soñado también, pero los círculos permanecían dibujados en el suelo junto a los rescoldos de la fogata... Desorientado y confuso, dudaba si aquella visión había sido real o tan sólo producto de mi imaginación. Es posible que la ingestión de las setas campestres hubiese provocado en mi mente alucinaciones, aunque pondría la mano en el fuego a que todo lo que percibí sucedió en realidad.
           Recogí mis cosas y caminé en dirección al muelle de la isla esperando con impaciencia la vuelta del marinero. De regreso a Venecia le conté ansioso todo lo ocurrido. Su respuesta a la descripción de mi experiencia me dejó atónito: según cuenta una antigua leyenda, cierto individuo de otros tiempos merodea desde hace siglos por aquellos parajes pantanosos. Su nombre era Renato Salieri, un alguacil que permaneció al cargo de los traslados de moribundos a Poveglia durante la Peste Negra. Vivió el horror de cientos de seres humanos llevados hasta allí como se lleva el ganado al matadero para ser sacrificado. Esa plaga maldita aniquiló a un tercio de la población veneciana en menos de dos años. Para controlar la epidemia los gobernantes tuvieron que tomar medidas drásticas que rayaban la crueldad. Según parece aquel hombre murió atormentado por el remordimiento de ser uno de los responsables de aquella espantosa masacre. Él mismo acabó siendo víctima de la peste al final de la epidemia. Nadie se atrevió a volver hasta Poveglia para enterrar su cuerpo. Dicen que el alguacil vaga eternamente por la isla...






7

            Esa misma tarde me instalé en una pensión de las afueras de la ciudad. Gracias al carnet que me acreditaba como investigador de documentos pude acceder a los archivos de la biblioteca municipal. Durante esos días repasé a fondo la tragedia que se cebó de Venecia durante la Edad Media. En el siglo XVI, la Peste Negra recorrió la ciudad arrasando todo a su paso. Aquella zona de humedades y aguas estancadas propició que la enfermedad se expandiera de manera implacable. La situación para las autoridades se hizo insostenible ante la imposibilidad material de poder enterrar tantos cuerpos putrefactos. Los cadáveres comenzaban a apilarse en las calles a la espera de ser quemados, pero eso suponía un alto riesgo de contagio para la gente sana. Entonces decidieron trasladar los muertos en barcas hasta Poveglia. A esas alturas de la terrible epidemia una psicosis calenturienta invadió la población. Todo el que mostrase cualquier síntoma de enfermedad, aunque fuera un simple catarro, era denunciado a la guardia veneciana, que al poco tiempo se presentaba en su casa para llevarlo hasta la isla condenándolo a una muerte segura. Resultó ser tal la cantidad de moribundos acumulados en Poveglia, que al final eran arrojados a las fosas para quemarlos sin importarles que aún permanecieran con vida... Renato Salieri fue unos de los alguaciles encargados de esa macabra operación.
           Una semana después regresé a España absorbido por aquel terrible pasaje de la historia. Al abrir la puerta de casa y ver su foto en la entrada, fui consciente de que me había olvidado por completo de Natascha... Entonces supe que ya no formaba parte de mi vida. Saqué la foto del marco y la prendí fuego en una especie de ritual purificador para liberarme del pasado. Esa misma noche, tras deshacer el equipaje, repasé todas las notas que había ido plasmando durante mi periplo aventurero. Al llegar al final, me quedé petrificado. En la última hoja de la libreta, escrito con tinta de pluma y una letra abigarrada, podía leerse en italiano antiguo: «Buon viaggio, amico». Firmaba Renato Salieri.




FIN

 


Oscar Nóbregas, Madrid 













Oscar Nóbregas




Otros relatos de Oscar Nóbregas




Libros de Oscar Nóbregas
http://librosdeoscarnobregas.blogspot.com/


Artículos y otras hierbas - Oscar Nóbregas


Fotos de Oscar Nóbregas

 
Programa Radio Oscar Nóbregas:




 

 

Entrevista con Oscar Nóbregas

 

Venturas y desventuras de un escritor madrileño...

Oscar Nóbregas es un ratón de biblioteca del siglo XXI. Aislado en su escritorio o buscando en los archivos de la Biblioteca Nacional, elucubra nuevas ideas y personajes para sus próximo libros.
Nos hemos tomado la licencia de apartarle de su trabajo durante un rato para que nos permita conocerle un poco mejor, a él y a su trabajo.
Oscar, ¿se puede vivir de escribir hoy en día?

Salvo algunos privilegiados, es muy difícil vivir de la literatura; aunque pienso que es mejor que sea así. La creación no debe estar sujeta a una nómina, porque escribir bajo presión a lo único que conduce es a coartar la espontaneidad. Un escritor no puede escribir una novela pensando que con el dinero que obtenga va a pagar las facturas.

Te voy a mencionar 3 conceptos; me gustaría que nos contaras en qué medida te afectan, para bien o para mal, en el desarrollo de tu profesión:
Editores

Los editores son un mal necesario para los escritores; un arma de doble filo que se puede volver contra ti. Lo más duro para un escritor es descubrir que los problemas no terminan cuando publica una novela, sino que pueden empezar justo en ese momento... Si tienes buena relación con tu editor, éste puede darte alas y hacer que tu obra crezca; pero si tienes la mala suerte de topar con un editor que no te apoya lo suficiente, puede convertirse en tu principal enemigo; la tumba de tu propia novela. Con un editor abúlico todos tus esfuerzos caen en saco roto. De nada sirve remar con todas tus fuerzas, si el que lleva el timón te deja encallado en la orilla.
Para muchos editores prevalece el número de ventas por encima de la originalidad o la calidad literaria, y ese punto de vista muchas veces aborta grandes proyectos más cercanos a lo vanguardista que a  lo meramente estándar. A fin de cuentas, una editorial no es otra cosa que una empresa… Pero también hay editores arriesgados que aman la literatura por encima de las cifras, aunque por desgracia suelen ser muchos menos.
Lo triste para cualquier escritor es echar un vistazo tras los escaparates de las librerías y ver auténticas bazofias presentadas con jactancia como best sellers, cuando lo cierto es que el número de ventas rara vez va en concordancia con la calidad literaria.

Internet

Siempre miro con recelo los avances tecnológicos, pues pienso que muchas veces nos proporcionan "comodidades" que a la larga te acaban creando una dependencia innecesaria, que al final lo único que consigue es esclavizarnos. Pero como todo en la vida, depende del uso que le des a las cosas. En el caso de Internet, no se puede negar que es un instrumento que bien utilizado ofrece infinitas posibilidades al permitir comunicarte con el resto del mundo. Para mí es muy gratificante saber que gracias a los foros literarios de Internet, mi novela ha llegado a manos de lectores en toda Hispanoamérica e incluso al sur de los Estados Unidos. 

Uno de los peligros de Internet es el hecho de caer en la incomunicación de la comunicación y en la desinformación a base de sobreinformación. Por otro lado, me inquieta el hecho de que Internet ya no sea algo opcional que consultar de vez en cuando sentados frente a una pantalla; ahora llevamos Internet a cuestas en el bolsillo durante todo el día…  Pienso que la irrupción de los ordenadores y los teléfonos móviles en nuestra vida privada nos ha desbordado por completo, y no creo ni  por asomo que ahora seamos más felices ni que nos comuniquemos mejor que antes.

Todo este fenómeno social es un montaje lucrativo de las empresas tecnológicas, las cuales nos han puesto el “caramelito” de las grandes ventajas de estar comunicados las 24 horas del día como algo esencial en nuestras vidas… Han diseñado lo que quieren que necesitemos para que no podamos prescindir de ello en el futuro. Nos están  alienando y no hemos hecho nada por impedirlo. Nuestra sociedad, que es básicamente superflua y materialista, convierte los lujos en necesidades. Ahora si no tienes Guasap, eres poco menos que un proscrito y la gente te margina por no “estar al día”. Ya no importa la amistad en sí misma. Importa que estés conectado a la red constantemente por medio del teléfono móvil, aunque sólo sea para decir estupideces…
Lo que muchos no sospechan o no quieren ver, es que detrás de ese invento tecnológico vendrá otro que le sustituya. Ya están preparando desde un despacho de marketing publicitario lo que “vamos a necesitar” en el futuro… Así nos mantienen de por vida idiotizados con la zanahoria delante de nuestras narices, lucrándose a base de nuestra imperiosa necesidad de comunicarnos como especie social y gregaria que somos por naturaleza.

Por mi parte, no soy una persona que necesite estar constantemente comunicado, como el que tiene que estar asistido a un tubo conectado con una botella de suero para sobrevivir. Prefiero disfrutar de lo que tengo delante y charlar sin que nada me interrumpa, cosa que ya es muy difícil, pues todos los que están enganchados al móvil viven para él, siempre más pendientes de lo que está lejos que de lo que tienen enfrente.
A veces pienso que la gente debe de estar muy vacía por dentro cuando siente la necesidad obsesiva de comunicarse a cada instante por medio del Smartphone. Este artilugio se ha convertido en una prótesis inseparable de las personas. Es patético observar a todo el mundo imbuido en sus teléfonos como si buscaran ansiosamente la felicidad allí dentro.
Los parámetros que ha diseñado el móvil a principios de este siglo me parece un síntoma enfermizo de la sociedad actual. El móvil ha idiotizado a la gente, convirtiéndola en marionetas de un artilugio superfluo. Realmente me parece una esclavitud disfrazada de comodidad.

 Lo cierto es que la gente se sigue sintiendo igual de sola que antes. No ha mejorado la comunicación real, tan sólo la virtual. A pesar de Facebook, los amigos de verdad se siguen contando con los dedos de una mano.
Con los ordenadores hay que saber dónde termina la realidad y dónde comienza lo virtual. No podemos canalizar todas nuestras emociones a través de una pantalla. El riesgo de Internet es que si no lo usamos con inteligencia puede acabar cuadriculando nuestra mente.

Internet al margen de las incuestionables ventajas como medio de comunicación, se ha convertido en una corrala cibernética donde lo importante por encima de todo es aparentar. La gente disfruta más enviando una foto de algún lugar exótico para que la vean los amigos en vez de vivir ese momento para sí mismos. Esa actitud me parece cuanto menos preocupante.
Internet es un espacio donde se puede maquillar fácilmente la realidad, creando un escenario virtual en el cual lo importante es lo que se ve por la pantalla, no lo que realmente es.

Creo que al final pagaremos un precio muy alto por este mundo tecnológico que ha arrollado nuestras vidas.
Sería ingenuo pensar que Internet en sí mismo es una alternativa personal a elegir; más bien se trata de una imposición social fomentada desde arriba para tenernos controlados.

Crisis

La crisis económica es algo que sin duda ha repercutido en todos los ámbitos, tanto a nivel nacional como internacional. En la literatura no iba a ser menos y las ventas han descendido desde hace un par de años. Pero al margen de la literatura, lo que me preocupa de todo este "pesimismo general" que estamos viviendo no es la crisis en sí misma, sino saber quién está interesado en tenernos pendientes de que suba o baje la Bolsa para desviar nuestra atención de los problemas reales de nuestra sociedad, y de esa manera tenernos hipnotizados. Nos marean con cifras y términos económicos que a la postre lo único que consiguen es desorientarnos y que perdamos toda referencia con la realidad. Los medios de comunicación se convierten en trileros que nos bombardean con noticias contradictorias las cuales terminan por anular cualquier criterio razonable.

 Antiguamente al pueblo llano se le tenía atemorizado con la religión y sus mensajes apocalípticos. En el siglo XXI los gobernantes nos meten miedo con la crisis, que al fin y al cabo no son más que números y estadísticas que basculan. Lo cierto es que nos subyugan creando un ambiente general de situación límite, cuando la realidad es que nunca hemos tenido más comodidades que ahora. Crisis fue la que vivieron nuestros abuelos en la posguerra comiendo mondas de patatas y pasando verdaderas necesidades. Ahora dicen que estamos en plena crisis, pero no conozco a nadie que haya renunciado a su teléfono móvil, ni a instalar su tdt para poder ver un montón de canales en la televisión.

Para mí la verdadera crisis es la medioambiental. Cuando empiecen a deshelarse los casquetes polares de manera irreversible, como de hecho ya está sucediendo, todas esas cifras económicas dejarán de tener sentido… Por desgracia el ser humano es así: capaz de lo mejor y de lo peor.
 
Oscar ha dirigido como locutor y guionista un programa de radio: El Bosque Encantado. Háblanos de tu experiencia en las ondas; ¿qué es lo que más te aporta para tu profesión de escritor?

Quizás el hecho de dar más relieve a tus escritos mediante una lectura oral de los textos, descubriendo que una misma frase puede ser leída con matices distintos.
La Radio te proporciona el tono y la intensidad de la que carece la lectura mental, pues a veces las palabras se quedan algo mudas si no las expresamos mediante los labios.
La Radio también te aporta ese punto de improvisación que a menudo libera a los textos de las páginas y los hace volar más libres.

Sabemos que te gusta la fotografía artística, ¿no has pensado utilizar en las portadas de tus libros alguna de tus fotografías?

Sí, de hecho las portadas de tercer y del cuarto libro llevarán fotos hechas por mí. No ha surgido antes porque no veía una imagen que pudiera encajar con el ambiente de la novela.

Háblanos de tu "Crónica Sobre la Historia del Rock"... ¿Cuál es tu grupo de rock favorito?

De esa crónica surgió la idea de mi segunda novela Efluvios Metafísicos, que de alguna manera es un homenaje a la música contemporánea en sus distintos estilos: Blues, Jazz, Rock, Pop, Folk, New Age, etc.
Desde siempre he estado rodeado de músicos, cantantes o de gente melómana apasionada con grandes colecciones de discos, por lo cual no me ha sido difícil imbuirme de lleno en dicho terreno.
En cuanto al Rock, lo he disfrutado de manera apasionada desde la adolescencia, y, aunque no tuve la suerte de experimentarlo en su época dorada por cuestiones de edad, sí que he vivido la inercia de ese movimiento unos años más tarde.

La lista de grupos de Rock que me han influido sería interminable... Básicamente corresponden a bandas formadas en las décadas de los 60 y los 70, que sin duda son los años más creativos la historia del Rock. Creo que los grupos que más me han marcado son Pink Floyd y Led Zeppelin. Cada cual en su estilo, me parecen las dos bandas más carismáticas que ha habido nunca. Pero no puedo dejar de nombrar a los Beatles, que supusieron una auténtica revolución. Incluso hoy en día, casi 50 años después, sus canciones no han perdido ni un ápice de frescura y vitalidad. El fenómeno beatle fue algo único e irrepetible que marcó a muchas generaciones.
Por desgracia, ya casi no surgen grupos y artistas con la personalidad de
Santana, Jethro Tull, The Kinks, Rolling Stones, The Who, The Doors, Grateful Dead, Don Mc Lean, Crosby, Stills, Nash& Young, Bob Dylan, Carole King, Donovan, Cat Stevens, Ten Years After, Cream, Allman Brothers, Creedence Clearwater Revival, Deep Purple, Black Sabbath, Jimi Hendrix, Frank Zappa, Fleetwood Mac, Lou Reed, David Bowie, T. Rex, Bob Marley, Queen, Genesis, King Crimson, Yes, Camel, Supertramp, Mike Oldfield, The Police, Dire Straits, U2...


Duendes es uno de esos escritos fantásticos que nos adentran en las peculiaridades de estos pequeños seres, concretamente, los que habitan en nuestra Sierra del Guadarrama. Quisiera saber ¿con qué duende te identificas más: campestre, montaraz o albino?

Supongo que tengo algo de cada uno. Quizá me identifico un poco más con los albinos, por aquello de que son una "rara avis" como yo...

Tras la “carrera de fondo” que supone escribir una novela, vemos que últimamente te has decantado por la “media distancia”. A la hora de crear narraciones más cortas, ¿utilizas otro método distinto al de la novela para desarrollar la trama o el enfoque es similar? Coméntanos algo sobre tus relatos.

A pesar del reto intelectual y el esfuerzo que supone enfrentarte a una composición extensa, al principio de mi carrera como escritor me dediqué de lleno a escribir novelas, quizás porque me parecía más atractivo el hecho de tener atrapado al lector durante varios días con el ambiente y los personajes creados, cosa que en el ámbito del relato resulta imposible por cuestiones de extensión. Un relato viene a ser un aperitivo comparado con el guiso caliente que es una novela de doscientas páginas. Sin embargo, después concluir mi tercera novela sentí la necesidad de experimentar con otro ritmo literario. Sin duda el relato me ofrecía un terreno idóneo para plasmar las situaciones de una forma más directa. En los relatos las descripciones se prestan a mostrarse de manera concisa, mientras que en la novela tienes que ir tejiendo poco a poco el perfil de los protagonistas. Son creaciones distintas en cuanto a extensión, pero el ámbito en el que se mueven es básicamente el mismo; de hecho muchas novelas surgen de historias cortas.
En todos mis relatos siento el impulso vital de traspasar las barreras de lo políticamente correcto. No me interesa la escritura placentera sin más. Siempre intento mostrar las cosas sin pelos en la lengua pegando donde más duele. Esto a menudo puede crearte problemas, pero en mis escritos me interesa más la polémica que la complacencia. Me gusta meter el dedo en la llaga yendo a contracorriente. Creo que en general todos mis relatos tienen una vuelta de tuerca y son críticos con esta sociedad hipócrita en la que vivimos.

Bueno, creo que va llegando el momento de centrarnos un poco en tu novela Retazos de un Bastardo... ¿Cuánto tiempo te llevó escribirla? y ¿en qué te inspiraste?

Resulta difícil contabilizar en tiempo real, desde el momento en que surge el chispazo de una historia hasta el último capítulo. Las ideas son como peces que divagan por tu cabeza y que vas plasmando en tus escritos, unas antes o después sin saber por qué, pero no necesariamente de forma lineal. Por otro lado, desde que surge algo sólido hasta que germina, puede que transcurran varios meses, pues ni tú mismo sabes si esa idea va a fructificar. Luego viene la etapa de ordenar el rompecabezas para que todo ocupe su lugar exacto evitando que haya fisuras, y ése es otro proceso imposible de medir con un calendario, pues a veces recurres a apuntes que llevaban guardados en un cajón mucho tiempo.

Lo que sí te puedo asegurar, es que desde que terminé la novela hasta que se publicó pasaron varios años de llamar a puertas de editoriales y de enviarla a concursos. Por cierto, hoy en día estoy totalmente en contra de los concursos. Creo que no se debe escribir para competir con nadie.
Respecto a la inspiración de la novela, todo surge por una amalgama de sensaciones que van bullendo dentro de ti, condimentadas por mil influencias: una experiencia vivida, un pasaje de otra novela, la escena de una película, la letra de una canción, un suceso real que ves en las noticias, el artículo de un periódico, un pasaje de la historia... Todo ello forma un cóctel que agitas a la par con tu imaginación hasta que surge algo coherente y con una estructura definida.

En tu novela Retazos de un Bastardo, defines la felicidad como "un dulce estado de ánimo pasajero". ¿Crees que sin desdicha no hay dicha?

Desde luego, todo tiene su lado opuesto. Para que haya luz y saber lo que significa, es necesario conocer la oscuridad. El caso es que las personas más baqueteadas suelen valorar mejor las cosas buenas de la vida. No se puede mantener de forma perenne un estado de dicha absoluta o de éxtasis… La vida es un camino de contrastes. Como dice Luis Eduardo  Aute, vivir es un ejercicio de gozo y dolor.

Reconozco que en esta pregunta tengo un interés personal, ya que hablamos de uno de mis cuadros favoritos... ¿Como se te ocurrió usar la imagen de “Saturno devorando a su hijo” en la portada de tu libro, sobre todo teniendo en cuenta que el protagonista es un pintor surrealista?

En un momento dado de la novela en el cual el pintor se haya atravesando un estado anímico tortuoso, decide plasmar en la pared de su buhardilla este cuadro de las Pinturas Negras de Goya. Saturno devorando a su hijo representa para él una alegoría freudiana de la humanidad devorando al hombre como individuo. Eso es lo que quiere expresar el pintor en su encierro tras sufrir una crisis existencial.
Lo que sí he comprobado con el paso del tiempo, es que la portada se ha convertido en una prueba de fuego para el lector de mi novela. Generalmente si te atrae la imagen, es que te va a gustar el contenido, y viceversa.

Recomienda tu novela a nuestros lectores...

Uf, recomendar mi propia novela es algo que me da bastante pudor... Puedo hablarte por boca de lectores que me han felicitado, diciendo cosas tan bonitas como que mi novela deja huella en el alma o que rebosa de sensibilidad e imaginación; que es una novela muy profunda y que te hace pensar sobre ti mismo; que en vez de páginas, las hojas parecen espejos que reflejan tus propios sentimientos.

En fin, qué más puedo deciros sobre Retazos de un Bastardo... Comentan por ahí que mi novela tiene afinidades con Kafka, Pessoa o Hermann Hesse. Al que le guste alguno de estos autores es probable que conecte con mi estilo; pero creo yo tengo mi propio sello, más cercano al tiempo que nos ha tocado vivir.

Una última pregunta... ¿Para cuándo tu próximo libro?

Me hallo inmerso en la redacción de once relatos que irán recopilados en un libro titulado Bajo la sombra del yinkgo biloba.

Estoy muy ilusionado con este proyecto y humildemente pienso que cada relato es un mundo en el que te sumerges de los pies a la cabeza. He puesto toda mi alma y mi corazón en ellos, así que espero no defraudar al lector…


Por nuestra parte, pediremos a los duendes y las hadas de la Sierra de Guadarrama que el deseo de Oscar se cumpla en breve y nosotros podamos verlo y contároslo desde aquí.


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 Oscar Nóbregas tomando apuntes a mano



Oscar Nóbregas (izda). Tertulia en un bar de Lavapiés










Oscar Nóbregas. Plaza de Santa Ana -  Estatua de Lorca



















FOTOS ARTÍSTICAS DE
OSCAR NÓBREGAS







Primer premio concurso Magnum:


La ira de Dios





Finalista concurso de fotografía Guadarrama:


























Títulos de las fotos por orden de aparición:

1. Prado en diciembre
2. Árbol desnudo
3. Río Guadarrama helado
4. Puente nevado
5. La torre en invierno





Paisajes que sugieren























































 
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Títulos de las fotos por orden de aparición:


1. Arco iris en Guadarrama
2. Vistas desde la abadía, Mont Saint-Michel
3. Sombras sobre la nieve al atardecer, Guadarrama
4. Ruinas de Recópolis al atardecer
5. Río Piedra abstracto
6. Reflejos sobre el agua, Río Piedra
7. Reflejos plateados, Salinas de Torrevieja
8. Reflejos impresionistas sobre el agua, Río Piedra
9. Reflejos en el río Dulce
10. Reflejos del sol, salinas de Torrevieja
11. Ramas sobre fondo rosado, Cala Macarela
12. Pueblo fantasma, ruinas de Belchite
13. Por encima de las nubes, sobre el Mediterráneo
14. Nenúfares sobre nubes en el río Lobos
15. Dibujos de luz sobre el agua, Menorca
16. Luna llena en el cementerio de Atienza
17. Isla Vedra bajo la bruma
18. Lago del amor, Brujas
19. Hojas de haya a contraluz
20. Gaviota volando sobre el mar, Cala Macarela
21. Cuadro abstracto de sal, salinas de Torrevieja
22. Castillo de Atienza en la noche estrellada
23. Cabo de Formentor al atardecer
24. Lluvia sobre el canal, Brujas
25. Arena tostada, Playa de Caballería
26. Arcos sobre la arena, Playa de las Catedrales
27. Arbusto sobre la nieve, Guadarrama
28. Arbusto sobre fondo marino
29. Árbol siniestro, Hayedo de Montejo
30. Árbol seco, Burgos
31. Abadía del Mont Saint-Michel


*COPYRIGHT FOTOS*
Oscar Nóbregas





 





COPYRIGHT  OSCAR NÓBREGAS




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EMAIL CONTACTO: oscarnobregas#yahoo.es












 






Citas literarias


“Leed libros alentadores de espíritu, que os inciten a ser cada día mejores”.
SWETT MARDEN




“Escribir es robar vida a la muerte.”
ALFREDO CONDE








“Un mal escritor puede llegar a ser un buen crítico, por la misma razón que un pésimo vino puede llegar a ser un buen vinagre.”
FRANCOIS MAURIAC









“El poder de la literatura es que es posible contar la vida.”
CHARLES BUKOVSKI





“Escribir: la única manera de conmover a otros sin ser incomodados por su rostro.”
JEAN ROSTAND








“Un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma.” 

CICERÓN 







“No es preciso tener muchos libros, sino tenerlos buenos.”
SÉNECA








“Un mismo texto admite infinito número de interpretaciones.”

FRIEDRICH NIETZSCHE 







“La lectura cura los dolores del alma.”
ANÓNIMO








“Un libro abierto es una mente que habla. Un libro cerrado es un amigo que espera.”

PROVERBIO HINDÚ 







“Un buen libro, es el mejor de los amigos.” 
RUBÉN DARÍO








“Leer mucho aviva el ingenio de los hombres.”

SCHILLER 







“Amar a la lectura es trocar horas de hastío por horas deliciosas."
JOHN F. KENNEDY








“Un libro es una voz viviente; una inteligencia que nos habla.” 
SAMUEL SMILES








“El destino de muchos hombres depende de haber tenido o no, biblioteca en su casa paterna.” 
EDMUNDO DE AMICIS








“Ningún hombre carece de amigos, mientras cuente con la compañía de buenos libros.”
SCHILLER









“Preferiría vivir pobre en un desván con muchos libros, que ser un rey a quien no le gustara leer.”
THOMAS MACAULAY





"La televisión es muy educativa: siempre que alguien la enciende, cojo un libro y me voy a mi cuarto a leer."
GROUCHO MARX



"Hay imágenes en los escondrijos de los libros, que viven más nítidamente que muchos hombres y mujeres."
FERNANDO PESSOA



 




Poesías y Canciones
OJALÁ

Ojalá que las hojas no te toquen
el cuerpo cuando caigan,
para que no las puedas convertir en cristal.
Ojalá que la lluvia deje de ser milagro
que baja por tu cuerpo,
ojalá que la luna pueda salir sin ti.
Ojalá que la tierra no te bese los pasos.

Ojalá se te acabé la mirada constante,
la palabra precisa, la sonrisa perfecta.
Ojalá pase algo que te borre de pronto:
una luz cegadora, un disparo de nieve,
ojalá por lo menos que me lleve la muerte,
para no verte tanto, para no verte siempre
en todos los segundos, en todas las visiones,
ojalá que no pueda tocarte ni en canciones.

Ojalá que la aurora no dé gritos
que caigan en mi espalda.
Ojalá que tu nombre se le olvide a esa voz.
Ojalá las paredes no retengan tu ruido
de camino cansado.
Ojalá que el deseo se vaya tras de ti,
a tu viejo gobierno de difuntos y flores.

Silvio Rodríguez


DE ALGUNA MANERA

De alguna manera tendré que olvidarte,
por mucho que quiera no es fácil, ya sabes,
me faltan las fuerzas, ha sido muy tarde
y nada más, y nada más, apenas nada más.


Las noches te acercan y enredas el aire,
mis labios se secan e intento besarte.
Qué fría es la cera de un beso de nadie
y nada más, y nada más, apenas nada más.


Las horas de piedra parecen cansarse
y el tiempo se peina con gesto de amante.
De alguna manera tendré que olvidarte
y nada más, y nada más, apenas nada más.


Luis Eduardo Aute







TE ALEJAS

Te alejas bajo la oscuridad del parque
 con paso firme, inalcanzable.
Se diluye tu figura rojiza por calles estrechas
hasta que te traga la noche.

Aturdido, te busco entre luces y semáforos...
Nado sobre el asfalto y acabo hundido en la desolación.
Tu silueta tan sólo es un punto en el horizonte,
un punto lejano en el abismo de la ciudad.

Te alejas.
Mi corazón cansado no puede seguirte
y se amohína ahogado en soledad.

Me siento desnudo.
Tus brazos y tu pelo ya no me arropan,
no puedo sentir el calor de tu cuerpo
en mitad del otoño sombrío.

Estoy solo.
No encuentro tus ojos azules ni tus besos,
las hadas de tus labios se desdibujan
en mi fría almohada.

Te alejas.
La llama del amor se apaga.




Oscar Nóbregas 














POEMA 20

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos."

El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.

La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche esta estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.

Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca. 
Mi corazón la busca,
y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear
los mismos árboles.

Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como ésta
la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.



Pablo Neruda




LIBRE TE QUIERO

Libre te quiero,
como arroyo que brinca
de peña en peña,
pero no mía.

Grande te quiero,
como monte preñado
de primavera, pero no mía.

Buena te quiero,
como pan que no sabe
su masa buena,
pero no mía.

Alta te quiero,
como chopo que al cielo
se despereza,
pero no mía.

Blanca te quiero,
como flor de azahares
sobre la tierra,
pero no mía.

Pero no mía
ni de Dios ni de nadie
ni tuya siquiera.



Agustín García Calvo



A UN OLMO SECO 

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.

El olmo centenario en la colina,
un musgo amarillento
le lame la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.

Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas, olmo,
quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.

Mi corazón espera también,
hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.



Antonio Machado

(Adapt. Juan Manuel Serrat)



PARA LA LIBERTAD


Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.

Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho
dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales,
y entro en los algodones
como en las azucenas.

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos
y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.

Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida. 



Miguel Hernández

(Adapt. Juan Manuel Serrat) 












PODEROSO CABALLERO ES DON DINERO

Madre, yo al oro me humillo;
él es mi amante y mi amado,
pues de puro enamorado,
de continuo anda amarillo;
que pues doblón o sencillo,
hace todo cuanto quiero,
poderoso caballero es don dinero.

Nace en las Indias honrado,
donde el mundo le acompaña,
viene a morir en España
y es en Génova enterrado;
y pues quien le trae al lado es hermoso,
aunque sea fiero,
poderoso caballero es don dinero.

Por importar en los tratos
y dar tan buenos consejos
en las casas de los viejos
gatos le guardan de gatos;
y, pues rompe él recatos
y ablanda al juez más severo,
poderoso caballero es don dinero.

Nunca vi damas ingratas
a su gusto y afición,
que a las caras de un doblón
hacen sus caras baratas;
y, pues hace las bravatas
desde su bolsa de cuero,
poderoso caballero es don dinero.



Francisco de Quevedo

(Adapt. Paco Ibáñez)





DESMAYARSE

Desmayarse, atreverse, estar furioso,

áspero, tierno, liberal, esquivo,

alentado, mortal, difunto, vivo,


leal, traidor, cobarde y animoso;


no hallar fuera del bien centro y reposo,


mostrarse alegre, triste, humilde,


altivo, enojado, valiente, fugitivo,


satisfecho, ofendido, receloso;


huir el rostro al claro desengaño,


beber veneno por licor suave,


olvidar el provecho, amar el daño;


creer que el cielo en un infierno cabe;


dar la vida y el alma a un desengaño,


esto es amor, quien lo probó lo sabe.




Lope de Vega





LA MALA REPUTACIÓN

En mi pueblo, sin pretensión,

tengo mala reputación,
haga lo que haga es igual
todo lo consideran mal.

Yo no pienso, pues, hacer ningún daño
queriendo vivir fuera del rebaño.
No, a la gente no le gusta
que uno tenga su propia fe.

Todos, todos me miran mal,
salvo los ciegos, es natural.

En la fiesta nacional
yo me quedo en la cama igual,
que la música militar
nunca me supo levantar,
en el mundo, pues,
no hay mayor pecado
que el de no seguir
al abanderado.

No, a la gente no le gusta
que uno tenga su propia fe.
Todos me muestran con el dedo,
salvo los mancos, quiero y no puedo.

Si en la calle corre un ladrón
y a la zaga va un ricachón
zancadilla pongo al señor
y aplastado el perseguidor.
Esto sí que sí, que será una lata
siempre tengo yo que meter la pata.

No, a la gente no le gusta
que uno tenga su propia fe.
No, a la gente no le gusta
que uno tenga su propia fe.

Todos tras de mí a correr,
salvo a los cojos, es de creer.


Georges Brassens

(Adapt. Paco Ibáñez)




PALABRAS PARA JULIA 

Tú no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un aullido interminable, interminable.
Te sentirás acorralada,
te sentirás perdida o sola
tal vez querrás no haber nacido, no haber nacido.

Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso:
La vida es bella, ya verás
como a pesar de los pesares
tendrás amigos, tendrás amor, tendrás amigos.

Un hombre solo, una mujer así tomados,
de uno en uno son como polvo,
no son nada, no son nada.

Otros esperan que resistas
que les ayude tu alegría
tu canción entre sus canciones.

Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso:

Nunca te entregues
ni te apartes junto al camino,
nunca digas no puedo más
y aquí me quedo, aquí me quedo.

La vida es bella, ya verás
como a pesar de los pesares
tendrás amigos, tendrás amor, tendrás amigos.

No sé decirte nada más
pero tú comprende
que yo aún estoy en el camino, en el camino.

Pero tú siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti
como ahora pienso.


José Agustín Goytisolo

(Adapt. Paco Ibáñez)





ME QUEDA LA PALABRA

Si he perdido la vida, el tiempo,

todo lo tiré como un anillo al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.

Si he sufrido la sed, el hambre,
todo lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.

Si abrí los ojos para ver el rostro puro
y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.

Blas de Otero












Palabras que marcan
Libros 

LA ODISEA, CANTO I
HOMERO 
 
Háblame oh, Musa, de las desdichas de aquel ingenioso y astuto varón, que anduvo tiempo errante por el mundo, tras haber destruido los sagrados muros de Ilion, que visitó muchas ciudades y conoció el modo de ser de numerosas personas; que, en el mar, supo de tantos padecimientos para lograr su propia salvación y el retorno de sus compañeros; mas no pudo salvarlos, a pesar de todos sus esfuerzos, ya que perecieron a causa de sus propios errores. ¡Insensatos! Comieron los rebaños del Sol, hijo de Hiperión, el cual no permitió que regresaran a sus lares. Cuéntanos, diosa, hija de Zeus, algunas de tales aventuras.

PRÓLOGO DEMIAN
HERMANN HESSE
Pocos saben hoy qué es el hombre. Muchos lo presienten y por ello mueren más tranquilos, como yo moriré cuando haya de escribir esta historia.
No puedo adjudicarme el título de sabio. He sido un hombre que busca y aún lo sigo haciendo; pero ya no busco en las estrellas y en los libros, sino que comienzo a escuchar las enseñanzas que me comunica mi sangre. 

Mi historia no es agradable, no es dulce y armoniosa como las historias inventadas. Tiene un sabor a disparate y a confusión, a locura y a sueño, como la vida de todos los hombres que ya no quieren seguir engañándose. 

La vida de todo hombre es un camino hacia sí mismo, el intento de un camino, el esbozo de un sendero. Ningún hombre ha llegado a ser él mismo por completo; sin embargo, cada cual aspira a llegar, los unos a ciegas, los otros con más luz, cada cual como puede. Todos llevan consigo, hasta el fin, los restos de su nacimiento, viscosidades y cáscaras de un mundo primario.



RAYUELA, CAPÍTULO 7
JULIO CORTÁZAR




Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja. 

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mi como una luna en el agua.



LOS ASESINATOS DE LA CALLE MORGUE
EDGAR ALLAN POE
Una rareza de mi amigo era que adoraba la noche por la noche misma, y me entregué a esta rareza suya, como a casi todas las otras que demostró. Con las primeras luces del alba, cerrábamos todas las persianas del antiguo edificio y encendíamos un par de velas que lanzaban débiles y mortecinos rayos. Con la ayuda de estas velas nos dedicábamos a soñar, leer, escribir o conversar, hasta que el reloj nos anunciaba la llegada de la verdadera Oscuridad. Entonces salíamos a la calle vagando por ahí hasta muy tarde.



 CRIMEN Y CASTIGO
FIODOR DOSTOYEVSKI


Por lo pequeña que era, recibió el golpe en la misma cima del cráneo. Exhaló un grito, pero muy débil. Raskolnikov le asestó un segundo golpe y enseguida un tercero, con el lado romo de la hoja y también en lo alto del cráneo. Saltó la sangre como de un vaso volcado y el cuerpo se desplomó de espaldas. Él retrocedió un paso cuando la vio caer y al momento se agachó para ver la cara. La vieja estaba muerta. Los ojos parecían saltársele de las órbitas y la frente y todo el rostro los tenía convulsamente contraídos. Puso el hacha en el suelo junto a la muerta y le registró uno de los bolsillos, procurando no mancharse de sangre.
Raskolnikov estaba en pleno dominio de sus facultades, pero aún le temblaban las manos.










MOMO
MICHAEL ENDE





Lo que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era escuchar. Muy pocas personas saben escuchar de verdad y la manera en que lo hacía ella era única. 
Momo sabía escuchar de tal forma que a la gente se le ocurrían de pronto ideas muy inteligentes. No porque dijera o preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente estaba allí y escuchaba con toda su atención y simpatía. Mientras tanto miraba con sus grandes ojos negros, y el otro en cuestión notaba de inmediato cómo se le ocurrían pensamientos que nunca hubiera creído que estaban en él.


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A Beppo le gustaban esas horas antes del amanecer, cuando la ciudad todavía dormía. Le gustaba su trabajo y lo hacía bien. Sabía que era un trabajo muy necesario. Cuando barría las calles, lo hacía despacio pero con constancia. Mientras se iba moviendo, con la calle sucia ante sí, se le ocurrían pensamientos. Eran pensamientos sin palabras; pensamientos tan difíciles de comunicar, como un olor o como un color que se ha soñado. Después del trabajo, se sentaba con Momo y charlaban:

—A veces tienes ante ti una calle larguísima —le decía—. Te parece tan terriblemente larga que crees que nunca podrás acabarla; y entonces te empiezas a dar prisa, cada vez más prisa. Cuando levantas la vista, ves que la calle no se hace más corta. Te esfuerzas más todavía y al final está sin aliento... Así no se debe hacer.
Reflexionó durante un rato, y después siguió hablando:
—Nunca se ha de pensar en toda la calle de una vez, ¿entiendes? Sólo hay que concentrarse en el paso siguiente, en la siguiente barrida; nunca nada más que en la siguiente. Entonces es divertido, y, eso es importante, porque así se hace bien la tarea.









MEMNÓN O LA SABIDURÍA HUMANA
VOLTAIRE





Memnón concibió un día la extravagante idea de ser completamente cuerdo; locura que pocos hombres han dejado de sufrir. Memnón discurría así:
—Para ser muy cuerdo, y, en consecuencia muy feliz, basta con no dejarse arrastrar de las pasiones, cosa fácil como nadie ignora. Lo primero, nunca he de amar a ninguna mujer. Cuando contemple a una mujer hermosa, me diré a mí mismo: "Llegará un día en que esa cara se llene de arrugas; esos bellos ojos perderán su brillo; ese busto firme y turgente se volverá fofo y caído; esa abundancia de pelo se trocará en calvicie." Me bastará figurarme entonces cómo será esa linda cabeza, para que no me haga perder la mía. 

Lo segundo, siempre seré sobrio, por más que me tiente la gula, los vinos exquisitos y el placer de las fiestas. Tendré muy en cuenta las consecuencias de los excesos de la mesa: el estómago estropeado, la cabeza pesada, la incapacidad para el trabajo. Comeré con sobriedad y, con el goce de la salud, mis ideas serán claras y felices. Luego no descuidaré mi hacienda. Soy hombre moderado; tengo un capital que me produce buena renta. Con ello puedo vivir sin depender de nadie, que es la mayor fortuna.

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—¡Ay! —replicó Memnón— ¿Y por qué no viniste anoche para evitar que hiciera tanto disparate?
—Tu suerte cambiará —dijo el genio protector—. Verdad es que ya en toda tu vida no dejarás de ser tuerto; pero aparte de eso, serás feliz a condición de que no cometas nunca la locura de pretender ser cuerdo del todo.
—¿Es que eso no es posible? —preguntó Memnón reprimiendo un sollozo.
—No —contestó el genio—. Como tampoco es posible ser del todo sano o feliz.








EL VIAJE DE NILS HOLGERSSON
SELMA LAGERLÖF




Tenía hambre. Como no había comido en toda la jornada, cayó en la cuenta de que era preciso hacerlo, pero, ¿dónde encontrar algo? En el mes de marzo ni la tierra ni los árboles ofrecen nada que comer... ¿Quién le daría albergue? ¿Quién le prepararía el lecho? ¿Quién le calentaría en su refugio? ¿Quién le protegería contra las bestias salvajes?
El sol se había extinguido en la lejanía. El lago esparcía un frío terrible. Las tinieblas caían del cielo sobre la tierra; la noche iban dejando al pasar sus huellas espantables y en el bosque se percibían ruidos y susurros que ponían espanto en el alma.

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Al día siguiente, prosiguiendo su viaje, los patos remontaron el valle azul. Era en aquella región el primer día hermoso de primavera. Hasta entonces la primavera había avanzado entre lluvias y tempestades. Debido a este esplendido tiempo repentino, la nostalgia del verano y de las verdes florestas se apodera de los hombres y les hace muy penoso el trabajo cotidiano. 

Cuando los patos silvestres pasaban altos, muy altos por encima de la tierra, no había ningún campesino que no interrumpiera su tarea para seguirlos con la visión puesta en la lejanía.

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Nadie debe vanagloriarse de ser más que el otro y sólo debéis alegraros de poder cruzar serenamente vuestra mirada y que al trataros haya en vuestro ánimo esa palidez que es el contento de la vida.


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Los patos silvestres pasaron sobre el Bohuslän, y cuando hubieron doblado las rocosidades de la costa aún les fue posible ver nuevamente el sol enorme y encendido, encima de las olas donde iba a abismarse. Al ver el mar libre e infinito y el sol de la tarde, purpúreo, de un resplandor tan suave que no podía fijar en él la mirada; Nils sintió que entraban en su alma una gran paz y una gran seguridad. Es una bella cosa ser libre y tener el espacio abierto ante sí.












EL SATIRICÓN 
PETRONIO

¿No es acaso un nuevo arrebato de las furias el que agita a los declamadores cuando gritan: "Estas heridas que veis las recibí por la libertad del pueblo y este ojo lo perdí por vosotros?

¿Por qué no me dais un guía que me conduzca a mis hijos? Mis rodillas truncadas no me aguantan el peso del cuerpo."

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¿Pueden hacer algo las leyes allí donde el único señor es el dinero?

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Era tal el encanto de su voz, tan dulce el sonido que acariciaba el aire, que me parecía estar oyendo un coro de sirenas entre las brisas.








LA METAMORFOSIS
FRANZ KAFKA








Al despertar Gregorio Samsa una mañana tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto.Se hallaba echado sobre el duro caparazón de su espalda y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuyas prominencias apenas sí podía aguantar la colcha, que estaba a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.

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A Gregorio no se le había ocurrido en absoluto querer asustar a nadie, ni mucho menos a su hermana. Lo único que había hecho era empezar a dar la vuelta para volver a su habitación, y esto, fue, sin duda, lo que sobrecogió a los demás, pues, a causa de su estado doliente, tenía, para realizar aquel difícil movimiento, que ayudarse con la cabeza, levantándola y volviendo a apoyarla sobre el suelo varias veces. 
Se detuvo y miró en torno suyo. Parecía haber sido adivinada su buena intención: aquello sólo había sido un susto momentáneo. Ahora todos le contemplaban tristes y pensativos.








MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL
FRIEDRICH NIETZSCHE






El hombre de élite se busca instintivamente su torre de marfil; un reducto en el que se vea libre de la masa, del vulgo, de la muchedumbre, donde pueda olvidar "el hombre", la regla a la cual constituye la excepción.

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La independencia es cosa de una reducida minoría; es el privilegio de los fuertes. El independiente se aísla y se deja desgarrar jirón a jirón por algún minotauro oculto en las cavernas de su conciencia.








EL EXTRANJERO
ALBERT CAMUS
El capellán me miró con cierta tristeza. Su presencia me pesaba y me molestaba. Iba a decirle que se marchara, cuando gritó volviéndose hacia mi: "¡No, no puedo creerle! ¡Estoy seguro de que ha deseado usted otra vida!" Le contesté que naturalmente era así, aunque no tenía la mayor importancia. Quería seguir hablándome de Dios, pero me adelanté y traté de explicarle por última vez que me quedaba poco tiempo antes de la ejecución. No quería perderlo con Dios. Me preguntó por qué le llamaba señor y no padre. Esto me irritó y le contesté que no era mi padre.
— Tiene el corazón ciego, rogaré por usted —dijo el cura. Entonces algo se rompió dentro de mí. Le insulté y le dije que no rogara y que más le valía desaparecer. Le tomé por el cuello de la sotana; vaciaba sobre él todo el fondo de mi corazón con impulsos donde se mezclaban el gozo y la cólera. El sacerdote parecía estar muy seguro de sus convicciones. Sin embargo, ninguna de sus certezas valía lo que un solo cabello de mujer.







EL SOBRINO DE RAMEAU
DENIS DIDEROT


Haga buen o mal tiempo, tengo la costumbre de pasear, hacia las cinco de la tarde, por el Palais Royal. 
Yo soy aquel que medita, siempre solo, en el banco de Argenson. Converso conmigo mismo de política, de amor, de arte o de filosofía. Abandono mi espíritu a un libertinaje completo. Le permito que siga la primera idea que se presente, sea sabia o necia...


Mis ideas: ésas son mis amantes.








PENAS DEL JOVEN WERTHER
GOETHE

No, no me engaño; leo en sus ojos negros el verdadero interés que le inspiran mi persona y mi suerte. Sé que me ama. 
No conozco hombre alguno capaz de robarme el corazón de Carlota y, a pesar de ello, cuando habla de su futuro esposo con todo el calor, con todo el amor posible, me hallo como el desgraciado al que despojan de todos sus títulos y honores, y le obligan a entregar su espada.
¡Qué sensación tan grata inunda todas mis venas, cuando por casualidad mis dedos tocan los suyos, o nuestros pies se tropiezan debajo de la mesa! Los aparto como de un fuego, y una fuerza secreta me acerca de nuevo a pesar mío... El vértigo se apodera de todos mis sentidos, y su inocencia, su alma cándida, no le permiten siquiera imaginar cuánto me hacen sufrir esas insignificantes familiaridades. Si pone su mano sobre la mía cuando hablamos, y si en el calor de la conversación se aproxima tanto a mí que su aliento se confunde con el mío, creo morir como herido por el rayo.








SIDDARTHA
HERMANN HESSE

A la sombra de la casa y bajo el sol, a la orilla del río y junto a las barcas, a la sombra del bosque de sauces y el huerto de higueras creció Siddhartha, el hermoso hijo del brahmán.


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Siddhartha se inclinó, levantó una piedra del suelo y la sopesó en su mano.
—Esto —dijo jugueteando— es una piedra, y dentro de un tiempo determinado quizá sea tierra, y esa tierra se convierta en planta animal o ser humano. Sí, puedo amar una piedra, Govinda; así como a un árbol y hasta a un pedazo de corteza.

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Siddhartha vio negociar a muchos mercaderes, vio príncipes que iban de cacería, gente enlutada que lloraba a sus muertos, prostitutas que se ofrecían, médicos que curaban, sacerdotes que fijaban el día de la siembra, amantes que se amaban... Todo mentía, todo era hediondo, todo rezumaba engaño y simulaba tener sentido.

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Silencioso, Siddhartha solía permanecer bajo el calor vertical del sol, ardiendo de sed y de dolor, hasta que ya no sentía dolor ni sed.
Reflexionaba hondamente como sumergiéndose en aguas muy profundas hasta tocar fondo, en el lugar donde reposan las causas últimas. Desentrañar esas causas era, según él, la verdadera forma de pensar. Sólo así las sensaciones se convierten en conocimientos y, en vez de diluirse, adquieren contenido y empiezan a irradiar lo que hay en ellas.

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Al tomar conciencia de su soledad, sintió que algo semejante a un pájaro o una liebre se le helaba en el pecho.
Y en ese mismo instante en que el mundo que lo rodeaba pareció desvanecerse y él se quedó solo como una estrella en el firmamento, en aquel momento de frialdad y desánimo se irguió un Siddhartha más sólido y fuerte, más posesionado que nunca de su propio Yo.



LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN
CARLOS CASTANEDA


Don Juan usó por separado y en distintas ocasiones, tres plantas alucinógenas: peyote, toloache y un hongo mexicano. Desde antes de su contacto con europeos, los indios americanos conocían las propiedades alucinógenas de estas tres plantas. A causa de sus propiedades, han sido muy usadas por placer, para curar, en la brujería y para alcanzar un estado de éxtasis. La importancia de las plantas consistía para don Juan, en su capacidad de producir etapas de percepción peculiar en el ser humano. Los llamaba estados de realidad no ordinaria, en el sentido de realidad inusitada contrapuesta a la realidad ordinaria de la vida cotidiana.


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En nuestras conversaciones don Juan usaba a menudo la palabra hombre de conocimiento.
—Un hombre de conocimiento es alguien que ha seguido de verdad las penurias de aprender —decía.
—¿Puede cualquiera ser un hombre de conocimiento?—No, no cualquiera. Uno se hace un hombre de conocimiento por un instante muy corto.
—¿Qué tengo que hacer para llegar a ese punto, don Juan?
—Tienes que ser un hombre fuerte, y tu vida tiene que ser verdadera.
—¿Qué es una vida verdadera?
—Una vida que se vive con la certeza nítida de estar viviéndola.









SOBRE EL AMOR Y LA SOLEDAD
KRISHNAMURTI


Nadie puede vivir sin relación. Uno podrá retirarse a las montañas, convertirse en monje, marcharse completamente solo al desierto; pero está relacionado. No puede escapar de ese hecho en absoluto. No puede existir en aislamiento.

Su mente podrá pensar que existe en el aislamiento pero, aun en ese aislamiento, uno está relacionado. La vida es relación. No podemos sobrevivir si hemos construido un muro alrededor de nosotros.

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La comparación nos impide mirar plenamente. Yo te miro a ti, que eres una persona agradable, pero digo: "conozco a una persona mucho mejor" o "conozco a una persona más estúpida."


Cuando hago esto no te estoy mirando a ti. Para mirarte de verdad no debo compararte con otra persona.

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Digamos que poseo a alguien como esposa o como marido. ¿Comprenden lo que significa poseer? Uno posee su abrigo. Si alguien nos lo sustrajera, nos sentiríamos enojados, porque considera su abrigo como de su propiedad. Posee eso y se siente enriquecido gracias a la posesión.


La posesión crea una barrera respecto al amor. Si yo me siento dueño de alguien, si lo poseo, ¿es eso amor? Poseo a una persona como poseo un automóvil, porque en la posesión me siento rico. Este adueñarse de alguien, este depender, es lo que llamamos amor. Pero si lo examinan verán que, tras de ello, la mente se siente satisfecha en el hecho de la posesión.

Cuando poseo a una persona, cuando considero a esa persona como "mía", ¿hay amor? Obviamente no. Tan pronto mi mente crea un cerco alrededor de esa persona no hay amor. Cuando hay abnegación, olvido de nosotros mismos, entonces es posible el amor.








EL MUNDO DE SOFÍA
JOSTEIN GAARDER
Sofía Amundsen volvía a casa después del instituto. La primera parte del camino la había hecho en compañía de Jorunn. Habían hablado de robots. Jorunn opinaba que el cerebro humano era como un sofisticado ordenador. Sofía no estaba de acuerdo. Un ser humano tenía que ser algo más que una máquina.

Se habían despedido junto al hipermercado. Sofía vivía al final de una urbanización y su camino al instituto era casi el doble que el de Jorunn. Era como si su casa se encontrara en el fin del mundo, pues más allá de su jardín no existía ninguna casa más. 

Allí comenzaba el espeso bosque. 

Sofía miró el buzón al abrir la verja de su jardín. Solía haber un montón de cartas de propaganda, además de unos sobres grandes para su madre. Tenía la costumbre de dejarlo todo en un montón sobre la mesa de la cocina, antes de subir a su habitación para hacer los deberes. Esa tarde sólo había una pequeña carta en el buzón, y era para Sofía. "Sofía Amundsen", ponía en el pequeño sobre. "Camino del trébol nº 3". Eso era todo; no ponía quién la enviaba. Ni siquiera tenía sello.

En cuanto hubo cerrado la puerta de la verja, Sofía abrió el sobre. Lo único que encontró fue una notita, tan pequeña como el sobre que la contenía. En la notita ponía: ¿Quién eres?

No ponía nada más. No traía saludos ni remitente; sólo esas dos palabras escritas a mano con dos grandes interrogaciones. Volvió a mirar el sobre. Sí la carta era 
para ella. ¿Pero quién la había dejado en el buzón?


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Sofía dio por sentado que la persona que había escrito las cartas anónimas volvería a 
ponerse en contacto con ella. Mientras tanto, optó por no decir nada a nadie sobre este asunto.

En el instituto le resultaba difícil concentrarse en lo que decía el profesor; le parecía que sólo hablaba de cosas sin importancia. ¿Por qué no hablaba de lo que es el ser humano, o de lo que es el mundo y de cuál fue su origen? Tuvo una sensación que jamás había tenido antes: en el instituto y en todas partes la gente se interesaba sólo por cosas superficiales. Para ella había unas cuestiones mucho más grandes, cuyo estudio era mucho más importante que las asignaturas corrientes del colegio.

¿Conocía alguien las respuestas a preguntas de ese tipo? A Sofía, al menos, le parecía más interesante pensar en
ellas, que estudiarse de memoria los verbos irregulares.


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Uno de los viejos filósofos griegos que vivió hace más de
 dos mil años, pensaba que la filosofía surgió debido al asombro de los seres humanos. Al ser humano le parece tan extraño existir, que las preguntas filosóficas surgen por sí mismas. 

Es como cuando contemplamos juegos de magia: no entendemos cómo puede haber ocurrido lo que hemos visto. Y entonces nos preguntamos justamente eso: ¿cómo ha podido convertir el prestidigitador un pañuelo blanco en un conejo vivo? A muchas personas el mundo les parece tan inconcebible como cuando el prestidigitador saca un conejo de ese sombrero de copa que hace un momento estaba completamente vacío. En cuanto al conejo, entendemos que el prestidigitador tiene que habernos engañado. Lo que nos gustaría desvelar es cómo ha conseguido engañarnos. Tratándose del mundo, todo es un poco diferente. Sabemos que el mundo no es trampa ni engaño, pues nosotros mismos andamos por la Tierra formando parte de él. En realidad, somos el conejo blanco que se saca del sombrero de copa. La diferencia entre nosotros y el conejo blanco, es simplemente que el conejo no tiene sensación de participar en un juego de magia. Nosotros somos distintos. Pensamos que participamos en algo misterioso y nos gustaría desvelar ese misterio.

En cuanto al conejo blanco, quizás convenga compararlo con el universo entero. Los que vivimos aquí somos unos bichos minúsculos que estamos muy dentro de la piel del conejo. Pero los filósofos intentan subirse por encima de uno de esos finos pelillos para mirar a los ojos del prestidigitador. 

Lo único que necesitamos para ser buenos filósofos es tener la capacidad de asombro.







EL MONO DESNUDO
DESMOND MORRIS













En una jaula de cierto parque zoológico hay un rótulo en el que dice: "Este animal es nuevo para la ciencia". Dentro de la jaula se encuentra una pequeña ardilla. Tiene los pies negros y procede de África. Ninguna ardilla había sido hallada anteriormente en aquel continente. ¿Qué hay en su modo de vida que ha hecho de ella un ejemplar único? ¿En qué se diferencia de las otras 366 especies de ardillas ya conocidas y estudiadas? En algún punto de la evolución de la familia de las ardillas, los antepasados de este animal debieron de separarse del resto y establecerse como raza independiente.
Hay 193 especies de simios y monos. 192 de ellas están cubiertas de pelo. La excepción la constituye un mono desnudo que se ha puesto a sí mismo el nombre de Homo Sapiens. Esta rara y floreciente especie pasa una gran parte de su tiempo estudiando sus más altas motivaciones, y una cantidad de tiempo igual ignorandconcienzudamente las fundamentales.

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El mono de los bosques, convertido sucesivamente en 
mono a ras de tierra, en mono cazador y en mono sedentario, se ha transformado en mono cultural. El progreso le condujo en sólo medio millón de años, desde el encendido de una fogata hasta la construcción de naves espaciales.

Es un historia emocionante, pero el mono desnudo corre el peligro de quedar deslumbrado por ella y olvidar que, debajo de su pulida superficie, sigue teniendo mucho de primate... Incluso el mono espacial tiene que orinar.






INTRODUCCIÓN AL PSICOANÁLISIS
SIGMUND FREUD
















Hemos investigado, en primer lugar, las condiciones en las cuales se produce la equivocación oral. Sin duda, el lapsus presenta un sentido propio. La equivocación oral está considerada como un acto psíquico completo, con su fin propio, y como una manifestación de contenido y significación peculiares. 
Cualquiera de nosotros que tenga ya tras de sí una experiencia larga de la vida, puede decir que sin duda se hubiera ahorrado muchas desilusiones y dolorosas sorpresas, si hubiera tenido el valor y la decisión de interpretar los pequeños actos fallidos que se producen en las relaciones entre los hombres, como signos premonitorios de intenciones que no le son reveladas. 
Pero la mayoría de las veces no nos atrevemos a llevar a cabo tal interpretación, pues tememos caer en la superstición pasando por encima de la ciencia.






EL LIBRO DEL DESASOSIEGO
FERNANDO PESSOA








He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios. Pertenezco a esa especie de hombres que están siempre al margen de lo que pertenecen. He considerado que Dios, siendo improbable, podría existir, pudiendo pues, ser adorado; pero que la humanidad, siendo una mera idea biológica, y no significando otra cosa que la especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie animal. 
No sabiendo lo que es la vida religiosa porque no se tiene fe con la razón, nos queda como motivo de tener alma, la contemplación estética de la vida.


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Hay momentos en que todo cansa, hasta lo que nos descansaría. Lo que nos cansa porque nos cansa; lo que nos descansaría, porque la idea de obtenerlo nos cansa. Hay abatimientos del alma por debajo de toda la angustia y de todo el dolor.
Vivir me parece un error metafísico de la materia, un descuido imperdonable de la inacción.


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Le he pedido tan poco a la vida, y ese mismo poco la vida me lo ha negado. Un haz de parte del sol, un poco de sosiego con un pizca de pan, no pesarme mucho el conocer que existo y no exigir nada de los demás, ni exigir ellos nada de mí.
Escribo, triste, en mi cuarto tranquilo; solo como siempre he estado, solo como siempre estaré.


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Ya lo he visto todo, hasta lo que nunca he visto, y lo que nunca veré. Y asomado al antepecho, sobre el volumen variado de la ciudad entera, sólo un pensamiento me llena el alma: el deseo íntimo de morir, de acabar, de no ver más luz sobre ninguna ciudad, de no pensar, de no sentir, de dejar atrás como un papel de envolver, el curso del sol y de los días; de quitarme, como un traje pesado al borde del lecho, el esfuerzo involuntario de ser.






SAN MANUEL BUENO, MÁRTIR
MIGUEL DE UNAMUNO


"Venceréis, pero no convenceréis"











Yo empecé entonces a temer por mi pobre hermano. Desde que se nos murió don Manuel no cabía decir que viviese. Visitaba a diario su tumba y se pasaba las horas muertas contemplando el lago. Sentía morriña de la paz verdadera.
— No mires tanto el lago —le decía yo.
— No hermana, no temas. Es otro el lago que me llama; es otra la montaña. No puedo vivir sin él.
—¿Y el contento de vivir, Lázaro, el contento de vivir?
— Eso para otros pecadores, no para nosotros que le hemos visto la cara a Dios.
— ¿Qué, te preparas para ir a ver a don Manuel?
— No, hermana, no. Ahora aquí en casa, entre nosotros solos, toda la verdad, por amarga que sea, amarga como el mar a que van a parar las aguas de este dulce lago, toda la verdad para ti, que estás abroquelada contra ella...
— ¡No, Lázaro, ésa no es la verdad!
— La mía, sí.
— La tuya; pero y la de...
—También la de él.
—¡Ahora no, Lázaro, ahora no! Ahora cree otra vez, ahora cree...
— Mira, Ángela: una de las veces en que al decirme don Manuel que hay cosas que aunque se las diga uno a sí mismo debe callárselas a los demás, le repliqué que me decía eso por decírselas a él, esas mismas, así mismo, acabó confesándome que creía que más de uno de los más grandes santos, acaso el mayor, había muerto sin creer en la otra vida.
—¿Es posible?
—¡Y tan posible! Y ahora hermana, cuida que no sospechen siquiera aquí, en el pueblo, nuestro secreto...
—¿Sospecharlo? —le dije—. Si intentase, por locura, explicárselo, no lo entenderían.

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Quedé más que desolada, pero en mi pueblo y con mi pueblo. Y ahora, al haber perdido a mi san Manuel, al padre de mi alma, y a mi Lázaro, mi hermano aún más que carnal, espiritual, ahora me doy cuenta de que he envejecido. Pero ¿es que los he perdido?, ¿es que he envejecido?¡Hay que vivir! ¡Y él me enseñó a vivir, él nos enseñó a vivir, a sentir la vida, a sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del lago, en el alma de la aldea; a perdernos en ellas para quedar en ellas. Él me enseñó con su vida a perderme en la vida del pueblo de mi aldea, y no sentía yo más pasar las horas, y los días y los años, que no sentía pasar el agua del lago. Me parecía como si mi vida hubiese de ser siempre igual. No me sentía envejecer. No vivía yo ya en mí, sino que vivía en mi pueblo y mi pueblo vivía en mí.







LA COLMENA
CAMILO JOSÉ CELA











Doña Rosa va y viene por entre las mesas del café, tropezando a los clientes con su tremendo trasero. Doña Rosa dice con frecuencia leñe y nos ha merengao. Para doña Rosa el mundo es su café, y alrededor de su café, todo lo demás. Hay quien dice que a doña Rosa le brillan los ojillos cuando viene la primavera y las muchachas empiezan a andar de manga corta. Yo creo que todo eso son habladurías: doña Rosa no hubiera soltado jamás un duro por nada de este mundo; ni con primavera ni sin ella. A doña Rosa lo que le gusta es arrastrar sus arrobas sin más ni más, por entre las mesas.









DON QUIJOTE DE LA MANCHA
MIGUEL DE CERVANTES









Media noche era por filo, poco más o menos, cuando don Quijote y Sancho dejaron el monte y entraron en el Toboso. Estaba el pueblo en un sosegado silencio, porque todos sus vecinos dormían a pierna tendida, como suele decirse. Era la noche entreclara, puesto que quisiera Sancho que fuera del todo oscura, por hallar en su oscuridad disculpa de su sandez. No se oía en todo el lugar sino ladridos de perros, que atronaban los oídos de don Quijote y turbaban el corazón de Sancho. De cuando en cuando rebuznaba un jumento, gruñían puercos, maullaban gatos, cuyas voces, de diferente sonidos, se aumentaban con el silencio de la noche, todo lo cual tuvo el enamorado caballero a mal agüero; pero, con todo eso, dijo a Sancho:
—Sancho hijo, guía al palacio de Dulcinea; quizá podrá ser que la hallemos despierta.
—¿A qué palacio tengo que guiar, cuerpo de sol, que en el que yo vi a su grandeza no era sino casa muy pequeña?
—Debía de estar retirada entonces —respondió don Quijote— en algún apartamiento de su alcázar, solazándose a solas con sus doncellas, como es uso y costumbre de las altas señoras y princesas.
—Señor —dijo Sancho—, ya que vuesa merced quiere, a pesar mío, que sea alcázar la casa de Dulcinea, ¿es hora ésta, por ventura, de hallar la puerta abierta? Y ¿será bien que demos aldabazos para que nos oigan y nos abran, metiendo en alboroto y rumos toda la gente? ¿Vamos por dicha a llamar a la casa de nuestras mancebas, como hacen los abarraganados, que llegan, y llaman, y entran a cualquier hora, por tarde que sea?
—Hallemos primero el alcázar —replicó don Quijote—; que entonces yo te diré lo que será bien que hagamos. Y advierte, Sancho, que yo veo poco, o que aquel bulto grande que desde aquí se descubre, debe ser el palacio de Dulcinea.
—Quizá sea así —respondió Sancho—, aunque yo lo veré con los ojos y lo tocaré con las manos, y así lo creeré yo como creer que ahora es de día... 
Guió don Quijote, y habiendo andado como doscientos pasos, dio con el bulto y vio una gran torre, y luego conoció que el tal edificio no era alcázar, sino la iglesia del pueblo. Y dijo:
—Con la iglesia hemos topado, Sancho.
—Ya lo veo —respondió el escudero—. Y plega a Dios que no demos con nuestra sepultura; que no es buena señal andar por los cementerios a tales horas.


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Así como don Quijote se emboscó en la floresta junto al Toboso, mandó a Sancho volver a la ciudad, y que no volviese a su presencia sin haber primero hablado de su parte a su señora, pidiéndola fuese servida de dejarse ver por su cautivo caballero, y se dignase a echarle su bendición, para que pudiese esperar por ella felicísimos sucesos de todos sus acometimientos y dificultosas empresas. 
Encargóse Sancho de hacerlo así como se le mandaba.
—Anda hijo —le animó don Quijote—, y no te turbes cuando te vieres ante la luz del sol de hermosura que vas a buscar. ¡Dichoso tú sobre todos los escuderos del mundo! Ten memoria, y no se te pase della cómo te recibe: si muda las colores el tiempo que la estuvieres dando mi embajada; si se desasosiega y turba oyendo mi nombre; si no cabe de contenta en la almohada... Si está en pie, mírala si se pone ahora sobre el uno, ahora sobre el otro pie; si te repite la respuesta que te diere dos o tres veces; si la muda de blanda en áspera, de aceda en amorosa; si levanta la mano al cabello para componerle, aunque no esté desordenado. Finalmente, hijo, mira todas sus acciones y movimientos; porque si tú me los relatares como ellos fueron, sacará yo lo que ella tiene escondido en lo secreto de su corazón acerca de lo que al fecho de mis amores toca; que has de saber, Sancho, si no lo sabes, que entre los amantes, las acciones y movimientos exteriores que muestran, cuando de sus amores se trata, son certísimos correos que traen las nuevas de lo que allá en el interior del alma pasa.








HAMLET
SHAKESPEARE

















¡Ser, o no ser, ésa es la cuestión!
¿Qué debe más dignamente optar el alma noble: sufrir de la fortuna impía el porfiador rigor, o rebelarse contra un mar de desdichas y afrontándolo desaparecer con ellas? Morir, dormir, no despertar más nunca, poder decir todo acabó; en un sueño sepultar para siempre los dolores del corazón, los mil quebrantos que heredó nuestra carne.
¡Quién no ansiara concluir así!
Morir... quedar dormidos.... Dormir... ¡tal vez soñar!
¡Ay! Allí hay algo que nos detiene... Cuando del mundo no percibamos ni un rumor, ¡qué sueños vendrán en ese sueño de la muerte! Eso es, eso es lo que hace el infortunio planta de larga vida.
¿Quién querría sufrir del tiempo el implacable azote, del fuerte la injusticia, del soberbio el áspero desdén, las amarguras del amor despreciado, las demoras de la ley, del empleado la insolencia, la hostilidad que los mezquinos juran al mérito pacífico, pudiendo de tanto mal librarse él mismo, alzando una punta de acero? ¿Quién querría seguir cargando en la cansada vida su fardo abrumador?...
Pero hay espanto ¡allá del otro lado de la tumba! La muerte, aquel país que todavía está por descubrirse, país de cuya lóbrega frontera ningún viajero regresó, perturba la voluntad, y a todos nos decide a soportar los males que sabemos más bien que ir a buscar lo que ignoramos.
Así, ¡oh conciencia!, de nosotros todos haces unos cobardes, y la ardiente resolución original decae al pálido mirar del pensamiento. Así también enérgicas empresas, de trascendencia inmensa, a esa mirada torcieron rumbo, y sin acción murieron.









LA DIVINA COMEDIA
DANTE ALIGHIERI












Hallábame a la mitad de la carrera de nuestra vida, cuando me vi en medio de una oscura selva, fuera de todo camino recto. 
¡Ah! ¡Cuán penoso es referir lo horrible e intransitable de aquella cerrada selva, y recordar el pavor que puso en mi pensamiento! No es de seguro mucho más penoso el recuerdo de la muerte. Más para hablar del consuelo que allí encontré, diré las demás cosas que me acaecieron. No sé fijamente cómo entre en aquel sitio: tan trastornado me tenía el sueño cuando abandoné la senda que me guiaba. Mas viéndome después al pie de una colina en el punto donde terminaba el valle que tanta angustia había infundido en mi corazón, miré a lo alto y vi su cima dorada. 
Y como aquel que saliendo anhelante fuera del piélago al llegar a la playa, se vuelve hacia las olas peligrosas y las contempla, así mi espíritu, azorado aún, retrocedió para ver aquel lugar de donde no salió jamás alma viviente.

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Ahuyentó el profundo sueño que embargaba mi mente, un fuerte trueno, con lo que desperté sobresaltado como hombre que vuelve por fuerza en sí; y levantándome, moviendo tranquilamente la vista en torno, miré con atención para reconocer el sitio en que me hallaba. No pude dudar que estaba a la orilla del doloroso valle del abismo, donde resuena el rumor de lamentos sempiternos. Tan lóbrego, profundo y sempiterno era, que por más que intenté penetrar en el fondo con la vista, no conseguí distinguir objeto alguno.
—Descendamos ahora allá abajo, al mundo de las tinieblas —empezó a decirme Virgilio, cuyo semblante estaba desencajado— yo iré delante: tú seguirás mis pasos.
Pero advirtiendo su palidez, le dije:
—Y ¿cómo he de ir, cuando tú mismo, que sueles infundirme aliento, está atemorizado?
—La angustia —me respondió— de los que yacen en ese abismo, es la que pinta en mi rostro una compasión que tú has atribuido a temor. Sigamos marchando, que el camino es largo, y hemos de darnos prisa. Y se introdujo, y me hizo entrar en el primer círculo que rodeaba la infernal mansión... Allí, según lo que podía yo percibir, no eran lamentos los que se oían, sino suspiros que conmovían aquellas eternas bóvedas, y que exhalaban en su pena, no en su tormento, una multitud de mujeres y varones.







MOBY DICK
HERMAN MELVILLE













Llamadme Ismael, si no os importa. Hace ya varios años, no sabría exactamente cuántos, en ocasión de hallarme con el bolsillo vacío y sin nada en tierra que consiguiera interesarme, tuve la ocurrencia de hacerme a la mar. Se me antojó como el mejor modo de combatir mi aburrimiento y de purificar en cierto modo mi alma. Ocurre en mí, que, de vez en cuando, me veo atacado por extraños ramalazos de melancolía. En tales casos, nada más bueno y saludable, a mi manera de ver, que tomar una resolución de tipo heroico. En lo que a mí se refiere, mi atracción por el agua salada viene de lejos, de siempre, es decir, por instinto; y por esa endiablada sed de aventuras que me ha impedido siempre arraigar en alguna parte. ¡Y cómo disfruto cuando me veo en lo alto de las jarcias, contemplando el rebullir de las olas bajo mis pies, o viendo perderse a lo lejos las masas de cemento de las ciudades agitadas! 
A pesar de todo no dejo de pensar por qué, después de haber oxigenado mis pulmones durante tantos años a través de todos los mares, se me coló en la cabeza la idea de hacerme de nuevo a la mar, tras la inquietante y peligrosa espuma de una gran ballena.









LA ISLA DEL TESORO
R.L. STEVENSON














Soy Jim, y el magistrado Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros amigos míos, me han encargado que describa minuciosamente todo cuanto sucedió en la Isla del Tesoro, desde el principio hasta el fin, sin dejar en el tintero otra cosa que la situación geográfica de la isla, y esto porque todavía quedan riquezas que forman parte del botín rescatado. 
Comienzo pues, mi relato, remontándome a aquellos tiempos, ya lejanos, en que mi padre era dueño de la hostería de El Almirante Benbow, y un viejo lobo de mar, de rostro moreno y curtido por la intemperie, cruzado por la siniestra cicatriz que en él dejara un terrible sablazo, entró como huésped de nuestra casa. Como si fuese ayer, recuerdo perfectamente la llegada de aquel hombre, que se presentó en la hostería renqueando y seguido de una carretilla en la que transportaba un pesado cofre marinero. La embreada coleta caíale sobre la espalda, rozando su vieja casaca azul llena de manchas. Todavía me parece que le estoy viendo escudriñar la ensenada cercana silbando entre dientes. Y de pronto, mientras se acercaba a la posada, entonar aquella extraña y antigua canción marinera que más tarde le oiría tararear muchas veces:

Quince hombres van en El Cofre del Muerto.
¡Ja, ja, ja!
¡Y un gran frasco de ron!


Al llegar a la hostería, golpeó con fuerza la puerta valiéndose de un bastón largo y delgado como un espeche artillero; y cuando acudió mi padre le pidió, con tono destemplado, que le sirviera un vaso de ron.









VIAJE AL CENTRO DE LA TIERRA
JULIO VERNE














Durante algunos días, pendientes espantosamente verticales nos llevaron a gran profundidad, a través de las paredes de granito. Algunas jornadas ganábamos legua y media y hasta dos leguas hacia el centro. Había descensos peligrosos, siéndonos de gran utilidad la destreza de Hans y su sangre fría. El impasible islandés se sacrificaba con indiferencia, y gracias a él salvamos más de un mal paso, del cual no hubiéramos sabido salir nosotros solos. Su mutismo aumentaba cada día, y aun creo que nos lo inoculaba. Los objetos exteriores ejercen una acción real sobre el cerebro. Quien se encierra tras cuatro paredes, acaba por perder la facultad de asociar las ideas y las palabras. ¡Cuántos prisioneros se han vuelto locos por falta del ejercicio de las facultades mentales!


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Durante las dos semanas que sucedieron a nuestra última conversación, no se produjo ningún incidente digno de ser relatado. No encuentro en mi memoria más que un solo acontecimiento de gravedad suma, del que me sería difícil olvidar hasta lo más insignificante:
El 7 de agosto, nuestros sucesivos descensos nos habían llevado a 30 leguas de profundidad; es decir, que teníamos sobre nuestras cabezas 30 leguas de rocas, de océano, de continentes y de ciudades. Debíamos estar entonces a 300 leguas de Islandia. Aquella jornada el túnel seguía un plano poco inclinado. Yo iba delante, llevando uno de los aparatos de Ruhmkorff, y con él examinaba las capas de granito. De repente, volviéndome, advertí que estaba solo... Retrocedí, anduve por espacio de un cuarto de hora. Miré y no vi a nadie; llamé y no tuve respuesta... Mi voz se perdió entre los cavernosos ecos... Empecé a inquietarme. Un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo.













ASÍ HABLÓ ZARATUSTRA
FRIEDRICH NIETZSCHE







Si yo quisiera sacudir este árbol con mis manos, no podría. Pero el viento, que nosotros no vemos, lo maltrata y lo dobla hacia donde quiere. 
Manos invisibles son las que peor nos doblan y maltratan.

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¡Ved pues, a esos superfluos! Enfermos están siempre, vomitan su bilis y lo llaman periódico. Se devoran unos a otros y ni siquiera pueden digerirse. 
¡Ved pues, a esos superfluos! Adquieren riquezas, y con ello se vuelven más pobres. Quieren poder y, en primer lugar, mucho dinero.
¡Vedlos trepar, esos ágiles monos! Trepan unos por encima de otros, y así se arrastran al fango y a la profundidad. 
Todos quieren llegar al trono: su demencia consiste en creer que la felicidad se asienta en él. Con frecuencia es el fango el que se asienta en el trono, y también a menudo el trono se asienta en el fango.

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El placer de ser rebaño es más antiguo que el placer de ser un yo; y mientras la "buena conciencia" se llame rebaño, nos harán creer que la mala conciencia dice: yo.

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Dios es un pensamiento que vuelve torcido todo lo derecho, y que hace voltearse todo lo que está de pie.















LA NÁUSEA
JEAN-PAUL SARTRE












Los cafés eran hasta ahora mi último refugio porque están llenos de gente y bien iluminados. Ni siquiera me quedará este recurso. Cuando me vea acosado en mi cuarto, no sabré dónde ir.
Sentía la impresión de que un lento torbellino encendido me rodeaba, me llevaba. Un torbellino de bruma, de luces, en el humo, en los espejos, en las banquetas que brillaban en el fondo. Me había detenido en la puerta, no sabía ni entrar; y de repente se produjo un remolino, pasó una sombra por el techo y me sentí empujado hacia adelante. Flotaba, me aturdían las brumas luminosas que me penetraban por todas partes a la vez. Madeleine vino flotando a quitarme el abrigo, y observé que se había estirado el pelo y que llevaba pendientes: no la reconocí. Madeleine sonreía.
—¿Qué toma usted, señor Antoine? Entonces me dio la Náusea: me dejé caer en el asiento. Ni siquiera sabía dónde estaba; veía girar los colores lentamente a mi alrededor; tenía ganas de vomitar. Desde ese instante la Náusea no me ha abandonado, me posee.

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Cuando tenía veinte años, me emborrachaba y enseguida explicaba que yo era un tipo del género de Descartes. Sabía muy bien que me hinchaba de heroísmo, pero me dejaba llevar, eso me gustaba. Al día siguiente sentía tanto asco como si me hubiera despertado en una cama vomitada. No vomito cuando estoy borracho, pero sería preferible. Ayer ni siquiera tenía la excusa de la embriaguez. Me exalté como un imbécil. Necesito limpiarme con pensamientos abstractos, transparentes como el agua.
Decididamente ese sentimiento de aventura no procede de los acontecimientos: ya tenemos la prueba. Más bien es la manera de encadenarse los instantes. Creo que esto es lo que pasa: de pronto uno siente que el tiempo transcurre, que cada instante conduce a otro, éste a otro y así sucesivamente; que cada instante se aniquila, que no vale la pena retenerlo. Y entonces atribuimos esta propiedad a los acontecimientos que se presentan en los instantes; lo que pertenece a la forma, lo referimos al contenido. En suma, se habla mucho del famoso transcurso del tiempo, pero nadie lo ve. Vemos una mujer, pensamos que será vieja, pero no la vemos envejecer. 















LA PESTE
ALBERT CAMUS







La mañana del 16 de abril el doctor Bernard Rieux, al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera. En el primer momento no hizo más que apartar hacia un lado el animal y bajar sin preocuparse. Pero cuando llegó a la calle, se le ocurrió la idea de que aquella rata no debía quedar allí y volvió sobre sus pasos para advertir al portero. 
Aquella misma tarde Bernard Rieux estaba en el pasillo del inmueble buscando las llaves antes de subir al piso, cuando vio surgir del fondo oscuro del corredor una rata de gran tamaño con el pelaje mojado, que andaba torpemente. El animal se detuvo, pareció buscar el equilibrio, echó a correr hacia el doctor, se detuvo otra vez, dio una vuelta sobre sí mismo lanzando un pequeño grito y cayó al fin, echando sangre por el hocico entreabierto.


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Un montón de enfermos dispersos acababa de morir inesperadamente de la peste.
El doctor Rieux procuraba reunir en su memoria todo lo que sabía sobre esta enfermedad. Ciertas cifras flotaban en su recuerdo y se decía que la treintena de grandes pestes que la historia ha conocido, había causado cerca de cien millones de muertos. Pero, ¿qué son cien millones de muertos? Cuando se ha hecho la guerra, apenas sabe ya nadie lo que es un muerto; y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando lo ha visto uno muerto. Cien millones de cadáveres sembrados a través de la historia, no son más que humo en la imaginación.















EL LOBO ESTEPARIO
HERMANN HESSE









Contiene este libro las anotaciones que nos quedan de aquel hombre, al que, con una expresión que él mismo usaba muchas veces, llamábamos el lobo estepario. No es gran cosa lo que sé de él; me han quedado desconocidos su pasado y su origen. El lobo estepario era un hombre de unos cincuenta años, que hace algunos fue a casa de mi tía buscando una habitación. Volvió a los pocos días con dos baúles y un cajón grande de libros, y habitó nuestra casa nueve o diez meses. Vivía tranquilamente y para sí. Era muy insociable, en una medida no observada por mí en nadie hasta entonces. Reconocía él mismo este aislamiento como su propia predestinación. 

Ya he consignado algunos detalles del aspecto exterior del lobo estepario. A primera vista, daba, desde luego, la impresión de un hombre superior, nada vulgar y de extraordinario talento. Su rostro, lleno de espiritualidad, reflejaban una vida excesivamente agitada, enormemente delicada y sensible. Poseía en asuntos del espíritu aquella serena objetividad, aquella segura reflexividad y sabiduría que sólo tienen las personas verdaderamente espirituales, a las que falta toda ambición y nunca desean brillar ni convencer a los demás, ni siquiera tener razón.














1984
GEORGE ORWELL












Su pluma se había deslizado voluptuosamente sobre el suave papel, imprimiendo en claras y grandes mayúsculas lo siguiente:

ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO

Una vez y otra, hasta llenar media página. No pudo evitar un escalofrío de pánico. Por un instante estuvo tentado de romper las páginas ya escritas y abandonar su propósito. Sin embargo no lo hizo, porque sabía que era inútil. El hecho de escribirlo o no, era completamente igual. La Policía del Pensamiento lo descubriría de todas maneras. Winston había cometido el crimental (crimen mental) como lo llamaban. El crimental no podía ocultarse durante mucho tiempo. En ocasiones, se podía llegar a tenerlo oculto durante años enteros, pero antes o después te descubrían. 
Las detenciones ocurrían invariablemente por la noche. Te despertabas sobresaltado, porque una mano te sacudía el hombro, una linterna te enfocaba los ojos y un círculo de sombríos rostros aparecía en torno al lecho. En la mayoría de los casos no había proceso alguno ni se daba cuenta oficialmente de la detención. La gente desaparecía sencillamente y siempre durante la noche. El nombre del individuo en cuestión se esfumaba de los registros; se borraba de todas partes cualquier referencia a lo que hubiera hecho, y su paso por la vida quedaba totalmente anulado como si jamás hubiera existido. Para esto se empleaba la palabra vaporizado.

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—Los proles no son seres humanos —dijo Syme—. Hacia el 2050, quizá antes, habrá desaparecido todo conocimiento efectivo del viejo idioma. Toda literatura del pasado quedará destruida: Chaucer, Shakespeare, Milton, Byron... serán transformados en algo muy diferente y convertidos en lo contrario de lo que eran. Incluso la literatura del Partido cambiará; hasta los slogans serán otros. ¿Cómo vas a tener un slogan así: "la libertad es la esclavitud" cuando el concepto de libertad no exista? Todo el clima del pensamiento será distinto. En realidad, no habrá pensamiento en el sentido en que ahora lo entendemos. La ortodoxia significará no pensar, no necesitar el pensamiento. 
De pronto Winston tuvo la profunda convicción de que uno de aquellos días vaporizarían a Syme. Es demasiado inteligente. Lo ve todo con demasiada claridad. A la Policía del Pensamiento no le gusta la gente así.

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En el pasillo sonaron las pesadas botas. La puerta de acero se abrió con estrépito. O´Brien entró en la celda. Detrás de él venían el oficial con cara de cera y los guardias de negros uniformes.
—Levántate —dijo O´Brien—. Ven aquí. Winston se acercó a él. O´Brien lo cogió por los hombros con sus enormes manazas y lo miró fijamente:
—Has pensado engañarme —le dijo—. Ha sido una tontería por tu parte. Ponte más derecho y mírame a la cara. Después de unos minutos de silencio, prosiguió en tono más suave:
—Estás mejorando. Intelectualmente estás ya casi bien del todo. Sólo fallas en lo emocional. Dime, Winston, y recuerda que no puedes mentirme; sabes muy bien que descubro todas las mentiras. Dime: ¿cuáles son los verdaderos sentimientos que te inspira el Gran Hermano?
— Lo odio.
—¿Lo odias? Bien. Entonces ha llegado el momento de aplicarte el último medio. Tienes que amar al Gran Hermano. No basta con que le obedezcas; tienes que amarlo. Empujó delicadamente a Winston hacia los guardias.
— Habitación 101 —dijo. 
En cada etapa de su encarcelamiento había sabido Winston, dónde se hallaba, aproximadamente, en el gran edificio de ventanas. Las celdas donde los guardias lo habían golpeado estaban bajo el nivel del suelo. La habitación donde O´Brien lo había interrogado estaba cerca del techo. Este lugar de ahora estaba a muchos metros bajo tierra.
Era mayor que casi todas las celdas donde había estado. Winston había sido atado una silla tan fuerte, que no se podía mover en absoluto; ni siquiera podía mover la cabeza que le tenía sujeta por detrás de una especie de almohadilla que le obligaba a mirar de frente. Se quedó solo un momento. Luego se abrió la ventana y entró O´Brien.
—Me preguntaste una vez qué había en la habitación 101. Todos lo saben... La habitación 101 es lo peor del mundo.







CIEN AÑOS DE SOLEDAD
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ










Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.
El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó de ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. 
"Las cosas tienen vida propia —pregonaba el gitano con áspero acento—, todo es cuestión de despertarles el ánima." José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aún más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: "Para eso no sirve." 
Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. "Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa", replicó su marido. 
Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabozo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer. 

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Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado. 
Entonces dio otro salto para adelantarse a las predicciones y averiguar la fecha y las circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final, ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabase de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.










EL NOMBRE DE LA ROSA
UMBERTO ECO














Era una hermosa mañana de finales de noviembre. Durante la noche había nevado un poco, pero la fresca capa que cubría el suelo no superaba los tres dedos de espesor. A oscuras, enseguida después de laudes, habíamos oído misa en una aldea del valle. Luego, al despuntar el sol, nos habíamos puesto en camino hacia las montañas.
Mientras trepábamos por la abrupta vereda que serpenteaba alrededor del monte, vi la abadía. No me impresionó la muralla que la rodeaba, similar a otras que había visto en el mundo cristiano; sino la mole de lo que después supe que era el edificio. En algunas partes, mirando desde abajo, la roca parecía prolongarse hacia el cielo, y capaz de infundir temor al viajero que se fuese acercando poco a poco. Por suerte era una diáfana mañana de invierno y no vi la construcción con el aspecto que presenta en los días de tormenta. Sin embargo, me sentí amedrentado y presa de una vaga inquietud. Dios sabe que no eran fantasmas de mi ánimo inexperto, y que interpreté correctamente inequívocos presagios inscritos en la piedra, el día en que los gigantes la modelaran, antes de que la ilusa voluntad de los monjes se atreviese a consagrarla a la custodia de la palabra divina. 
Mientras nuestros mulos subían trabajosamente por los últimos repliegues de la montaña, allí donde el camino principal se ramificaba, mi maestro se detuvo un momento y miró hacia un lado y otro del camino.
—Rica abadía —dijo. 
Al abad le gusta tener buen aspecto en las ocasiones públicas. Acostumbrado a oírle decir las cosas más extrañas, nada le pregunté. También, porque, poco después, escuchamos ruidos y, en un recodo, surgió un grupo agitado de monjes. Al vernos, uno de ellos vino a nuestro encuentro diciendo con gran cortesía:
—Bienvenido, señor. No os asombréis si imagino quién sois, porque nos han avisado de vuestra visita. Yo soy Remigio da Varagine, el cillerero del monasterio. Si sois, como creo, Fray Guillermo de Baskerville, habrá que avisar al abad.
—Os lo agradezco, señor cillerero —respondió cordialmente mi maestro—, y aprecio aún más vuestra cortesía porque para saludarme habéis interrumpido la persecución. Pero no temáis, el caballo ha pasado por aquí y ha tomado el sendero de la derecha.
—¿Cuándo lo habéis visto? —preguntó el cillerero.— ¿Verlo? No lo hemos visto, ¿verdad, Adso? Pero si buscáis a Brunello, el animal sólo puede estar donde yo os he dicho.
—¿Brunello? ¿Cómo sabéis...?
—Es evidente que estáis buscando a Brunello —dijo Guillermo—, el caballo preferido del Abad, el mejor corcel de vuestra cuadra: pelo negro, cinco pies de alzada, cola elegante, cascos pequeños y redondos pero de galope bastante regular... Se ha ido por la derecha, os digo, y, en cualquier caso, apresuraros.
Yo ya había descubierto hace mucho que mi maestro, hombre de elevada virtud en todo y para todo, se concedía el vicio de la vanidad cuando se trataba de demostrar su agudeza.
—Y ahora decidme —pregunté sin poderme contener—. ¿Cómo habéis podido saberlo?
—Mi querido Adso —dijo el maestro—, durante todo el viaje he estado enseñándote a reconocer las huellas por las que el mundo nos habla, como por medio de un gran libro. 
Así era mi maestro. No sólo sabía leer en el gran libro de la naturaleza, sino también en el modo en que los monjes leían los libros de la escritura, y pensaban a través de ellos; dotes éstas que, como veremos, habrían de serle bastante útiles en los días que siguieron. 

















EL HOBBIT
J.R.R. TOLKIEN










En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No un agujero húmedo, sucio, repugnante con restos de gusanos y olor a fango; ni tampoco un agujero seco, desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o que comer. Era un agujero-hobbit, y eso significa comodidad.
Tenía una puerta redonda, perfecta como un ojo de buey, pintada de verde, con una manilla de bronce dorada y brillante justo en el medio. La puerta se abría a un vestíbulo cilíndrico como un túnel; un túnel muy cómodo, sin humos, con paredes revestidas y suelos enlosados y alfombrados, provistos de sillas barnizadas, y montones de perchas para sombreros y abrigos; el hobbit era aficionado a las visitas. 
Por alguna curiosa coincidencia, una mañana de hace un tiempo en la quietud del mundo, cuando había menos ruido y más verdor, y los hobbits eran todavía numerosos y prósperos, Bilbo Bolsón estaba de pie en la puerta del agujero, después del desayuno, fumando una enorme y larga pipa de madera que casi le llegaba a los dedos lanudos de los pies, Gandalf apareció de pronto. ¡Gandalf! Si sólo hubieseis oído un cuarto de lo que yo he oído de él, estaríais preparados para cualquier cuento notable. Aventuras brotaban por dondequiera que pasaba, de la forma más extraordinaria.






DEMIAN
HERMANN HESSE








Vi a mi amigo sentado muy derecho y correcto, como siempre. Sin embargo, tenía un aspecto totalmente diferente al acostumbrado; algo que yo desconocía irradiaba de él y le rodeaba.
Creí que tenía los ojos cerrados, pero luego vi que los mantenía abiertos; estaban fijos, no miraban, no veían. Estaban dirigidos hacia adentro, hacia una remota lejanía. Demian estaba completamente inmóvil y parecía que no respiraba; su rostro, de una palidez uniforme, era como de piedra, y sólo su pelo castaño tenía vida. Sus manos descansaban delante de él, sobre el pupitre, inertes y quietas como objetos, como piedras o frutas; pero no blandamente, sino como firme y segura protección de una intensa y oculta vida.

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Cuando me comparaba con los demás, me sentía unas veces orgulloso y satisfecho de mí mismo pero otras deprimido y humillado. Unas veces me consideraba un genio, otras un loco. No conseguía compartir las alegrías ni la vida de mis compañeros.









RETAZOS DE UN BASTARDO
OSCAR NÓBREGAS


































Cristian decidió salir de la buhardilla. No soportaba por más tiempo el aire espeso que respiraba. Se le ocurrió continuar la lectura de aquellas hojas otro día; pero algo en su conciencia le dictaba que debía llegar al final sin más dilación, aunque en esos momentos estaba atenazado por la angustia y comenzaba a sentir miedo. Sentía miedo de la lechuza disecada, de las figuras de vudú, de los espectros goyescos pintados sobre la pared, del cuadro blanco con manchas rojas que le observaba desde el caballete. Incluso comenzó a tener miedo del propio Víctor. Los presentimientos acerca de una extraña muerte empezaron a hacerse cada vez más palpables. 
De pronto se incorporó bruscamente de la cama, agachó la cabeza y observó el hueco umbrío que había debajo de ella. Por unos instantes sintió pánico al pensar que el cadáver de Víctor pudiese estar allí... Se quedó quieto, con la vista fija en una de las patas de la cama. El miedo se apoderó de su mente con ideas calenturientas. Se imaginó cómo reaccionaria si de allí saliese una mano y le cogiese por el tobillo... De repente sintió crujir algo bajo el somier. Pegó un salto hacia un lado y cayó de espaldas sobre la alfombra persa. Se armó de valor, y con el mechero iluminó la oscuridad que reinaba bajo la cama...... Nada que temer. Allí debajo sólo había un montón de lienzos cubiertos de polvo.
Cristian se dio cuenta de que todas aquellas lecturas estaban consiguiendo provocarle brotes paranoicos. Se levantó de un salto, corrió hasta el lavabo y volvió a lavarse la cara con agua fría. Esta vez le pareció insuficiente. Abrió el grifo a tope y metió la cabeza para mojarse el pelo. Mientras el agua le chorreaba por la nariz y la barbilla se miró al espejo. Acercó el rostro y observó que sus ojeras se habían remarcado desde que estaba dentro de la buhardilla. Empezó a ver en sí mismo rasgos de Víctor; su propia mirada le pareció la de él... Cristian apagó la música melancólica de Albinoni y decidió centrarse en el cometido que le había llevado hasta allí. Le vino la imagen de Eva pidiéndole ayuda mientras se abrazaban y eso le hizo sacar fuerzas de flaqueza. Se sentó en la silla, hincó los codos sobre la mesa y continuó leyendo aquellas hojas que para él ya se habían convertido en una especie de maldición.

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Esa misma noche, tumbados sobre la playa de Frouxeira, observábamos el firmamento estrellado. Cayendo del cielo, empezaron a surgir las eternas preguntas sobre la enigmática existencia del universo. Eran las mismas preguntas que todos nos hemos planteado alguna vez a lo largo de nuestras vidas, aunque las respuestas siempre escapan al entendimiento limitado de la inteligencia humana: antes de la materia, del espacio y del tiempo, ¿qué había?...... ¿Cómo empezó todo?...... ¿Por qué motivo empezó?...... ¿Cuál es el origen?......
Todas estas cuestiones me producían una sensación de vértigo infinito. Pero lo que más me impresionaba no era el hecho de pensar que el universo hubiera surgido por una convulsión fortuita, sino saber que un ente llamado Homo Sapiens, el cual comenzó siendo polvo de estrellas, era capaz de preguntarse el porqué de aquella explosión, cuando sus propias partículas formaron parte de ella.
Intentando contestar estas preguntas, me sentía desbordado por la inmensidad del universo. La magnitud de estos misterios hacía que los conceptos humanos me pareciesen vanos. A menudo cerraba los ojos y veía la Tierra flotando entre galaxias perdida en la infinidad del espacio, diminuta y vulnerable como una mota de polvo... Entonces me preguntaba cómo era posible que en una porción de masa tan insignificante pudiese haber tantos problemas... Lo más desalentador era ser consciente de que en el fondo todo da igual. De la misma forma que una vez surgió vida en la Tierra, en algún momento se desvanecerá para siempre.

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Cristian decidió hacer otra pausa en la lectura y se dirigió a la estantería donde estaban colocadas las cintas de música. Eligió el Réquiem de Mozart y se dispuso a ponerlo en el cassette. De repente escuchó pisadas en la escalera de madera. Detuvo la cinta. Los pasos se acercaban cada vez más a la buhardilla. Sintió que alguien se paraba frente a la puerta. Su corazón se aceleró. Tres golpes secos rompieron el silencio. Cristian permaneció estático sin atreverse a respirar. Le vino a la mente el retazo de Víctor donde escribió que alguien había golpeado tres veces en la puerta de la buhardilla. Por un momento creyó revivir la escena como si él mismo fuera Víctor. Pero esa extraña reencarnación se desvaneció, cuando la persona que estaba allí afuera metió la llave en la cerradura. Quienquiera que fuese iba a encontrarle allí metido, rodeado de aquel lúgubre ambiente.
Forcejearon un buen rato pero no lograban abrir. El corazón se le salía del pecho. Tuvo el presentimiento de que era Víctor el que estaba al otro lado de la puerta. Probablemente no podía entrar porque la cerradura estaba viciada. Cristian pensó que sería un desatino dejarle marcharse. Después de tantas horas allí metido era una necedad permitir que su amigo se diera la vuelta y se fuese sin más. Sin embargo no movió ni un solo dedo. Mientras seguían forcejeando, imaginó la puerta abriéndose y tras ella a Víctor. Se vio fundiéndose con él en un abrazo desbordados por la emoción.
De pronto cesaron de forcejear. Tras unos segundos silenciosos se oyó el ruido de un papel deslizándose bajo el resquicio de la puerta. De nuevo se oyeron pasos. Esta vez bajaban la escalera. Cristian se acercó tembloroso hasta la entrada y comprobó que había un sobre negro en el suelo. Rápidamente lo abrió. Su interior contenía una hoja negra de papel de arroz. Desdobló expectante la hoja y pudo contemplar unos signos dibujados de color rojo intenso. Cristian giró el cuello en dirección al techo: eran exactamente los mismos símbolos cabalísticos que Víctor había pintado... Tragó saliva. No sabía qué hacer con aquel dibujo. Por fin se dirigió hacia el estante y cogió el Libro de Esoterismo, dispuesto a guardar allí aquel tétrico sobre negro. Sentado sobre la cama, Cristian abrió el libro al azar. Se quedó paralizado. Notaba que se le helaba la sangre. Había abierto las hojas por uno de los capítulos que hacían referencia a las cábalas. Allí estaban dibujados los mismos símbolos que se hallaban en el sobre... Creyó enloquecer. Por unos instantes pensó en bajar a toda prisa las escaleras para ver quién había dejado aquel misterioso dibujo, pero una fuerza invisible le impidió salir de la buhardilla... Permaneció tumbado sobre la cama, incapaz de moverse durante unos minutos. Después se levantó con una extraña sensación. A pesar de hallarse excitado, notaba que sus pulsaciones eran lentas... Volvió a dejar el Libro de Esoterismo en el estante. Cristian suspiró hondo, puso la cinta de música en marcha, fue a la cocina, rebuscó entre las infusiones y se preparó una tila bien cargada. Tras una pausa de media hora se encendió el último cigarro y reanudó la lectura.




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